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Luque

Entrevista

1 Abr 2022

Aurora Luque, poeta y traductora

«La cultura del consumo también pide que gastemos el presente en acumular dinero, no en vivir»

Esther Peñas /

Su condición de estudiosa, apasionada y traductora de los clásicos ha convertido su poesía, a través de la intertextualidad con ellos, en una voz muy particular, que regenera y revitaliza, renueva y reverdece las enseñanzas de griegos y romanos, dejando que impregnen lo cotidiano por medio de un constante diálogo, tan alejado del exceso y el culturalismo propio de generaciones precedentes. Aurora Luque (Almería, 1962), profeta del goce del instante, profesora de griego (como Anna Carson, con quien comparte, además, su fascinación por Safo), fundó y dirigió la colección de poesía «Cuadernos de Trinacria»; también la editorial Narila. De entre sus numerosos premios, destacan el Loewe, el Fray Luis de León o el Poesía Generación del 27. De entre sus libros: Gavieras, La siesta de Epicuro o Las dudas de Eros (antología). 

Carpe amorem, carpe noctem, carpe mare, carpe verbum… ¿qué tiene esa partícula latina, carpe, para convertirse en una presencia recurrente en su poesía?
 
Carpe es el imperativo de un verbo relacionado en su origen con la agricultura: «recoge la cosecha», «coge el fruto» Horacio inventó la fórmula genial: carpe diem. La traducción más trivial y común es la de «aprovecha el momento». Si nos fijamos, el poeta latino nos está dando un consejo ético bastante subversivo. En ninguna cultura se practica ni se celebra abiertamente el carpe diem: el poder (los poderes) nos hostigan para que aplacemos el placer de vivir, de saborear el día, el minuto. Las religiones inventaron los paraísos de ultratumba como los lugares para situar una felicidad postergable y nos invitaron (y siguen invitando) a la resignación y a la aceptación entre tanto de las lágrimas en este valle triste de la vida. La cultura del consumo también pide que gastemos el presente en acumular dinero, no en vivir. La poesía, el arte, son peligrosos e incómodos porque te invitan a todo lo contrario: te dan belleza, iluminación, vértigo y felicidad inmediatas. 
 
Horacio concentró en su carpe diem la misión de toda poesía: las palabras «recogen la cosecha del presente» sirven para guardar la vida en ellas. Quienes las leen, re-viven libremente la vida que contienen. 
 
Yo me he limitado a plagiar al gran Horacio. No exprimas solo el día: también la noche, el mar, el lenguaje, el amor, la vida.
 
¿Cómo detectar «la negra belleza que estalla en las palabras»?
 
Amándolas mucho. Hay que amar profundamente las palabras. La poesía regala belleza negra: oscura en tanto que no obvia, no fácil, no barata, no comercializable, no anodina, no rutinaria.
 
«Desear es llevar/ el destino del mar dentro del cuerpo». La poesía, ¿tiene más de deseo, en tanto que mueve hacia el futuro, o de melancolía, de mirada hacia atrás?
 
En mi caso, creo que tiene mayor protagonismo el deseo: deseo como motor del mundo, personal o colectivo. Creo que el sueño de la utopía tiene su territorio en la poesía. Creo en el impulso machadiano de soñar mundos mejores. El dolor es estéril si se refugia en una melancolía complaciente.
 
¿Qué causa que «la sola inteligencia de vivir» sea «deseo perpetuo de naufragio»?
 
Los versos pertenecen a un poema en el que la experiencia erótica se entiende como microodisea, con sus monstruos, peligros, rutas, islas, añoranzas, inestabilidad marina, tempestades incontrolables, sueños. Son los viajes inciertos, arriesgados, los que dotan de relato a nuestro vivir: «la sola inteligencia de vivir/ en deseo perpetuo de naufragio». El Ulises de Dante lo sabía y volvió a echarse a la mar. 
 
Usted ha trabajado –y lo sigue haciendo- para rescatar la memoria de mujeres que quedaron olvidadas en el devenir de la historia, como María Rosa de Gálvez o Isabel Oyarzábal. ¿Qué criterios utiliza para vindicar a unas y no a otras? (a veces por el mero hecho de ser mujer –u homosexual, o miembro de cualquier otra minoría- se rescatan textos sin valor alguno…)
 
«El mero hecho de ser mujer» ha implicado durante unos cuatro milenios (desde el año 2000 a. C. hasta aproximadamente 1980) que cualquier obra creada desde ese hecho se considerara poco valiosa o indigna. Hasta los escritos de Teresa de Jesús corrieron el peligro de ser quemados. 
 
El criterio que utilizo es el de respeto a la calidad literaria y a la hondura intelectual de las autoras. Es un insulto a la inteligencia pensar que esta labor de rescate pueda ser una moda. Puede que se rescaten algunos textos que no sean de altísima calidad de autoras desconocidas. Pero basta con leer, por ejemplo, Hambre de libertad (las memorias de Isabel Oyarzábal escritas en 1940 pero publicadas en España en 2011) para darse cuenta de la tremenda injusticia y miseria que supone el olvido. O, por ejemplo, el impresionante libro Cuando los hombres mueren de Carmen Conde. ¿Por qué no supimos nada de ella en nuestros bachilleratos? Quien lea estos libros (y tantísimos otros rescatados últimamente de tantísimas autoras de la Edad de Plata), si es una persona inteligente, no puede seguir pensando que la labor de rescate está siendo excesiva. 
 
Y al revés. El teatro principal de Oviedo se llama Campoamor. ¿Ha leído usted a Campoamor? Su poesía es una cosa caduca, pedante, afectada, cursi, sin valor, empalagosa, insoportable. Pues ahí está el señor. 
 
