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Daniel Fuentes y la cubierta de su novela

Entrevista

30 Mar 2020

Daniel Fuentes Casado, escritor

“Nos gobiernan aplicaciones desarrolladas en Silicon Valley por niñatos veinteañeros que lo único que quieren es pegar un pelotazo”

Esther Peñas / Madrid

Que la tecnología llene el vacío de vivir es la esperanza de muchas personas incapaces de afrontar la vida misma. Como la libertad, el amor, la poesía, la belleza, la vida duele. En un momento histórico en el que lo real y lo irreal –como en los mejores relatos de Philip Dick- apenas se distinguen, Daniel Fuentes Casado, este escritor de poco más de cuarenta años, madrileño, ingeniero técnico aeronáutico y licenciado en Teoría de la literatura y literatura Comparada, reflexiona en su primera novela, prologada por Luis Landero, sobre cómo convivir con la realidad y la tecnología. El resultado, El hombre analógico (Editorial Nazarí), que aún -por circunstancias de la contingencia sanitaria- no está disponible en papel, pero sí en formato electrónico.

¿Qué ventajas presenta el hombre analógico frente al hombre digital (izado)?

Ya éramos igual de listos o de gilipollas como especie, pero antes estábamos menos sojuzgad@s por la tecnología. Antes de los smartphones ya había vida inteligente. Lo juro. Doy fe de nativo no digital, otro mundo era posible. Incluso quedábamos y llegábamos solit@s a los sitios, fíjate. Hasta la gente se preguntaba por la calle y todo. En las salas de espera se charlaba en vez de estar todo el mundo engolfado en pantallas. Es cierto que hacía tiempo ya que el homo catodicus consagraba buena parte del día a la tele, que ocupaba un espacio de completa centralidad en el espacio y en el tiempo de la casa, de las conversaciones y la vida familiar. Pero cuando salíamos a la calle no estábamos permanentemente geolocalizad@s. Conservábamos una cierta autonomía, y eso por no hablar de la intimidad. No llevábamos un bicho en el bolsillo que denuncia y espía nuestras conversaciones. Nos hemos metido el Caballo de Troya en casa, del que nos hemos vuelto dependientes para orientarnos, hablar, (in)comunicarnos de diversas maneras y hasta para pagar. Todo eso ya lo hacíamos antes sin necesidad del smartphone. La propia palabra lo dice: el inteligente es el teléfono, a costa de tullir al humano. Perder ahora el móvil es como que te amputen el miembro social. Es como ese cuento del reloj de Cortázar, que defiende que cuando a alguien le regalan un reloj le joden la vida, porque le regalan prisa. Si a alguien le regalas un móvil, le regalas prisa, exigencia, control, espionaje. Parece ser, por cierto, que ahora el móvil es el regalo estrella en la comunión, a los 8 ó 9 años, es ya casi un rito de paso.

Para bien o para mal, otra cosa que se ha perdido es que antes se podía estar elucubrando durante horas sobre un dato, porque no había manera de contrastarlo. No es ya que el móvil sea un fármaco de la memoria y la sabiduría, como decía Platón en el mito de Theuth y Thamus sobre la escritura. Ha cambiado la pauta de elucubración, la de lectura (se ha dejado casi de leer) y también ha cambiado la de escritura. Ahora el pulgar oponible se utiliza para teclear. Y da igual si lo haces mal. Ya está el teléfono para corregirte. Por supuesto ha cambiado la pauta de conversación: además de no poder elucubrar, las conversaciones con l@s presentes se interrumpen y la atención se va a constantemente a conversaciones con personas ausentes o remotas. Ha cambiado hasta la pauta audiovisual: se mira el móvil mientras se lee el periódico en el ordenador y la tele está puesta. Es una triple alienación. Se mira el móvil hasta en el cine. En un emoticono caben mil palabras, y no todo se puede contar en un vídeo de un minuto. Y el que avisa no es traductor…
 
Por otra parte, parece de justicia poética. La misma tecnología que nos permitió emanciparnos de la precariedad de nuestra especie y hacernos los amos del planeta ahora nos somete y puede que nos aniquile.

¿De qué depende que uno mantenga buenas relaciones con lo real?

