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López Mondéjar. Foto de Isabel Wagemann

Entrevista

1 Mar 2022

Lola López Mondéjar, escritora y psicoanalista

«Creo en lo traumático como origen de la creación»

Esther Peñas / Madrid

Después de El factor Munchausen (Cendeac) y Una espina clavada en la carne (Psimática), Psicoanálisis y literatura. Si digo agua, ¿beberé?  (Enclave de libros) cierra la trilogía que la escritora y psicoanalista Lola López Mondéjar (Molina de Segura, 1958) ha dedicado al análisis y exploración del misterio de la creatividad y su maridaje con el trauma. Cuestiones tan estimulantes como el vínculo entre locura y creatividad, la búsqueda del místico para cerrar su herida, la posible presencia de marcas de género en los textos o la posibilidad del lenguaje de reparar a quien escribe son algunos de los contenidos que hacen de este ensayo hambre de pensamiento.

Entre otros asuntos, el libro aborda cómo dar sentido al sufrimiento a través del proceso creativo, aunque ejemplos como Pizarnik, Anne Sexton o Silvia Plath, que terminaron suicidándose, nos recuerdan que no siempre es posible. ¿Cuándo repara el trauma la creación? 

Por lo que he visto, para salir de lo traumático a través del proceso creativo, tiene que haber una primera narcisización, esto es, que el futuro creador haya sido muy amado en un primer momento, en su primera infancia, que haya tenido una investidura del adulto cuidador. Así, su espacio de imaginación y fantasía prosperarán y le servirán en el momento en el que se produzca el trauma o el dolor, otorgándole el recurso de poder recurrir a ese lugar donde fue muy amado. Se necesita ese capital emocional para poder crear. Todos sufrimos, pero quienes no han tenido una crianza en la que se les haya mirado y reconocido (hablamos de un periodo pre-lingüístico y pre-simbólico) no podrán regresar allí. Si bien existe una capacidad de resiliencia que matizaría este proceso.  

¿El escritor, pues, cuando escribe, queda del lado de Eros, más que del de Thánatos?

Sí, por supuesto, aunque esté hablando de Thanatos, aunque se sumerja en el infierno, como Orfeo, a coger una perlita de su trauma, aunque trabaje con ese material cuando escribe. Explorar el “infierno” de lo traumático es una regresión a los momentos de desamparo, pero con «fantasía de retorno»; los escritores bajamos y subimos, y algún rescate del material arcaico hacemos, solo que, como nunca se rescata del todo, necesitamos volver a bajar una y otra vez, relanzando el proceso creativo.

Para que el trauma se repare al escribir, ¿el autor ha de ser consciente de que está hablando de su trauma?

No, qué va… el inconsciente funciona por desplazamiento y condensación, por metáfora y metonimia, lo mismo que para el lector, escritura y lectura pueden ser catárticas. El escritor puede estar hablando de algo aparentemente muy lejano de su trauma y estar elaborando algunos aspectos de lo traumático. Aunque está demostrado que, en todas las disciplinas humanísticas y científicas, los investigadores o los autores eligen temas vinculados de algún modo a su biografía.

En ese viaje al averno, cuando uno escribe, ¿sale al encuentro de o huye de algo?

Huye de un temido dolor mayor y va al encuentro de algo que pueda calmarlo, que elabore ese dolor, las dos cosas. En el decir de Clarice Lispector, escribir «es una maldición que salva», casi un oxímoron, por eso Aristóteles pensaba que las personas felices no tienen historia, y se refería a que no necesitan crear. Creo en lo traumático como origen de la creación, aunque no todo el mundo está de acuerdo. 

¿Cómo asumir que esa herramienta que nos está curando, el lenguaje, no deja de ser un fracaso? Pizarnik lo explica a la perfección en sus versos: «Si digo agua, ¿beberé?»

La incapacidad estructural del lenguaje para atrapar la cosa en sí es una de las diez razones para la tristeza del pensamiento, según Steiner, pero ese resto inatrapable que se escapa es el motor de las nuevas creaciones; el lenguaje, como la vida, tiene sus límites, todo podría ser mejor de lo que es, pero es lo que tenemos, y con esos mimbres hay que escribir, reparar, y vivir. Solo nos queda arrodillarnos frente a nuestros límites.

En el debate a propósito de si hay o no marcadores de género en los textos literarios, tu postura es más próxima a la de Virginia Woolf, que considera al escritor como epiceno, frente a quienes argumentan que sí existe esa marca en los textos...

Todo en el ensayo son aproximaciones… no se puede dar por cerrado ninguno de los asuntos que analizo. Creo que los rasgos de género que aparecen en la escritura de mujeres en el XIX (un yo dubitativo, predominio de la introspección, asuntos domésticos, etc.) se difuminan en el XX. No creo que puedan, de haberlos, ser reconocibles hoy en día. Incluso en autoras como Mónica Ojeda, cuyas protagonistas son mujeres, donde aparecen muchos elementos femeninos (los relativos al cuerpo, los fluidos, el vínculo con la tierra, la maternidad…) el lugar desde el que se escribe es el empoderamiento. En cambio, encontramos autores hombres que tiene una manera de escribir muy femenina, entendido en los términos convencionales: intimidad, yo frágil, marginalidad respecto al poder.