¿Existe la justicia poética? 
 
Acabo de hablar de ella en la respuesta anterior, de alguna manera. 
 
¿Cómo es posible que Safo, de quien apenas conservamos un cestillo de versos incompletos e inconclusos, siga fascinándonos del modo en que lo hace? En el caso de Safo, ¿su biografía es su mejor obra poética?
 
No: su poesía es tan deslumbrante, honda, franca, esencial, indagadora, bella, seductora, etcétera, que (incluso en sus fragmentos) ha resistido todas las leyendas biográficas que le inventaron a la autora. Era tan inaceptable que Safo, una mujer (uno de esos seres irracionales destinados a dar placer, a parir hijos y a cuidar) escribiera tan suprema poesía que empezaron a inventarle vidas exóticas para poder soportarla. Dijeron que fue muy fea y «negruzca de tez», se le inventó un amor no correspondido por un chico, Faón, que la arrastró al suicidio, se la emparejó alegremente con poetas contemporáneos o se equiparó el «desvío» de su homoerotismo con el desvío intolerable de su excelsa producción poética. Su biografía nos la han llenado de fábulas con una finalidad aleccionadora: «Safo escribe bien, chicas, sí, pero mirad qué raruna y desgraciada fue la pobre. No la imitéis.» 
 
Pienso en los poemas de Catulo, que además de amoroso, alcanzando una lírica altísima, también es obsceno y provocador, en la lírica erótica que usted compiló, Los dados de Eros, ¿es posible que seamos mucho más pacatos ahora, no sólo en lo que respecta a lo erótico, también en el uso del humor?
 
Puede que sí: hay muchos ofendiditos que van a los tribunales cuando se ataca la religión o la monarquía. Pero ¿cuándo hemos sido provocadores aquí? ¿Cuál era nuestro humor popular cuando no éramos pacatos? ¿El de La Ramona de Fernando Esteso, el de Martes y trece riéndose del Maricón de España? Y la obscenidad popular ¿no se quedó en poco más que en el cine de destape? 
 
El erotismo de la antigüedad era mucho más libre porque no existía la identidad sexual vitalicia: la bisexualidad estaba normalizada y una diosa, Afrodita,  santificaba el sexo. ¿Cuándo hemos tenido algo parecido? Creo que está por reinventar un humor y un erotismo que no sean humillantes. Sólo en Cádiz hacen ese humor libre y civilizado, de momento…
 
¿Qué nos enseñan los clásicos, Esquilo, Homero, Hesíodo...?
 
Imposible no contestar con un ensayo de menos de cien páginas. Pero he dicho en algún lugar que la literatura creada por el camino de los siglos desde la Antigüedad hasta nuestros días se disfruta y conoce solamente si conocemos los ingredientes primordiales, las primeras recetas, las infancias de los géneros. Eso son los clásicos de la literatura griega: los primeros inventores, los grandes creadores, los insustituibles indagadores en los grandes conflictos humanos: el mal, la muerte, el destino, la paz, la ambición de poder, la violencia, la libertad (ese invento griego). Los clásicos son la gran biblia humana de los seres que piensan libremente sin estar sometidos a dogmas ni a dioses tan coercitivos como los de las tradiciones monoteístas.
 
¿Qué se requiere para hacer una traducción honesta, auténtica, bella?
 
Tiempo y amor. Lentitud, silencio, respeto. Yo solo traduzco a autores a los que admiro. Los admiro y quiero estar con ellos y escuchar lo que me dicen. Es una actitud de escucha amistosa. No creo que valga la pena traducir poesía desde otra posición. 
 
¿Uno aprende más de sí escribiendo poesía, leyéndola o traduciéndola?
 
Creo que leyéndola. Incluso cuando escribes tienes que releerte para corregir o dar por terminado tu poema. Leer en voz alta buena poesía, en solitario, con una copa de vino al lado, es uno de mis vicios secretos.
 
La traducción es una modalidad de lectura especialmente intensa y gratificante, aunque tiene un momento final angustioso: el de elegir la versión definitiva. 
 
Fijémonos en el canon clásico: ¿qué nombres habría que revisar?, ¿cuáles desestimar y cuáles incluir?

 
En el bachillerato –antes de que desaparezcan del todo el latín y el griego,  habría que eliminar a Jenofonte y a Julio César de las pruebas de Selectividad: se eligieron en el franquismo porque estaban muy lejos de todo pensamiento democrático y siguen ahí. En bachillerato, todo el alumnado tendría que leer a Ovidio, a Catulo, a Virgilio, a Eurípides, a Homero, a Platón. En tanto que europeos y europeas, todos deberíamos haber leído Antígona y la Odisea. 
 
Cuando escucha las noticias de Atenas, de Grecia en general, a día de hoy, tan endeudada por la crisis que no es soberana de sí, expoliada (tantos tesoros fuera de sus fronteras) y ocupando un modestísimo lugar entre los poderosos del mundo, ¿qué sentimiento se le agolpa? 
 
Viajé a Atenas en 2012, en plena crisis: entonces sí que era traumática y terrible la situación. Se respiraban el desánimo, el abandono, la impotencia, la rabia. Lloré recorriendo las calles de Atenas. He vuelto en 2018 y 2021: han recuperado parte de su arte milenario de vivir. Los griegos tienen muy poco espíritu gregario. No se nace en vano en la tierra de Sócrates, de Aristófanes, de los sofistas. ¡Siguen amando la prensa, sus quioscos están llenos de periódicos, no mustios como los españoles!

 

(Entrevista publicada en 'cermi.es' nº 476)