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Casado, en la presentación de 'Un discurso republicano' en el Centro José Hierro

Entrevista

27 Jun 2019

Miguel Casado, poeta y crítico literario

“La belleza de un poema no reside en lo que dice, tampoco en cómo lo dice, sino en lo que hace”

Esther Peñas / Madrid

Un discurso republicano (Libros de la Resistencia). Con este título –tomado de una reflexión de Schlegel-, el poeta y crítico literario Miguel Casado (Valladolid, 1954) reivindica el carácter político de toda escritura poética, la escritura como manera no sólo de estar en el mundo sino de reinventarlo. De combatir (lo). Desde la muchedumbre de sus escritos (poetas concretos –exactos-, cuestiones de naturaleza poética –utopía, símbolo, literalidad-, poemas precisos), Casado se adentra en el territorio de lo invisible encarnado en palabra. Y la enciende. Al hacerlo, ilumina. 

¿Qué tiene de republicana la poesía?

Tomo el título de mi libro, Un discurso republicano, de un fragmento de Schlegel que me gusta mucho y que he citado en varias ocasiones, en ensayos o en un poema de Tienda de fieltro. Dice él que la poesía es un discurso republicano, porque todos sus elementos son libres para llegar entre sí a un acuerdo (más literalmente: que todos tienen derecho de voto). Reúne en sus palabras la necesidad de la poesía de renovarse continuamente, de no seguir reglas previamente dadas, con la reivindicación política implícita: afirmar esto en Alemania, en 1800, sonaba de modo inequívoco como una toma de partido por la ola que venía de la Revolución Francesa y contra el “antiguo régimen” autoritario de la aristocracia. Me interesa ese vínculo entre el trabajo del lenguaje y la acción política, sentir que son lo mismo. Y me parecía que este es, en gran medida, el espíritu del libro: que la crítica de la lengua que realiza la poesía para encontrar cada vez su singularidad es también, dada la centralidad de los vínculos entre lenguaje y poder, una acción política. Así que, sí, la poesía verdadera solo puede ser republicana. 

¿Hasta qué punto “cualquier hombre o mujer es un artista”?

Leo esta frase, que procede de las vanguardias, que literalmente formuló Beuys, como la afirmación de una posibilidad. Nada excepcional distingue al artista de quien no lo es (aún, quizá habría que decir), salvo una práctica determinada. El arte construye un momento de singularidad que está abierto a cualquiera que lo busque. Por eso cabe la vía del trabajo colectivo que las vanguardias mostraron en ciertos casos; por eso el arte y la transformación personal viven en la cercanía. Por eso, también, no hay obra de arte ni texto difícil, cerrado a quien se acerque a él, porque cada obra o texto está inscrito en la potencia de todos.

Que el poeta, a la postre, fracase, en tanto que no podrá nombrar ‘lo exacto’, ¿es un don?

Yo no diría “un don”, sino un estímulo para seguir, un motor, una fuente de energía. En la escritura –y en el arte– la imposibilidad se invierte como fuerza que incita a actuar, como formulación de un objetivo, como deseo que se trasforma en necesidad. No es, pues, el fracaso de quien se lame las heridas, sino el de quien, cada vez, no renuncia, no se resigna, vuelve a escribir para intentar llegar a donde no se puede llegar. Con esto, no me refiero a metas heroicas o extraordinarias, sino a las imposibilidades inscritas en la lengua misma. Tocar las cosas con las palabras. Decir algo no dicho cuando todo está dicho. Suspender por un momento los códigos que piensan por nosotros. Cosas así.

Uno de los pocos reductos en los que el capital no había intervenido era la poesía. Ahora ha perforado el terreno tratando de hacer pasar por poesía algo que, siendo generosos, solo puede tildarse de sucedáneo. ¿Se resentirá la poesía con esta práctica del mercado?

En la narrativa hay una enorme presión del mercado desde hace mucho tiempo, y, sin embargo, sigue habiendo narradores que no tienen como guía el rendimiento comercial de sus textos. Pasará lo mismo –seguramente en mayor medida– con la poesía. Ese fenómeno que mencionas puede influir en algunos editores y críticos, arrastrar a quienes no tengan ideas demasiado claras; pero lo más probable es que sea superficial, se asiente en un espacio aparte y deje de ser tema de conversación. Si seguimos escribiendo poesía, es por otros motivos de los que puedan aportar el mercado y los medios; supongo que esto no es fácil de comprender para el mercado y los medios. 