Respecto de la locura, otro de los temas que aborda en su ensayo, ¿no hay una cierta aureola de fascinación un tanto injusta para quien la padece?

No es justa, pero no es falsa. Creo que el problema es que estamos perdiendo el pensamiento complejo y tendemos a simplificar. La locura es dolor, pero es verdad que abunda más entre las personas creativas, excepto la esquizofrenia, que no incide en índices mayores entre los creadores que entre la población general, sí otras enfermedades mentales como el trastorno bipolar, las crisis, la depresión, los intentos de suicidio… los escritores son personas que están siempre en el filo, son parte de la vanguardia, los exploradores, los andróginos, y bajan a los infiernos; su estructura psíquica es menos rígida que la del común de los mortales, y esto la hace vulnerable a la inestabilidad y a la locura. 

Por otro lado, es equivocado pensar que los locos son creativos, porque la locura limita los recursos y tiende a manejarse con estereotipos, con rigidez, al contrario que sucede con los creadores. 

¿Todo loco es un santo, como decía Lacan, en tanto que ambos se despegan de sí, en ambos se da cierta desconexión del yo, sea lo que sea el yo?

En ese sentido sí, el loco está más atrapado por el inconsciente, no se puede consolar, ni decir, ni hacer metáfora, el delirio es un intento de eso, pero no les sirve, y los místicos… lo que ansían es un encuentro absoluto con el otro, una fusión con el otro. Eso es la mística, la búsqueda de una fusión, la experiencia de un «sentimiento oceánico» que buscaban desde el maestro Eckart hasta Anne Sexton, la fantasía de ese amor en el que no hace falta la palabra, el reencuentro en el otro con la prehistoria infantil, que nos proveía de afecto, calor, reconocimiento, mirada. El loco no alcanza eso en la vida… está desamparado.

La literatura también habla de un sujeto colectivo, nos habla de cómo es la sociedad. Le pongo dos casos concretos, distanciados en el tiempo: el del libro Todas putas, ante el que la izquierda reclamó su retirada inmediata por, a su juicio, hacer apología de la violación, y el de la compañía Títeres desde abajo, que pasaron incluso una noche en el calabozo, acusados por la derecha de apología del terrorismo. ¿Qué ha ocurrido en nuestra sociedad ara confundir la realidad con el arte?

Este también es un tema difícil, el de la cultura de la cancelación… creo que tiene que ver con el hecho de que, a pesar de que se nos llena la boca con la palabra diferencia, no queremos tolerarla porque, en el fondo, odiamos las diferencias; pero la literatura está ahí, entre otras cosas, para abordar la realidad desde puntos de vista diferentes. Ese es el gran valor de la libertad creativa. Recuerdo una obra de Angelica Liddell, La letra escarlata, en la que hacía un discurso contra un feminismo radical al que acusaba de inquisitorial. De forma muy provocativa, Liddell subía al escenario a una serie de hombres desnudos,  y en un momento simulaba una felación. ¿Qué hubiera ocurrido si el protagonista hubiera sido un hombre que expusiera a mujeres desnudas? Eso es lo que denunciaba Liddell. Nos cuesta mucho el debate, y la realidad está llena de matices y de contradicciones que nos interrogan. Me parece muy grave la censura, pero muy necesario el debate, el pensamiento crítico, para el que no se educa y que está en vías de desaparecer. Una cosa es el caso de Gabriel Matzneff, el pederasta que escribía libros sobre sus abusos a menores, en una auténtica apología de la pederastia, y otra muy distinta, por ejemplo, Polanski. Hay veces en las que el creador es un cretino en su vida personal, o un delincuente, o un fascista, pero podemos disfrutar de su obra, y tenemos la obligación de cuestionar los dos ámbitos. 

¿Hoy en día se podrían publicar libros como Los cantos de Maldoror, Las once mil vergas o Trópico de Capricornio? ¿No nos hemos vuelto más timoratos en cuestión sexual?

Creo que no, lo que ocurre es que hay una saturación de sexo fuera de la literatura. Así como antes de la aparición de la fotografía y del cine abundaban las descripciones prolijas en la literatura, que después fueron prescindibles (basta hablar de los Campos Elíseos para que todo lector sepa dónde estamos), hubo un tiempo en que, como no se hablaba ni se podía acceder al sexo, la literatura tuvo que hacerse cargo de él, de ahí los libros de Anaïs Nin, Henry Miller, Apollinaire o Bukovski. Había una necesidad de representar algo que había permanecido reprimido y oculto. Ahora tenemos millones de imágenes sexuales explícitas, no creo que haya mojigatería, al revés, hay una exposición extrema del cuerpo, del sexo, en redes sociales, en todos los espacios, por ello creo que la literatura no necesita representarlo tan explícitamente.