Es una de las grandes preguntas que cada cual tiene que resolver para su propia vida, un trabajo personal en el que nadie nos puede ayudar. Por supuesto, sigo buscando respuestas a diario.

El término realidad en general es demasiado vago.

En realidad, la tecnología engloba otras muchísimas cosas (empezando por el fuego, la rueda, la palanca, la brújula, la agricultura, las vacunas…, etc., muchas de ellas benéficas), pero vamos a centrarnos ahora en los dispositivos digitales. Le guste a uno más o menos, si decides no vivir en una caverna solo, tienes que claudicar al contrato social vigente en cada época en alguna medida. Sin necesidad de llegar ser un neoludita, si decides, por ejemplo, estar fuera de grupos de whatsapp, que tampoco parece tan radical, no te vas a enterar de cuando quede la gente. Así de simple, y lo digo por experiencia. No quiero decir con esto que tus amigos no te quieran, son simplemente prerrogativas que nos ha tocado vivir. Cuando solo teníamos un fijo en el salón de casa, quien no lo tuviera también estaba fuera de juego ni tenía sentido esperar que te mandaran telegramas o te escribieran por Morse, y si no tenías tele no te enterabas de la peli de la que todo el mundo hablaba al día siguiente. Decía Marshall Mcluhan aquello de que el medio es el mensaje, y esa realidad se nos ha impuesto con verdadera brutalidad. Es una forma  incruenta pero generalizada y muy violenta de agresión de la que tod@s participamos, lo cual es tanto como decir que nadie tiene la culpa.
 
A esto hay que unirle que vivimos gobernad@s por programadores, publicistas y algoritmos, con periodos de obsolescencia incompatibles y poco saludables para nuestra especie. Las personas hablan de marca personal y hasta los países son ya una marca. El perfil de instagram de gente (y no toda muy joven) es una galería idéntica de morritos, poses y señales de victoria. Es una verdadera tiranía gremial. Solo que la hemos naturalizado. Nos gobiernan aplicaciones desarrolladas en Silicon Valley por niñatos veinteañeros que se creen Zuckerberg y lo único que quieren es pegar un pelotazo y  ser milmillonarios antes de los 30 y lo demás les importa una mierda. Nos parecería distópico posar con un birrete de esos que les ponen a los honoris causa, o vivir gobernados por una caterva de matemáticos sádicos que nos obligaran a resolver ecuaciones diferenciales para acceder a una plataforma; o por latinistas que programaran dispositivos en latín y griego para robarnos datos o por filólogos que nos obligaran a hacer una reclamación en endecasílabos y rima consonante. La misa en latín era, en buena medida, no lo olvidemos, una estrategia de comunicación política para empequeñecer a los feligreses que no lo hablaban (la mayoría) e investir de oráculo a los sacerdotes.

La tecnología está fuertemente codificada, y parece que si no la entiendes eres tonto/a. No sé si es lo que se persigue, pero desde luego se consigue que la última humillación se la inflija el propio usuari@, que se sienta torpe y culpable, que se flagele como un ser analógico en penitencia permanente. Y eso por no hablar de cuestiones legales. Casi todo lo que ocurre en la red es como mínimo alegal, cuando no un delito flagrante. De acuerdo en que no es fácil y que la tecnología nos ha pillado, y a mí el primero, en pelotas analógicas, pero uno se pregunta qué están haciendo las autoridades y las familias.  El e-mail tiene ya 20 años y Facebook 15. Se podía haber ya hecho algo. Es una hegemonía indiscutida. Los  medios no se autocuestionan. No hay debate ni reflexión ni crítica sobre esto.

¿Cómo es posible que sobre todo l@s adult@s hayamos entrado al trapo sin contestación? Cualquier noción de privacidad o intimidad anterior ha dejado de existir  tal y como la conocimos. La presión ambiente es tal que ya no nos detiene ni la pereza, ni el miedo ni el conservadurismo, siempre tan resistentes a los cambios. La gente de 60 años ahora resulta que no puede vivir sin Whastapp, cuando apenas entró en nuestra rutina hace 3 ó 4 años. Los dispositivos Samsung, y lo sé porque ahora tengo uno (sí qué pasa, yo también he entrado al trapo), te obligan a tener un correo de gmail y a tenerlo permanentemente abierto. Es condición sine qua non que te dejes robar los datos para entrar el juego. O eso o estás fuera. Es el atraco perfecto porque nadie te pone una pistola en el pecho. Y eso que yo no sé de la misa la mitad.

