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Ignacio Castro

Entrevista

14 Feb 2020

Ignacio Castro, filósofo

“Nos pasamos el tiempo conectados a la cobertura para salvarnos de vivir”

Esther Peñas. Foto: Jorge Villa / Madrid

Lluvia oblicua (Pre-Textos) es un ensayo impertinente e incómodo, pero oportuno. ¿Queremos ser libres? ¿Por qué preferimos estar conectados antes que vivir? ¿Por qué la indiferencia es más letal que la respuesta violencia? ¿Qué porción de violencia se requiere para vivir? ¿Qué lugar ocupa la belleza en nuestra vida? ¿Combate, lo bello, la nube de smog? ¿Y Dios? ¿Acaso no son más honestos los credos de antaño, que preservan lo sagrado, que esta estructura sucedánea neocapitalista? ¿Es posible retomar el ritmo y los afectos de las comunidades o estamos abocado a la sociedad de individuos que no son, que tampoco están? De todas estas cuestiones y algunas más da buena cuenta el filósofo Ignacio Castro, que presentará el libro el próximo miércoles, 19 de febrero, a las 19 horas en Casa de México (Calle de Alberto Aguilera, 20, Madrid).

«Nos pasamos el día eligiendo…» ¿lo intrascendente, lo mortífero, lo banal? 

Nos pasamos la vida eligiendo cualquier cosa (a ser posible secundaria: ¿azúcar o sacarina?) que nos libre de la obligación moral de elegir fuera del menú de la oferta consumista, que hace tiempo que ya incluye la ideología política. Es decir, nos pasamos la vida eligiendo para huir de la «fatalidad» natal de la que venimos, fuera de cuya escucha no puede haber ninguna autonomía, libertad ni salud.  

¿En qué momento perdimos la «obligación moral de dialogar con el claroscuro que somos»? 

Hace mucho tiempo. El hombre siempre ha tenido esta tentación; la mujer, menos. Pero la Ilustración y la Revolución Industrial le dieron un giro de tuerca a este viejo sueño de la especie, el de encontrar una prisión confortable (nivelada para todos) que nos libre de la vida. Desde entonces creemos haber superado la noche de la que venimos. Es nuestra forma universal de racismo, que incluye despreciar el pasado y tres cuartas partes de la tierra. Por supuesto, es una ilusión adolescente propia de una sociedad senil, pero una ilusión poderosa que nos hará muy infelices.

Si tememos tanto a la vida como insistes en el ensayo («la desconexión es vital para que ocurra algo»), ¿por qué, a su vez, nos aterra la muerte? ¿acaso vida y muerte son dos momentos de un todo? 

Tememos a la vida porque la vida es mortal. La muerte es solo el enigma de cada vida, lo que ella tiene de inapresable, en cada uno de sus momentos cruciales. Nos pasamos el tiempo conectados a la cobertura (técnica, social, histórica) para salvarnos de vivir. La modernidad es una versión laica de la vieja idea de salvación, pero sin la cosmovisión y la sabiduría ancestral que emanaba de las religiones.  

«Hay una inteligencia, un valor y ciertas decisiones que sólo pueden venir de las emociones». ¿Cuándo dejarse guiar por la emoción y cuándo «mantener la cabeza fría»? 

Las emociones han de ir por delante, de otro modo estamos muertos en vida (¿es casual que tengan tal éxito las series de zombis?). Mantener la cabeza fría es una tarea ascética e intelectual importante, para mujeres y para hombres, pero después de que hayamos vivido algo personal, sentido y sufrido. Si el sistema anímico de cobertura social (el espectáculo de la opinión y la información) va por delante, y ya no podemos sentir nada por cuenta propia, ni llorar por nuestros íntimas e inevitables pérdidas, la cabeza fría, con este privilegio masivo del cerebro, se convierte en una máquina policial que nos encierra en un ensimismamiento estéril. Es este mutismo del prójimo que vemos por doquier, catatonia de presencia real que malamente puede compensarse con las conexiones virales en red.  

«La llamada postverdad comienza con una insólita posibilidad de mentirse a sí mismo». Pero esto, ¿hasta qué punto es posible? 

Mentirse a sí mismo, no dejar que las percepciones individuales lleguen a la cabeza, se ha vuelto relativamente fácil una vez que cada uno de nosotros vive acompañado de una inmensa multitud de posibilidades, coreadas en pantalla. Si nos pasamos la vida «compartiendo», antes de vivir nada a fondo, la mentira está garantizada. Y la peor de las mentiras, pues ni siquiera recordamos cuál era nuestra versión original de las cosas. Después la información y los políticos hacen maravillas con esta desmemoria de la gente, una humanidad que ha delegado sus sentidos en el Dios social, en el poderoso Estado-mercado.

«Faltan traumas reales»; ¿esto en sí mismo no es el peor de los traumas? 

En efecto, así lo veo. Un precioso libro reciente decía que los mimos son la peor forma del maltrato. El orden social, para convertirnos en inválidos conectados, nos regala continuamente facilidades envenenadas que nos hacen huérfanos del «no». Un ser humano al que le faltan traumas, que se ahorrado el esfuerzo heroico por darles forma y sentido, es el esclavo por excelencia. Ha vendido su alma al diablo de la interactividad, pretendidamente horizontal. Como ha delegado su intimidad traumática en el espectáculo social, ha perdido también el único y abrupto territorio desde el que podría ejercer una fuerza. Su vida ya no pesa, por eso tampoco puede tomar decisiones. Le quedan solamente las conexiones. 