¿Cuándo conviene que la voluntad del que escribe no ahogue al propio lenguaje?

Los procesos de escritura son muy variados, no se pueden formular reglas generales. Me gusta mucho cómo planteas esta pregunta, pero seguramente en cada poeta se da de una manera. Los hay que planifican mucho y los hay que encuentran el momento y escriben –y será después cuando trabajen el texto. Pero es interesante ese desajuste, contradicción incluso, que apuntas. Puedo decir, en mi caso, que, cuando empiezo a escribir un poema, tengo una o dos frases y un impulso, una pregunta o necesidad, un apunte o un motivo, y poco más. Y que la escritura va tirando de ahí, desarrollando y asociando, quedándose de pronto detenida en ese final sin cierre que sigue haciendo preguntas. El día que solo hay voluntad no suele salir gran cosa.

¿Hasta qué punto se escribe y de qué modo es el propio lenguaje el que nos escribe?

Está respondido en parte en el punto anterior. Si solo el lenguaje nos escribiera, no merecería mucho la pena leernos, porque no habría ningún trazado personal, todo estaría ya inscrito en el sistema. Pero esto no es tan fácil: el lenguaje está hecho de grandes codificaciones sociales y culturales que tratan siempre de pensar por nosotros, de hacernos creer que tenemos ideas propias repitiendo las imbuidas; pero a la vez es cierto que en la lengua hay innumerables capas, estratos, itinerarios, y que la formación y personalidad de cada hablante aporta una red de circunstancias que queda al margen de control y previsión. De algún modo, el poeta es quien encuentra la forma de poner todos estos componentes en movimiento, de independizarlos del sistema en la medida que le quepa. La lengua restringe al máximo la libertad, y a la vez su potencia es generar una libertad ilimitada.

¿Puede ser la poesía arcilla de revuelta, puede crear conciencia social?

La poesía habitualmente llamada social, es decir, la que incluye temas sociales y políticos, tiende a ser leída o escuchada por quienes ya comparten las posiciones del autor; no creo que su efecto sea crear conciencia. Esto no impide emocionarse oyendo, por ejemplo, a Silvia Pérez Cruz cantar “Gallo rojo, gallo negro”, y compartir esta emoción con otros; solo se trata de no engañarse. Hay, desde luego, momentos en la vida en que leer un poema puede suponer un giro personal, una pequeña revelación, como ocurre a veces en la adolescencia o en momentos de especial confusión o incertidumbre; pero seguramente eso lo puede producir cualquier tipo de poema, no ya los llamados sociales
Si no lo miramos con un criterio temático, la cosa es más interesante. La verdadera poesía crea singularidades de lengua, que inevitablemente son a la vez singularidades de mundo, de pensamiento, de emoción, etc.; y eso pone en marcha una crítica de los códigos e imposiciones del sistema lingüístico –y del sistema de la ideología social que se transmiten en él– que a la larga acaba siendo muy importante. Creo que la poesía es políticamente activa en ese trabajo suyo de la lengua, sin tener en cuenta sus temas, aunque eso no pueda notarse de modo inmediato. El estalinismo no prohibió a Mandelstam o Ajmátova por sus temas (aunque se diga que a Mandelstam lo llevó a la muerte un poema satírico contra Stalin –no publicado, desde luego–, para entonces él ya estaba completamente fuera de juego), sino por la incomodidad que producían en el sistema de control del pensamiento que se trataba de establecer, porque hacían chirriar los engranajes.

La tradición rupturista de las vanguardias, ¿ha sido superada?