La sensación de que cuando uno por fin ha aprendido algo ya no sirve para nada es antievolutiva y devastadora para un individuo. Cuando aprendes a manejar las mil herramientas de un móvil, está ya obsoleto. Y digo, ojo, obsoleto, que no roto. No es que le pase nada malo, es que hay movidas que tienes que actualizar quieras o no para el bicho siga funcionando. Las aplicaciones son cada vez más y más pesadas, hasta que el pobre aparato ya no puede con su alma.  

El problema es que el precio de no vivir en una caverna sin tecnología y solo, demasiadas veces es vivir en una caverna acompañado de otros galeotes, mirando cada uno su propia pantalla, que es la única sombra de la realidad que parece interesarnos.

Si hablamos por ejemplo, de la realidad laboral, sobre todo últimamente, parece que comparte cada vez más designios con la Divina Providencia, y además de ser inescrutables cambian constantemente. Uno se pasa media vida preparándose para hacerse compatible con la realidad, aunque no aspire a entenderla: aprendes a montar en bici sin ruedines, a distinguir los cubiertos en un restaurante elegante y a no eructar en la mesa para ser una persona de mundo, te pasas preparándote (especializándote en algo, estudiando o aprendiendo un oficio) un tercio de tu vida para hacerte compatible con la realidad y cuando por fin das el salto... pum, de repente la realidad ha cambiado y vuelves a ser incompatible. En un mercado laboral pletórico como el que vivimos, la realidad cambia cada pocos meses o años, al ritmo que marca un mercado cada vez más cortoplacista. Como primates sociales que somos, es antiadaptativo, y como humanos, un delirio terrible, y no digamos para el planeta. Y luego está la cuestión de que a la realidad le importamos nada. La realidad es implacable con quien no es compatible con ella.

Por cierto, no me parece ocioso apuntar que esta entrevista se hace después de que el gobierno haya prolongado dos semanas el estado de alarma, en plena crisis del coronavirus, que ha cambiado cualquier noción anterior de realidad conocida. Ahora nuestra realidad es estar en casa y en cuarentena, y el que no sea compatible, queda detenido o ingresado. Cuando pase la alerta, asistiremos a una nueva realidad, a un orden nuevo que ni remotamente estaba en la hoja de ruta, y con el que sin embargo tendremos que ser compatibles. Y el que  avisa, no es traductor.

La tecnología… ¿será el Apocalipsis?

De nosotr@s depende, todavía estamos a tiempo. Aunque está escrito precisamente en el Apocalipsis que está en nuestra condición de humanos volver a por uvas poco después de una debacle.

El año pasado se conmemoró un siglo del fin de la Primera Guerra Mundial. La Humanidad asistió por primera vez a una devastación sin precedentes, la infantería ya nada podía contra la artillería y la aviación. Por fin se cumplía de una vez por todas y para siempre jamás la tesis de Cervantes, pero en edición macabra, corregida y aumentada: las armas son y en el futuro serán sin discusión más fuertes que las letras, por mucho que nos irrite.  De la II Guerra Mundial y la bomba atómica todavía no se han cumplido ni 75 años. Es muy inquietante que los tratados de no proliferación nuclear sigan incluyendo una cláusula que garantiza la destrucción total mutua entre potencias. En otro orden de cosas, en el metro uno contempla a gente talludita que hace 20 años seguro que iba leyendo y ahora va jugando con el móvil. La pauta de lectura ha degenerado hasta el emoticono, es una guerra mundial de abducción cognitiva todavía no suficientemente investigada ni denunciada. Lo del Coronavirus tiene algo de plaga bíblica o de guerra bacteriológica o ya veremos en qué se va transformando, pero la guerra económica y bursátil no ha hecho más que empezar...
 
Por otra parte, calma, que si no queremos ponernos apocalíticos, también, también hay motivos para el optimismo. Internet es uno de los grandes logros de la Humanidad y tiene propiedades casi mágicas: es lo más parecido al teletransporte, a la telepatía y a la crónica de Akasha que nunca hemos estado. Simplemente, tenemos que recordar que a las doce la carroza se vuelve calabaza, que el zapatito de cristal da calambre y que el hada madrina vende nuestros datos.