¿Se legitima al amo (cualquiera que sea su rostro) porque cada uno de nosotros lo admiramos, de alguna manera queremos ser amos o por desatender nuestra obligación para con nosotros mismos? 

Los nuevos amos, esta legión de líderes estelares y expertos (a veces muy alternativos) que deben vivir por nosotros, representan un nuevo «culto a la personalidad» que expresa nuestra profunda y consensuada despersonalización. Creo, por ejemplo, que no es cierto que la gente tema perder la intimidad en las redes. Al contrario, está encantada de compartirlo todo, de que su vida no pese de modo arcaico e intransferible, y así flotar en el plano de inmanencia de la transparencia total. Warhol se quedó corto. Todos hemos conseguido una cuota de fama y popularidad que encarna la religión perfecta. Dios ha muerto para que sus criaturas sean divinas. De paso que cultivamos la adoración de nuestros ídolos favoritos, cultivamos también la imagen con la que estamos casados.

El asombro (la filosofía de la admiración) es el origen del pensamiento, pero también la sospecha. ¿Cuándo partir de una u otra? 

El asombro no viene a petición. Tal vez asombro y sospecha sean algo parecido, el acontecimiento de un afuera que irrumpe en nosotros, aunque con dos distintas tonalidades, de hechizo o temor. Sea como sea, al margen incluso de su tono tranquilizador o inquietante, solo se piensa a partir de una irrupción (percepción, experiencia) que no hemos elegido. Todo lo que va a durar en nosotros nace de algo no elegido. Con frecuencia, las elecciones solo cierran el círculo idiota del narcisismo que nos separa del mundo y nos convierte en autistas de éxito.

Si uno emplea tanta vehemencia en reivindicar lo humano frente a la máquina, como haces en el ensayo, cabe pensar que la máquina está ganando demasiado terreno sobre lo humano… 

Me temo que así es. Y cuando digo máquina no me refiero tanto a los dispositivos tecnológicos, esos juguetes espectaculares que embaucan a los niños grandes que somos, cuanto al propio funcionamiento automático del cuerpo social. Una sociedad no derriba un Dios sin poner en pie a otro. Y la gran máquina que nos dirige no tiene cuerpo, ni es localizable: consiste en la fe mesiánica que hemos depositado en la sociedad, la información y en la ciencia, que cumplen hoy la labor profética que antes depositábamos en poderes, francamente, un poco más serios.

Hay una «violencia necesaria y justa». ¿Cuál? 

La violencia de vivir, sin pedirle permiso a nadie. La violencia de atreverse a ser un peligro, una singularidad que en su núcleo no pide ni necesita reconocimiento. Cuando dimitimos de esta violencia existencial nos convertimos en crueles cazadores de la supuesta «violencia» de los otros, a la búsqueda de todo lo que en el Otro (inmigrante, ruso, musulmán, homosexual, taurino o machista) queda de vida, de vitalidad que no pacta. Todo nuestro odio actual, siempre en busca de víctimas, nace de lo que no ha ocurrido en nosotros por cobardía, al abandonar la violencia de vivir. Hay un remedio, en palabras de mi amada Lispector: «Las pequeñas violencias nos libran de las grandes». Pero nos costará romper con la religión del consenso.

¿Qué catástrofe somos

La de haber abandonado el coraje de habitar en una tierra más profunda que todas sus leyes. Hemos traicionado el diálogo con la soledad común de los seres sometidos a la gravedad y la muerte. Por este retroceso ante lo trágico, tampoco podemos ser joviales. El malhumor, y una especie de depresión crónica, nos invade. Toda la cadena de catástrofes exteriores que supuestamente nos amenazan tienen la función de ocultar esta triste mutación que opera en nosotros, los elegidos del progreso, con la catástrofe sorda que está en marcha en nosotros.

¿Cómo luchar contra una alienación que ha llegado a sentirse feliz? 

Quizá abandonando la obligación de divertirse y ser feliz, que es una imbecilidad típicamente moderna impuesta un puritanismo angloamericano que (haciéndonos a todos bastante infelices) no soporta la vida, ni soporta una humanidad que, para ser humana, siempre tendrá las manos vacías. En algún lugar de Lluvia oblicua sugiero que tal vez Occidente haya logrado en inglés la voluntad de elevación, y la separación furiosa que no consiguió en alemán. Gracias al poder militar de la nación elegida, Occidente es hoy una gigantesca secta entre los pueblos de la tierra.

Lo hemos traicionado todo, empezando por la pasión de vivir, ¿tiene enmienda posible? 

Sí, pero no es fácil. Habría que desandar parte del camino. Tendríamos que reinventar, tenga la filiación ideológica que sea, una espiritualidad tan intensa y oscura como traslúcida es nuestra voluntad neo-puritana de transparencia. Si no lo hacemos, las culturas que nos rodean, que (de China a Rusia, de Turquía a México) despreciamos como atrasadas, nos dejarán algún día en la condición de simpáticos países turísticos a respetar, para visitar en vacaciones. ¿Es deseable que esto ocurra? Creo que sí, aunque no va a ser mañana. Nuestra soberbia, nuestra violencia autista, no tiene más cura que en una humillación exterior.