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Hernández Busto

Entrevista

12 Ene 2022

Ernesto Hernández Busto, poeta

«La vida tiene un gran componente de ensoñación imaginativa, de espejismo»

Esther Peñas / Madrid

Utilizando un regionalismo mexicano sinónimo de sueños, Ernesto Hernández Busto (La Habana, 1968) presenta su último poemario, Ariles (Godall ediciones), forjado en yunque, con esa misma temperatura, la que doblega, a fuerza de fuego, el verso, boscoso y tupido. «Las nubes son el alma de las piedras,/ las piedras son el cuerpo de las nubes./ Piedras que vuelan, nubes petrificadas…/ ¿quién ve el resorte de esos movimientos?»

¿Cuánto de ensoñación –ariles- tiene la poesía en concreto y la vida en general?

Sospecho que la poesía, como dije en un pasaje de La ruta natural (libro en el que junto apuntes de diario), es el sueño del lenguaje: a la vez dentro y fuera de él, delimitando ese doble lugar de exasperada pesadilla y de conjuro. Se trata del lenguaje en un estado intermedio entre el sueño cumplido y la vigilia. Por otra parte, eso que llamamos «la vida» tiene un gran componente de ensoñación imaginativa, de espejismo (incluso en su vertiente más cotidiana y aparentemente banal). Y esto no sólo tiene que ver el arte: el espejismo penetra en las zonas más intrincadas de nuestro despiadado "realismo". 

¿Siempre es fácil de distinguir la zona limítrofe entre vigilia y ensoñación?

Los sueños son también una manera de exiliarnos de nosotros mismos, pero antes de llegar allí hay que pasar por varios campamentos nostálgicos. Me gusta que en español se diga «conciliar» el sueño, como si para dormir uno necesitara llegar a un acuerdo esencial con una pluralidad de voces, una especie de armisticio. Pero antes de llegar allí hay multitud de batallas, grandes y pequeñas. En la cultura japonesa, por ejemplo, se usa muchas veces la metáfora del sueño como un puente colgante: un trayecto revelador y peligroso, hecho «de pasos breves, de pasos evaporados» como esos que atribuye Lezama Lima a la serpiente. Imaginar cualquier cosa es colocarnos ya en una disposición soñadora, proyectiva, dar el primer paso para cruzar un abismo, pisar la primera tablilla que expande nuestro mundo. Comparada al sueño, la vigilia es dosificación básica de los sentidos. En la ensoñación, estado intermedio, esos sentidos se potencian, y el soñador puede entrar y salir, llegar a confundirse con lo que ve, y luego recuperarse –nunca mejor dicho. De ahí sale la metáfora, supongo. En el ensueño aún nos aferramos a esa recuperación, mientras que en el sueño nos abandonamos a la posibilidad de ser otro, o de renacer como otro en secretas disposiciones. El sueño, en esa gran definición de Valéry, como «fiesta de los locos y los esclavos, recompensa de la sumisión de todo el día».

¿Cuándo escoger el «preciso instante» y cuándo reconocer el «instante preciso»?

Más que escoger, se trata de distinguir, de evitar sinonimias, de entender que la tarea de un poeta es interrogar cualquier modificación física del lenguaje, por simple que pueda parecer. El lenguaje es un objeto cargado, como dicen los espiritistas -y los santeros. En el poema "Nada que ver", donde exploro esa distinción, hay también un subtexto amoroso: a veces una metonimia bien interrogada puede convertirse en una lección de vida.

¿Bajo qué circunstancias conviene «cruzar ese puente irremediable»?

El «puente irremediable» al que me refiero en el poema "De acuerdo" es el que une el presente de un amor desencantado con el pasado. Creo que, queriéndolo o no, lo cruzamos cada día. En este caso, la voz del poema se pregunta si vale la pena el reencuentro con la evidencia del paso del tiempo. Siempre implacable.

¿Cuál es la verdad del poema?

El poema mismo. Es decir, la escansión del tiempo, el intento por domesticarlo con la red del lenguaje. 

El poema, ¿cuánto tiene de ritual?

Mucho. O al menos debería. Yo soy de los poetas que cree en la sacralidad del oficio. Aquella consigna mallarmeana que llamaba a dar más puro sentido al «habla de la tribu», nos recuerda que todo poema tiene también algo de rito tribal. La primera condición para ello es que el verso busque, como decía Valéry, su propia música, primera condición de toda fórmula mágica.

De entre las tres copas de los griegos (la saludable, la del placer y la del dormir), ¿con cuál se queda Ernesto?

Las he probado todas, me temo, incluida la de la «locura y muebles rotos». Últimamente, apuesto por la sofrosine: sólo las copas justas.

¿Qué diferencias encuentra entra la poesía cubana y la española?

Es difícil hablar grosso modo de esas dos entidades, de esos dos mares. La poesía española es la tradición, pero hubo momentos en que esa tradición estuvo más viva del otro lado de la metrópoli. El idioma a veces necesita mirarse desde fuera para alcanzar, justamente, su éxtasis. Creo que la poesía contemporánea española se desgastó en polémicas un poco absurdas, como la que separa la llamada «poesía de la experiencia» y la «poesía metafísica». Algo queda hoy de esa guerra de guerrillas, aunque la «experiencia» ahora, se despliegue triunfante en las redes sociales y la metafísica tienda a esconderse. 

En Cuba, mi generación poética quedó marcada por el llamado «origenismo», el reconocimiento de la grandeza de la generación asociada a la revista Orígenes y, sobre todo, de la poesía y el pensamiento de Lezama Lima. Sin embargo, ese reconocimiento no implica por fuerza un mimetismo de estilo. Y en mi poesía también hay mucho del esfuerzo por escapar de una tradición a través de la traducción y sus lecciones.