Siguiendo con las razones para el optimismo: harto de fotografiar los horrores de la guerra, Sebastião Salgado se reconcilió con el mundo cuando supo que el 50% del planeta seguía como hace 10.000 años y plantó más de un millón de árboles. En su día se prohibió la bomba de hidrógeno, y los gallitos del corral se amedrentaron con la crisis de los misiles; incluso cuentan que ni el tarado de Yeltsin se atrevió a apretar el botón del maletín nuclear después de una melopea de vodka y conspiranoia. Como especie hemos sobrevivido a un cow-boy alucinado como Bush, a la guillotina, al Vesubio, a Treblinka y a Chernobil. Con la Inteligencia Artificial tendremos que llegar no a un simple pacto de no agresión con una posibilidad de “destrucción total mutua” como el de las potencias nucleares, sino a un pacto primero como especie: aquí mandamos los humanos, y los robots están a nuestro servicio y al del planeta. Y punto. A pesar de todos los problemas que Asimov plantea, creo que sigue siendo mejor que se programen los robots de acuerdo con sus leyes de la robótica que de acuerdo al apocalipsis de Inteligencia Artificial que plantea el Skynet de Terminator. Si no limitamos el poder de la Inteligencia Artificial, puede ser nuestro fin. Revisemos por favor Terminator, aunque tenga mucho más de ficción que de ciencia: puede pasar pronto si no tomamos nota ya. En 2015 Facebook apagó su sistema de Inteligencia Artificial cuando descubrió que se autoprogramaba en un código que ni los informáticos entendían y que se comunicaba con otros dispositivos de Inteligencia Artificial sin ningún concurso humano. Muchas centrales nucleares y de misiles y operaciones bursátiles ya están actuadas por Inteligencia Artificial, así que cada cual saque sus conclusiones...

Aunque en esto sea juez y parte, creo de corazón que como especie somos increíbles. Capaces de lo mejor, aunque desgraciadamente, como sabemos, también de lo peor. Somos, que sepamos de momento, el único rinconcito del universo con vida. Aunque soñemos y fantaseemos con que haya otros. No creo del todo en la teoría del caos, que es, de momento, solo eso, una teoría. Me inclino a creer que nuestra especie tiene un destino, aunque, por supuesto, no lo puedo demostrar ni tengo claro cuál sea. Que estemos a la distancia justa del sol para la vida, que nuestro planeta tenga el tamaño que tiene para que la gravedad sea la justa y  que la atmósfera sea como es, ni más ni menos densa, y filtre los rayos UVA tal y como los filtra para que no nos abrasemos; que todas las constantes universales valgan los que valen, ni un orden de magnitud más ni uno menos... son demasiadas variables aleatorias unidas como para que el improbable experimento de la vida resulte bien. La vida se ha extinguido casi por completo cinco veces, y aquí seguimos…, a veces parece que empeñados en la sexta extinción... Arriesgo una hipótesis antropológica: como especie se nos estrechó la pelvis y el canal del parto (cosa, por cierto, muy poco adaptativa) para poder ponernos de pie y admirar este fenómeno espectacular de la vida desde un ángulo privilegiado. Con la bipedestación liberamos las manos, para más y mejor aplaudir. Más que un mecanismo de adaptación, el aplauso es un magnífico mecanismo de autoafirmación de nuestra especie... el pulgar oponible sirve, entre otras cosas, para darnos palmaditas en el hombro... Estoy orgulloso de ser humano. Creo que nuestra especie está preparada para todo. Para colonizar otros planeta, para  vivir en éste un millón más de años si queremos o para irnos al garete en dos generaciones. Incluso para sobrevivir al holocausto de la tecnología. Pero está escrito que sucumbiremos antes que el planeta. Es de justicia. La Tierra estaba mucho antes que nosotr@s… somos huéspedes.
 
En estos tiempos digitales la cultura apenas tiene valor alguno. Esta situación, ¿podrá revertirse?

