Compartir en redes sociales

Cubierta de Una mujer

Lecturas

12 Nov 2020

Cabaret Voltaire publica un nuevo título de la normanda

Ernaux o la mujer anulada

Esther Peñas / Madrid

Dos novelas. Ambas escritas por la misma pluma. Ambas publicadas por Cabaret Voltaire. Ambas traducidas por Lydia Vázquez Jiménez. La autora, Annie Ernaux (Lillebonne, Normandía, 1940). Las novelas: La mujer helada y Una mujer. No es casual que la misma palabra centre ambos títulos. La mujer es desapasionadamente el centro de una constelación que mantiene su vigor a costa de su energía y entrega. Y un idéntico modo de escritura, cuyo eje es el estado de atención interno.

Las nostalgias irresolubles acaban por convertirse en prodigio o desastre.  Pero Ernaux transmuta la suya, la de su madre, en ambas cosas al narrar el tiempo del dolor. Estilo rudo (jamás aséptico), distante (para no arder cuando cuenta), seco (nunca infértil).
Relata la pérdida del «último nexo con el mundo del que salí». Su madre. Una mujer. Que ella muera da pie a la hija a convocarla de nuevo y de otra manera para poder acercarse a la tensión que les dificultaba lo cómodo, lo accesible. Amor. Pero odio. Lo inevitable tantas veces.

Alzhéimer y conciencia de clase. Lo segundo es un clásico para la obra de Ernaux, lo primero, lo materno. Lo que deshace el tapiz. Nuestro yo diluyéndose como el color de témpera en agua de mar. El alzhéimer incardinando la ausencia de futuro (o por lo menos un futuro que no nos nombre), un asunto tan del gusto de la normanda. La madre madruga, sirve, despacha, la madre se convierte en una mula de carga para que hija estudie, habite el paraninfo de la universidad, se cultive. La madre que sospecha. La hija que rechaza.

Lo que sucede es que en apenas cien páginas el lector hace lo que el narrador omite: sufre, se encoge, llora desconsolado. Podría decirse que grita.

«Como muchas familias numerosas, la familia de mi madre era una tribu, es decir que mi abuela y sus hijos tenían la misma manera de comportarse y de vivir su condición de obreros medio campesinos (…) De una alegría exuberante, peor recelosos, se enfadaban en seguida (…) Por encina de todo, el orgullo de su fuerza de trabajo. Les costaba admitir que los hubiera más esforzado que ellos».

                                                                                                          * * *

¿Vas a dejar la vida otra vez para mañana? Como respondiendo a estos versos de la uruguaya Ulalume González de León –nombre endecasílabo-, Ernaux parece responder con La mujer helada, una historia en la que parece ser la propia autora quien nos la cuenta en voz alta según vamos leyendo. En esto, como Martín Gaite, las palabras salen de la memoria, más que de la imaginación. De ahí que el tiempo del texto sea antes que nada el tiempo kairótico del narrador.

La mujer helada es aquella que antepone al otro, a lo otro, a sí misma, que queda relegada durante toda su vida, hasta que el tiempo desgasta sus inquietudes, sus tenues deseos hasta corroerlos de tal modo que el óxido que los cubre impide reconocer qué escondían. Mujer helada. La historia en la que se termina siendo nadie, sintiendo náuseas, asqueada de las pautas, las obligaciones, la hinchazón en la demora de las gracias, el sutil envenenamiento de las tareas cotidianas…

Uno de los aciertos de la novela es que conocemos a la protagonista desde su infancia, la acompañamos, y somos testigos de cómo una sociedad al unísono la moldea (y quizás las sucesivas reimpresiones de la obra nos confirmen que tampoco el cuento ha cambiado tanto y que acaso estemos viviendo, a propósito de la mujer y de la independencia que a estas alturas de la presupone, un contrafactum, como se denomina en música al cambio de letra sin variación sustancial de la melodía). Cuando la protagonista alcanza cierta madurez, observa que la sociedad distingue o divide a las mujeres en dos conjuntos demasiados genéricos –por tanto, demoledores en la aplicación de pertenencia-, las mujeres de bien (las que estudian, se casan, son madres y en cualquiera de sus facetas abnegadas) y las mujeres de moral despistada, las que provienen de la estirpe de la fatalidad. Pero la fatalidad auténtica es que ni siquiera los estudios, la intelectualización del pensamiento, la capacidad de autonomía en los planteamientos zurcidos sean suficientes para contrarrestar la soga asignada por el sistema. Pensar por sí misma no basta. Tampoco soñar.

Especialmente llamativo es la parte narrativa en la que se nos habla del embarazado, y de cómo quien lo experimenta lo vive casi como una afrenta, sobre todo el momento del parto (lo que nos lleva, de nuevo, a la poesía latinoamericana, al durísimo poemario de María Auxiliadora Álvarez, Cuerpo).

Una historia prosaica en la que no se muestra un acendrado interés por las palabras (su sonido, su textura), tampoco por el ritmo, por la sintaxis ni por reflejar lo elevado de la narración. Y sin embargo, el resultado es bellísimo. Marca de la casa normanda. Escuchen el arranque:

«Mujeres frágiles y vaporosas, hadas de manos suaves, pequeñas auras de sus casas a cuyo paso quedo surgen el orden y la belleza, mujeres sin voz, sumisas, por mucho que busque no veo tantas en el paisaje de mi infancia (…) las que llegan a buscar al niño a la escuela un cuarto de hora antes del timbre, con todas las tareas de la casa ya finiquitadas; las bien organizadas hasta la muerte».