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Miguel casado

Entrevista

9 Mar 2020

Miguel Casado, poeta

“Los versos de un poema tendrían que ser precisos pero no absolutos”

Esther Peñas / Madrid

Allí donde nombraste la estepa (Mochuelo libros). Bajo este título, el poeta Miguel Casado (Valladolid, 1954) zurce una antología personal para inaugurar la colección Ultramarina, de Mochuelo Libros. Lo cotidiano, la reflexión, el lugar o el viaje son condimentos asiduos en sus desvelos poéticos, pero más allá de los asuntos, la propia lengua.

Allí donde se nombra la estepa, ¿en cualquier caso es un territorio de poético recogimiento?

Si se pone en el contexto de otros títulos míos (Tienda de fieltro, La ciudad de los nómadas), el de esta antología vuelve a evocar un lugar personal, que no es solo poético, sino también vital, existencial incluso; un lugar privado que se constituye como tal al margen de sus posibles sentidos, es decir, en su simple afirmación. 

Pero, si se lee el poema en que aparece este verso, “allí donde nombraste la estepa”, yo diría que ese lugar es un lugar de cruce. Se habla de un sitio concreto por el que se está pasando, pero por donde también se pasó un día anterior, y los dos momentos se comunican. No se sabe bien hasta qué punto lo que se describe es lo que se ve hoy o lo que se vio el otro día, si pertenece al exterior o está en la cabeza. Se está viviendo en primera persona, pero igualmente hay un diálogo con ese que estuvo antes y hoy no. Cruce de tiempos, de lo externo y lo íntimo, de lo propio y lo nombrado por otra voz, tan cercana. De lo físico –esas huellas perceptibles en el camino arenoso– y lo que uno lleva en sí. De lo pensado, recordado, mental, y la materia del mundo: líquenes, hojas de almendro, tronco quemado, golondrinas. Y es que, seguramente, cualquier lugar personal es siempre un lugar de cruce.

¿Hasta qué punto una antología nombra a un poeta?

Lo que más me ha gustado de esta publicación ha sido poder participar en el proyecto de Mochuelo Libros y del poeta Federico de Arce de crear una colección de antologías personales que sirva para invitar a una serie de autores y autoras a Toledo, a ofrecer su lectura aquí, y a la vez para recoger una obra que –tratándose de poesía– suele estar dispersa y ser difícil de encontrar libro a libro. En estos casos, están más que justificadas las antologías, y yo también he enfocado la mía con ese criterio, centrándome en los libros que tengo agotados y no incluyendo el último, que todavía circula. Y, además, ha quedado muy bien la edición con el diseño de Andrea Ferrari, que junto con Tomás Esteban García-Lavín hacen Mochuelo. Otra cosa, lo confieso, es que siempre he preferido el libro autónomo a la antología, y así lo he tenido en cuenta, por ejemplo, como traductor, al traducir libros completos y no preparar antologías. Quizá porque el libro aporta un trabajo de composición, un juego de ritmos y relaciones, de alturas y tonos, que –junto a las palabras de los poemas– dice mucho del mundo del autor.

“Levanto capas una por una/ para alcanzar la última”. ¿Esto es posible?

Esos versos están en un poema (“Rua Garret, Rua da Misericórdia”) que habla de un paseo por el Chiado y el Bairro Alto, recogido en La condición de pasajero, una plaquette que procede del primer viaje que hicimos Olvido y yo a Lisboa, en algún momento de los años 80, viaje en que estuvo muy presente la obra y la figura de Pessoa, y ese era uno de sus barrios. Esas capas, por tanto, son de tiempo y de escritura: sentir un espesor temporal y verbal que forma parte del espacio por el que se camina, y reconocer también esas dimensiones mientras se va percibiendo. Las capas, en efecto, son interminables; ese “para alcanzar” solo nombra un propósito. Y el poema enseguida se desmiente: “Y sin embargo nada / es análisis en lo que veo”, “No hay tiempos / que se reducen a historia; / solo esta mañana en que poco a poco /se va notando el sol”. Y se me podría decir: tampoco es eso, ni hay última capa ni cabe negar ese espesor que condiciona la percepción y el sentirse vivir. Por supuesto. Pero este poema cuenta un proceso dentro del que se opta por un modo de estar. De estar en ese momento. Las frases de un poema, los versos, tendrían que ser precisos –aunque no siempre se consigue, claro– pero no absolutos; es decir, funcionan en su contexto, toman su vida de él, y fuera de ahí cambian, se hacen otros.