En primer lugar hacer unos apuntes sobre la noción de cultura, que, así en general, es muy vaga. La cultura es una metáfora agraria y entra tardíamente en castellano con la acepción que tiene hoy día, todavía muy deudora del Renacimiento y la reconstrucción de la cultura clásica, de planes de estudio decimonónicos o de clasificaciones muy discutibles entre las llamadas ciencias y las letras, o entre “ciencias naturales” y “ciencias del espíritu”. Todavía mi generación (una de las últimas que hizo B.U.P. y C.O.U.) estudió un año de latín obligatorio (lo cual me parece estupendo, yo hubiera estudiado más con mucho gusto) y no de programación, de danza o de cómo distinguir setas silvestres. Digo esto para constatar el peso de la tradición clásica. De la misma manera que un fantasma recorría los institutos diciendo que las ciencias tenían futuro y las letras no, o que la ciencias eran para listos y las letras no, el mismo fantasma decía que la gente de letras es culta y la de ciencias no. Este resabio persiste todavía hoy hasta en los concursos de televisión. Por ejemplo, en el indestructible Saber y Ganar (¡Viva el impar Jordi Hurtado!) apenas se hacen preguntas de “ciencias”. No lo digo ni siquiera como crítica. Se considera de “cultura general” saber quién fue Robespierre, pero no explicar el teorema de la altura o los orgánulos de una célula vegetal, que son cosas, todas las tres, que se estudiaban en primaria.

No tenemos tiempo de hacer aquí una poética, ni me quiero poner postmoderno, que no lo soy, y por supuesto no digo que valga lo mismo la mierda de artista de Piero Manzoni que la Capilla Sixtina. Pero las nociones de alta cultura, o trascendente, o académica o cómo rayos se diga, frente a una cultura mundana o de andar por casa o de masas están permanente definiéndose. Y lo que hoy puede ser popular mañana es elevado y viceversa. Las comedias de Lope hoy son altísima cultura, mientras que en su día eran un espectáculo vulgar. Cuando Pilar Miró rodó El Perro del Hortelano en cine hace 25 años estaba haciendo vanguardia. Los cánones van y vienen. Luego está la paradoja de que para ser muy culto de algo tienes que convertirte, etimológicamente, en un idiota: estar ensimismado en lo propio es la única manera de intentar ser especialista en algo, de ser “muy listo” en algo, a costa de no saber nada de nada en todo lo demás.

Quiero decir con esto que la noción de cultura o de lo que es un persona culta va a cambiar mucho en los próximos años, no sé muy bien hacia dónde, y no sé si para bien. Seguirá siendo, en cualquier caso, un concepto oscuro y difuso.

Cuando un@ habla con alguien que tiene 20 años menos y descubres que ni ha oído hablar de “Lo que viento se llevó” o que no sabe quiénes son los Hermanos Marx o Chaplin, o ya ni si siquiera les suena Matrix o Titanic, alucinas, y te pones apocalíptico y sientes tentaciones de sentir que tu generación es más culta que la anterior y que a dónde vamos a parar y de que el mundo se va al garete. Pero cuando estudias una lengua extranjera y ves a un niñ@ nativ@ de 7 años que la habla a la perfección, con sus declinaciones, sus verbos y sus plurales en su sitio, es una cura de humildad para cualquier ínfula de sentirse listo o culto. No digamos cuando ves a alguien bilingüe cambiando de idioma sin darse importancia. Es como un superpoder de andar por casa que algunas comunidades de hablantes tienen. O cuando ves la naturalidad con que los nativos digitales manejan las redes, me da envidia de que no sepan la suerte que tienen de no enfrentar los mismos problemas que enfrentamos los que sí conocimos el mundo antes de Internet. Y a la vez me da pena que no hayan escrito o recibido una postal en su vida. Cuando viví en India flipé con la cantidad y calidad de las cosas que allí no sabían y que a uno le parecen básicas, sin darse cuenta de que son resabios culturales. La cantidad de prejuicios que uno tiene sin saberlo. Lo mismo les pasó a ell@s conmigo, claro,  que se asombraban de que en occidente no sepamos quién es Shahrukh khan (el actor más famoso de Bollywood y el que más seguidores/as del mundo tiene en redes sociales) o de yo no supiera quiénes eran Dhoni o Kohli, los dos jugadores de críquet más famosos, que sería como no conocer en occidente a Michael Jordan  o a Ronaldo. Por cierto, que un partido de críquet ya es en sí mismo ininteligible para los no iniciados, o los no cultos, o los no duchos, o los no avisad@s en críquet.

