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Cubierta de August

Lectura

19 Oct 2020

Las migas tambiñen son pan publica este relato de Christa Wolf

August, el don de estar vivo

Esther Peñas / Madrid

A pesar de que defendió hasta el fin de su vida el régimen de la SED, el Partido Socialista Unificado de la República Democrática de Alemania, para cuyo comité central fue candidata, fue una escritora que obtuvo no solo enorme popularidad a ambos lados del Muro sino que erigió en autoridad moral de lo que sería la Alemania unificada. Hablo de Christa Wolf (1929-2011), escritora alemana (aunque su tierra natal, Landsberg an der Warthe, hoy es territorio polaco) de acusada intencionalidad en sus escritos, protagonizados en su mayoría por mujeres, y con una honda preocupación tanto por la libertad de expresión como por el lenguaje (sin llegar a la necesidad casi vital de resignificarlo de algunos de sus compatriotas, como Ingeborg Bachmann).

La editorial Las migas también son pan acaba de publicar August, un delicioso relato de apenas treinta páginas escrito como regalo de la autora a su marido; un texto que rezuma una ternura insólita en la escritura de Wolf, de factura mucho más vehemente. 

August es un conductor de autobús viudo que traslada a un grupo de pensionistas de vuelta a Berlín. Aunque son muchos los adagios que desaconsejan regresar allí donde uno fue feliz, lo cierto que es August se sostiene precisamente por lo contrario, porque vuelve allí donde amó la vida. Lo hace a través de su memoria, que le devuelve a un sanatorio para enfermos de tuberculosis (“el castillo de las polillas”, como lo llaman las gentes del pueblo) donde nuestro protagonista conoció a Lilo, lumbre de lo alegre, mercurio de la compasión, tea de la solidaridad. August recuerda como Penélope teje, sin la acidia melancólica. Está a punto de jubilarse y recuerda. 

Recuerda a Lilo, que en una ocasión lo llamó “mi pequeño campesino”. Recuerda a Lilo, que “se lo dijo el día en que él recogió unas cuantas patatas que habían sobrado de la recolección del campo de al lado, se las llevó a ella y se las comieron para cenar después de cocinarlas a escondidas, aprovechando que las mujeres de la cocina se habían marchado”. 

Recuerda a Lilo porque “puede que las cosas más importantes de toda su vida las haya aprendido gracias a la ayuda de una persona por la que sentía algo que no podía expresar con palabras”.

Recuerda a Lilo porque es lo único hermoso de raíz que August ha tenido en su vida. Y esto es mucho más de lo que pueden decir incontables hombres. Por eso regresa a su casa después de la faena, con el alto jornal, en palabras de Claudio Rodríguez, y sabe que “no es bueno regresar a un hogar vacío”. Hay cosas a las que uno no puede acostumbrarse. Así que August coge aire. Y agradece el don de estar vivo.

Tanto la delicadeza con la que trenza el pasado de Ausgust –luminoso- con su presente desteñido y apesadumbrado, como la intensidad de la fuerza vocativa o el sencillo reconocer atisbos de la autora en la historia, en lo que va contando en cómo lo cuenta, casi nos hace olvidar el espejismo de que sea un hombre el eje de la historia, algo insólito en su obra, cuando en realidad es Lilo quien ocupa la posición focal. Cederle a él el protagonismo es un rasgo de maestría de Wolf, de quien este mismo sello editorial ya había publicado En ningún lugar. En parte alguna. 

Traducido por Marcos Román Prieto, docente de la Universidad de Sevilla, y responsable del epílogo que incluye el libro, August nos recuerda que tantas veces la clave, el quid, está en ser origen, no hueco.