El poema, ¿es más una cuestión de contacto que de acierto?

La pregunta remite a un poema, “Aprendo nuevas palabras abstractas...”, donde se compara algunos efectos del alzhéimer y la escritura: “La pérdida de la expresión en algo / se parece a sus momentos más agudos, / una corriente química / que depende del azar”. El desencadenante de la reflexión es comprobar cómo la comunicación con esa persona que va dejando de entender el lenguaje no depende de la precisión de los sentidos ni de la claridad de la expresión, sino de un cada vez imprevisible punto de encuentro de orden afectivo, o quién sabe; “una cuestión de contacto”, en efecto. Y la vez siguiente quizá ya no sirva. Como decía en la respuesta anterior, el poema se hace como tal en su contexto de palabras, busca cada vez esa “corriente química” que le dé vida, se juega ahí. No en las ideas ni percepciones previas, ni en las intenciones o la voluntad de decir, ni en las certezas del oficio.

“El que miraba se ponía entero/ en lo mirado”. Esto es, contemplaba (se temblaba con) pero, en esta sociedad tan dispersa, tan llena de estímulos, ¿qué se requiere para ser pasivo ante un poema, un lienzo?

Es más fácil saber lo que se opone a ello (todo ese ruido social) que lo que habría de ser. De algún modo, el problema que tiene el lector o quien mira un lienzo es semejante al que tiene el poeta antes y durante la escritura: encontrar ese tipo de atención, ese “ponerse en lo mirado”, lo leído, lo vivido. No podemos idealizar: no hay papel en blanco ni quietud y silencio reales, estamos saturados de palabras, de impresiones, somos un puro bullir sin pausa. Atención, concentración, suspensión incluso, serían formas de nombrar pequeñas rupturas que somos capaces de conseguir, cada uno a nuestra manera. El que suspende por un momento la retórica, y la palabra tan usada le suena entonces con un poder nuevo. El que vuelve a leer el poema, porque hay algo en él que sabe que no ha llegado a oír, y luego aún otra vez. El que de pronto empieza a ver en el lienzo, aunque se mueva un tumulto alrededor, la huella de las pinceladas, la intensidad de una esquina mínima de color, y se llena entonces de tensión. Pero escribir, leer, mirar es eso.

La literalidad es una cuestión que siempre ha estado presente en sus reflexiones. Atendiendo a Lacan, cuando afirma que “una cosa es lo que uno dice y otra lo que quiere decir”, ¿lo que dice el poema, queda de algún modo al margen del poeta?

Supongo que muchas veces ocurre así: “una cosa es lo que uno dice y otra lo que quiere decir”; el propio carácter de la lengua lo implica. Pero también creo que es imposible llegar a lo segundo sin haber atendido plenamente a lo primero, “lo que dice”. Escuchar es escuchar “lo que dice”. 

Y esto que matizo tiene que ver con el lugar de la literalidad. Es cierto que ha ido tomando un papel fundamental en mi reflexión, en dos aspectos que se me hacen casi inseparables. Primero, al escribir, porque ese punto mínimo de suspensión de la retórica al que acabo de referirme pasa por una recuperación de la literalidad, por ser capaz de oír cómo una palabra retiene como nuevo su primer sentido, su sentido inmediato; oírlo para hacerse con ella, para pronunciarla. Y, segundo, al leer, aunque ya se ve que es casi lo mismo: quizá fueron mis largos años de profesor de secundaria los que me enseñaron el punto de pérdida de realidad en que estamos formados, y de pérdida del sentido; ese preguntar primero “qué quiere decir esto” (y todas sus derivaciones presuntamente poéticas: qué se simboliza, de qué es metáfora, etc.), sin reparar sobre todo en “qué se dice”; leer primero lo que literalmente está dicho me parece condición obligada para seguir leyendo, aunque ello requiera una reeducación completa, desaprender todos los hábitos de la analogía, del traslado de sentido, que con frecuencia conducen a la pérdida de pie, a una extraña e inane flotación o floración verbal.