Entiendo que para que la noción de cultura no cambiara habría que parar el mundo. Esto que nos parecía imposible, después del Covid ya no nos lo parece tanto. Por elucubrar, propongo un ejercicio mundial de regresión vintage contra la entropía: la manera de revertir esta situación podría volver a ser a formatos de cultura conocidos: volver a ir al cine en vez de ver series en plataformas; volver a escuchar seriales en la radio en vez de podcasts; bailar twists en  guateques al ritmo de un vinilo; volvernos a llamar a los fijos, y no cambiar citas cada 5 minutos. No sé si es posible, ni si quiera si es recomendable o deseable. A ver qué pasa después del coronavirus, pero volviendo a la etimología de cultura como metáfora agraria y a tu pregunta, cada vez más le dan ganas a uno de  volver a la caverna a hacer fuego y a vivir como vivieron nuestros antepasados no hace tanto, a cultivar el jardín, a mirarse para adentro. A plantar árboles como Sebastião Salgado. A volver a leer novelas largas sesteando, entre moscas y un botijo. Tenemos un país entero que repoblar y reconstruir después del Coronavirus. Y a los que me acusen de primitivista, refractario o neoludita, para su tranquilidad les recuerdo que en la cueva, al menos en la mía, puede haber Wifi, que estén tranquilos, aunque será como hacerse trampas al solitario o como meterse un caballo de Troya en casa... (y el que avisa, ya lo hemos avisado, no es traductor).

¿Qué no cabe en un código binario?

Cualquier animal es un ejemplo insuperable de tecnología adaptativa. Y los humanos somos una tecnología maravillosa e inigualable. Tenemos una capacidad de adaptación inespecífica como ninguna otra especie. Para cualquier operación que no sea una mera computación de datos, operaciones o cálculos, somos la creación más perfecta de la naturaleza, a pesar de nuestros muchos defectos. A pesar de mil desastres, o precisamente por ellas, somos maravillosos o pésimos improvisando, pero al menos capaces de hacer cosas que no están programadas. Podemos tocar, oler y saborear. Podemos crear vida y otras muchas cosas. Tener orgasmos. Reír y llorar. Querer, odiar y perdonar. Puede que nos huelan mal los pies, pero hasta para eso tenemos remedio.

Sé que es una obviedad, pero conviene que lo recordemos a diario, sobre todo si estamos dentro de Matrix: compensa más engendrar un  hij@, o al menos intentarlo, que estudiar programación. Aviso para navegantes: es más rápido, eficaz y divertido. La tecnología más perfecta que podamos hacer no la conseguiremos con ceros y unos. Los  robots todavía están muy lejos de poder llorar.

Aventuro que el próximo gran invento de este siglo será el profiláctico contra la barbarie tecnológica. Estoy trabajando en él en algo que no se si llegará a novela...
 
En una sociedad que, además, está restringiendo cada vez más el uso del humor, ¿se puede vivir en paz?

El humor es una especie de cláusula no escrita en la paz perpetua. Se puede conseguir más a través de un chiste que de cien tratados.  La paz en un sentido evangélico y la comunión entre la gente de buena voluntad sería el caso límite de un mundo en que no haría falta el humor. Los casos límite, aunque no puedan existir, son útiles para explicar casos de este mundo nuestro, que desde luego existe.

En realidad lo más serio que hay es el humor, que permite tomar la realidad a broma. Y aunque el humor sea lo más serio, paradójicamente, hay que tomarlo a broma. En algunos países advierten que hay que tener cuidado con las bromas, porque se tomarán en serio. Si te preguntan si vas a matar al presidente o a poner una bomba y se te ocurre ponerte irónico, se lo toman en serio y puede ser utilizado en tu contra. Esa presunción de seriedad del humor puede resultar ridícula y criminal.

Y eso que últimamente nos estamos tomando el humor y la realidad y a nosotr@s mism@s demasiado en serio, y claro, así nos va…Además nos estamos tomando a broma cosas serias y otras cosas serias demasiado a broma. No es un retruécano. Hay un neototalitarismo de redes que no tiene ni puñetera gracia y desde luego  muy poco sentido del humor y, más que como un gran hermano único y omnisciente, funciona con legiones de millones de cuñados cabreados que comparten información sin contrastarla. Una especie de rebelión de las masas, pero con afán de revancha: troles frustrados armados con móviles y amparados en el anonimato de la red.  El periodismo ha claudicado y es un amplificador del Twitter. El periodismo de investigación está desapareciendo. La edición en papel de primera hora de la mañana ya está obsoleta cuando sale.