Cada obra, cada autor, cada movimiento tienen un tiempo, y las rupturas que han llevado a cabo tienden luego a integrarse en el sistema cultural, a perder su filo. Sin embargo, la poesía y el arte moderno se siguen constituyendo en esta dinámica de ruptura; yo diría que a cada poeta lo constituye la discontinuidad con su contexto de lengua, la torcedura que sea capaz de infligirle a lo heredado y lo compartido. Yo diría que el gran choque de las vanguardias, como movimientos históricos, se dio contra un sistema cultural –la institución arte, su forma de producir un canon y prescribir la escritura, sus circuitos de distribución, las expectativas de recepción– y que eso cambió radicalmente muchas cosas que aún, de uno u otro modo, perduran. Pero que el trabajo de ruptura lingüística lo aportaron tanto poetas –y artistas– de esos movimientos, como otros que no participaban directamente en ellos. Y este hilo ha llegado hasta aquí, tratamos de seguir tejiendo con él.  

¿Cuánto de violencia tiene el uso poético de la palabra?

Es una pregunta que hoy parecería políticamente incorrecta, ¿no? Y, sin embargo, es impresionante encontrar en un poema de alguien como Emily Dickinson la imagen de una bomba para expresar el estallido de su potencia de escritura. Y en Mallarmé, en Francis Ponge, en Hilde Domin, en Valle Inclán. El peso del sistema –también del lingüístico, también del estético– es tal que solo el intento de romper con él, de producirle una pequeña fractura, supone un ejercicio de violencia, dirigida en primer lugar contra la propia costumbre.

¿Dónde reside la belleza de un poema?

La emoción estética se puede sentir de modos tan variados y por estímulos igualmente múltiples que hace imposible responder. Ni siquiera sé si la palabra es belleza; quizá sí, pero está tan desgastada y manipulada que habría que tomarla con prudencia. ¿Dónde reside? No en lo que dice un poema, tampoco –como solía oponerse– en cómo lo dice, sino en lo que hace un poema. Y eso está tan vinculado a su singularidad que cada vez se da de una manera. Como la verdad, la belleza es siempre concreta.

Desde el Romanticismo, que podían disociar poema de realidad, la relación entre ambas esferas ha sido compleja. ¿Hoy en día hay fusión entre ambas? 

No sé si puedo asumir la primera parte del enunciado; entre las grandes efusiones de la imaginación idealista romántica, hay también una potencia de realidad que seguramente no había tenido muchos precedentes, si exceptuamos a los grandes: sea Esquilo o Cervantes y Shakespeare. La relación con el Romanticismo es, sin duda, una de las grandes lagunas de la tradición hispánica, y repensar a los mejores románticos –los alemanes e ingleses– sigue siendo una tarea aquí pendiente. En todo caso, es el carácter abstracto de la lengua el que establece una separación forzosa de la realidad; y, en segundo lugar, la codificación retórica de la poesía ahonda el foso. No más en los románticos que en otros; quizá, más incluso que en ellos, en los realistas, que dan por supuesta la realidad, obviando su carácter problemático. El deseo de realidad solo puede partir de estas imposibilidades y ejercerse de modo radicalmente crítico. Quizá sea ya hora de hacer una reflexión seria sobre las formas de relación entre palabra y realidad, asumiendo que están por explorar y que no pasan por la representación ni por el realismo.

¿Cuál ha sido el último poemario que le ha conmovido?

Trabajo continuamente con libros de poemas y es maravilloso comprobar cómo algunos de los que más conocidos me resultan pueden seguir conmoviéndome. Por ejemplo, he vuelto a trabajar este año sobre los poetas a los que más me he dedicado, Gamoneda y Ullán, y ha sido así. La obra más reciente de Gamoneda, su modo de seguir haciéndose preguntas, investigándose, negándose. El modo en que lo personalmente abandonado, perdido, mantuvo su huella siempre activa en Ullán, como una vida paralela que no dejó de hablarle. Por ejemplo, también, algunos de los poetas que he incluido este curso en mi programa “Vanguardia y lenguajes de ruptura”, que he terminado ahora, tras tres años, en el Centro de Poesía José Hierro, en Getafe; me ha conmovido volver a poetas que me son necesarias como Adrienne Rich o Tess Gallagher, también releer la poesía de Pasolini, sus contradicciones siempre extremas y su búsqueda inclemente, y ese tan agudo deseo de realidad que mueve a Szymborska.
Pero, si tengo que dar el título de un libro que no haya leído por razones de trabajo, diría La marcha hacia ninguna parte, de la poeta mexicana Tania Favela.