“… la obsesión/ del propietario aún no ha conseguido/ que florezca un jardín/ en el pinar...” ¿De qué depende que el poema florezca?

De mi resistencia a hablar en general y de mi empeño en ir siempre a las frases precisas del poema, se deduce que no podría responder. Tampoco creo que pueda saberse antes de la escritura, como si tuviéramos una especie de programa que cumplir escribiendo. Más bien, cuando nos encontramos con un poema que lo es, lo reconocemos y podemos pensar de qué ha dependido que cristalice; y, por suerte o por desgracia, la respuesta –si la encontramos– no se suele repetir. Lo demás serían fórmulas teóricas un poco vacías de realidad, a falta del poema en concreto: hablar de aquella “corriente química”, de una integración íntima de mundo y lengua, de una intensa particularidad, de un fluir, de un peso o una ligereza, de una acuñación...

“Hay una línea recta en el mapa/ que une este punto y el mar”. ¿El camino más corto, para el poeta, suele ser el extravío?

O, como decían las retóricas de hace unas décadas, el desvío. Es cierto que perderse puede ser el mejor camino a veces, si no se pierde también la atención; pero también pueden serlo la línea recta o una espiral. Lo dicho: preguntarse cuál ha sido el camino en cada caso.

“Con instinto y costumbre”, ¿así se escribe?

El poema del que procede esa frase expresa fascinación ante el modo en que una persona se da crema en las manos, y dice: “con instinto y costumbre / se mueven como animales pequeños, / con tanto saber impensado”, esas manos. Instinto y costumbre, saber impensado, vendrían bien, sin duda, a quien escribe. Pero en otro poema, que –por cierto- partió de alguna nota a pie de página en la que se explicaba el método de trabajo de Wittgenstein, se lee: “no recuerda lo escrito / antes y, en el desorden de la memoria, / encuentra palabras libres / que pesan”. También se escribe así.

“Mucho tiempo ha pasado/ en estos días”. ¿De qué modo brota el tiempo poético?

“La vida” es un poema que se basa en la película del mismo título de un director chino, Wu Tianming; en él reconstruyo la historia de amor y desdicha que ahí se cuenta, moviéndome entre los dos personajes, aunque casi todos los lugares, los paisajes, son –digamos– míos, de aquel momento. Por tanto, los versos citados se refieren a un tiempo de la vida, el del encuentro amoroso; ahora que lo pienso, es un poema con muchos tiempos, donde las distintas temporalidades van sucediéndose: la detención, la impaciencia, la espera, el incurable desajuste de unos y otros tiempos personales, la desesperación. Sabemos que en la vida y en los poemas hay muchas clases de tiempo, aunque en el curso cotidiano nos devore eso que suelo llamar “la enfermedad del tiempo”. Creo que, con el paso de los años, cada vez me ha ido interesando más el presente, sea como momento aislado, como flujo imperceptible en que todo se va superponiendo, como núcleo al que se va y viene desde otros tiempos. Esa idea de la particularidad, que tiende a ver el poema como acontecimiento, quizá requiere el presente. El deseo de realidad se da en presente.

Cuando revisita sus poemarios, ¿en cuál de ellos se siente más usted?

He seguido eligiendo poemas antiguos en mis lecturas, en la medida en que podía seguir sintiéndolos vivos; así, durante muchos años las comenzaba leyendo “Pierrot le fou”, escrito a mediados de los 80. Pero esa cualidad es variable, no se mantiene cada vez; de pronto, en un poema que recuerdas con asentimiento, algo se te vuelve rígido, te cuesta volver a entrar en su modo de hablar. Con esa salvedad, confieso mantener buenas relaciones con muchos de mis poemas, no he perdido el hilo, tiendo a reconocerlos y a reconocerme en ellos. Pero, si tengo que hablar de libros, me parece especialmente mío Tienda de fieltro. También El sentimiento de la vista, pero es mi último libro, no ha tenido la oportunidad de desgastarse a mis ojos, hay que darle más margen al juicio.