Hablábamos de paz más arriba. Y cuando digo paz, no hablo de la paz evangélica, sino de que la gente no se mate a tiros por la calle, que aunque parece que no es mucho pedir en demasiadas partes no existe, así que no la demos tan por sentada, y si no, que se lo pregunten a la generación de nuestr@s abuel@s. Si uno pone la tele en estos tiempos de paz, desde luego no lo parecen. Hay gentuza que se ha tomado la paz a broma, y lo digo en serio.

Volviendo a la noción de cultura de más arriba, dicen los traductores que lo más difícil de traducir es la poesía y el humor. Cuando viví en Alemania, alguna vez intenté traducir un sketch de La hora chanante  a mis compañeros de piso, con los que hasta ese momento siempre me había entendido bien.  En 10 segundos me di cuenta de que iba a ser imposible traducirlo ni remotamente. El humor y sus límites es muy cultural y coyuntural. Imagínate traducir a Chiquito de la Calzada. Si revisamos, por ejemplo, el Un, dos, tres, programa estrella para todos los públicos en horario de máxima audiencia hasta hace 15 años, salía el humorista Arévalo haciendo chistes de gangosos o “mariquitas”. En Euskadi no se pudo hacer Vaya semanita hasta poco antes de que ETA se disolviera, y estoy seguro de que este programa contribuyó a la paz más que la mayoría de políticos... El tipo de humor y ficción que se hace es reveladora de una época. En los Óscars de su año, estuvo nominada sin escándalo Pretty Woman, que se clasificaba como película romántica, cuando hoy día se consideraría la historia de un yupi putero cuarentón abusando de una veinteañera sin recursos. A Almodóvar no le dejaron estrenar Átame que es, en otras cosas, una historia de secuestro y amor, pero el mismo año Disney estrenó la Bella y la Bestia, que es una historia de secuestro para todos los públicos con el agravante de bestialismo y síndrome de Estocolmo. Hablando de bestialismo, en India he visto a adultos capaces de reírse mientras apaleaban a un perro sin motivo y acto seguido reírse o llorar en el cine con una película sonrojantemente mala, que para un occidental resultaría una especie de video clip kitsch de tres horas salpicado de coreografías más o menos vistosas.

Digo esto porque los límites de lo obsceno, lo que se puede mostrar y lo que no, lo que se debe y lo que no, son muy cambiantes. Y el humor se sitúa justo en la frontera. Y sirve por lo menos para mostrar que la frontera no es rígida, que de hecho cambia constantemente, y que si estuvieras al otro lado, a lo mejor también tú te reirías de ese otro tú, el que ahora está de este lado riéndose de alguien, a lo mejor incluso de ese tú de enfrente... y viceversa... y así hasta el infinito o todo lo contrario. Ya lo advertía Machado: Busca a tu complementario/que va siempre contigo/y suele ser tu contrario. Y el que avisa, ya lo hemos dicho, no es traductor.

Si el que avisa no es traductor, ¿qué cosa es?

Al principio pretendía solo ser un juego de palabras para el que conociera el adagio italiano: traduttore, traditore, sobre todo cuando no sabía muy bien qué decir. Algo así como los famosos cuando no saben qué contestar y empiezan diciendo que se alegran de la pregunta y  luego hacen un ahhhhh muy largo. En lugar de decir el que avisa no es traidor, me parecía más gracioso decir “el que avisa no es traductor”. Ya sé que así explicado no tiene ni puñetera gracia, si es que en algún momento tuvo alguna.
Hay muchas clases de avisos y de avisadores. Facebook te recuerda los cumpleaños de colegas. Hay oráculos sagrados y mensajeros que te avisan de que tienes un alto designio que cumplir y gente que denuncia desde los balcones a alguien que saca dos veces la basura al día durante la cuarentena. Siempre ha habido clases y clases. Hasta de avisadores... Y el que avisa...