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Pehuén

Entrevista

4 Abr 2022

Silvia Guiard, poeta

«Un paisaje nos transforma por impregnación, por choque, por accidente o por encantamiento»

Esther Peñas. Fotos: Carlos Becerra y S. Guiard / Madrid

Aquí, donde los árboles caminan (carminalucis) es un poemario que bien podría recibirse como salmo que despliega un ramillete de sinestesias cuyo eje es un árbol, el pehuén, sagrado, antiguo, telúrico. La belleza poética de la naturaleza, su hospedaje salvífico, las múltiples caricias que ofrece como don y la reconciliación con el punto de abrigo de cada humano que se deja traspasar por ella sostienen este hermosísimo poemario de amor escrito por Silvia Guiard (Buenos Aires, 1957), cuya publicación ya adelantase, en su último número,  la revista Salamandra, del Grupo Surrealista de Madrid.

¿Qué deberíamos de aprender del modo de caminar que tienen los árboles?

No sé si hay algo que aprender del modo en que caminan los pehuenes, no lo pensé de esa manera. Percibí o imaginé un movimiento, una música, un silencio, una elegancia, un ritmo: algo que contemplar. Una belleza. 

Como todo árbol, desde luego, ellos se mueven en el espacio caminando en el tiempo: propagan su semilla, sueltan una parte de sí a los cuatro vientos para que siga andando por su cuenta. Y el bosque avanza. Como conjunto, van unidos sin estar pegados. Dado que cada cual necesita abrir los brazos en un claro y recibir el sol, no se hacen sombra unos a otros. No se amontonan, pero se conectan. Por el aire, bajo la tierra, por telepatía, quién sabe. De alguna forma se reconocen, se saludan, se acompañan. Saben que son parte de un bosque. Y van hacia la luz. Bailando. 

¿De qué modo se repara «la aspereza doliente del insomnio»?

En el insomnio particular al que alude el poema, aquel que -sin remisión posible- arde en este bosque, y en el dolor de las vidas inconclusas que se agitan en él,  hay algo irreparable. ¿Quién podría devolverles el tiempo, la vida y la libertad a las comunidades concretas que lo habitaban  hasta que la violencia de la civilización las expulsó? No hay cómo remontar ese hachazo. Pero a la herida infligida -cuyo nombre completo es: genocidio- vienen superponiéndose capas de legitimación histórica, desprecio, negación y ninguneo. Si alguna reparación puede, humildemente, intentar un poema es poner el oído en lo que gime allí, nombrar la herida, visibilizarla.  Y, desde luego, fuera del poema se impone a la conciencia acompañar y difundir las luchas de aquellos que hoy, a ambos lados de los Andes, se reorganizan para recuperar tierras y sentidos,  haciendo hablar de nuevo a la cultura que les fue arrebatada a sus ancestros.

“tan demasiado vivo/ que traspasa la muerte con las uñas”: ¿cómo se convive con nuestros muertos, de qué manera nos acompañan?

Sin duda, hay muchas formas de morir y muchas y distintas de estar muerto, tantas y tan variadas como las múltiples formas de vivir. Con lo que las relaciones entre los vivos y los muertos han de ser tan complejas y variadas como las de los vivos entre sí. ¿Cómo podría yo entonces dar una respuesta a la pregunta que se me plantea?

Lo que me ha conmovido siempre en los bosques –no solo en este de pehuenes sino en todos los que conocí- es el bello revoltijo en el que lo muerto y lo vivo se mezclan todo el tiempo y en el cual late una sorda y persistente pulsación en busca de lo nuevo. El impulso de nacer -o el de hacer que algo nazca- es una fuerza que no se detiene. Con toda naturalidad, lo vivo se encarama en lo muerto para buscar la luz y la podredumbre deviene brote, tallo, flor. Vale decir que, en realidad, en el bosque, nada está nunca totalmente muerto.

Si, pese a lo dicho más arriba, el bosque puede inspirar, con todas las reservas del caso, una respuesta general sobre cómo convivir con nuestros muertos, esta podría ser, quizás, dejando que ellos vivan en nosotros, tomando -o permitiendo que nos den- aquello de sí mismos que nos nutre, que nos hace nacer y renovarnos.             

PehuénLa respiración ceremonial de los árboles, ¿es aquella de la que brota la poesía?

Quizás… en la medida en que se trata de una respiración profunda y lenta, que amasa oscuridad y luz, que bebe los secretos de la tierra y los alza hacia el cielo mientras abre los poros y los brazos en búsqueda del mundo. Este poema, al menos, sí, comenzó a nacer entre pehuenes, respirando con ellos.
Sin embargo, vale aclarar que la poesía puede querer nacer en cualquier parte: en el peor embotellamiento urbano, en el metro, en un hospicio, en la trinchera… Incluso donde todo es aspereza, angustia, desarmonía o desesperación. Incluso donde no haya ni una gota de oxígeno, igual podrá nacer: para crearlo.

¿Cuál es el tiempo del amor?

Pienso que el tiempo del amor es el presente, siempre. Un presente continuo, renovable, que como el tiempo del  poema o el del sueño contiene en sí las espirales del pasado y el futuro entrelazadas, toda la profundidad del ayer y el ansia de mañana y misteriosos pasadizos entre ellos.  Pero respira siempre hoy. Aquí y ahora.

¿Qué se persigue cuando se persigue un misterio?

No sé… Tal vez la vida misma. Algo que  baila y se agita delante de nosotros y se escabulle entre los árboles. Una incitación a ir más allá. 

La poesía, ¿tiene más de melancolía, de recuerdo, o de deseo?

La poesía tiene todo junto, mezclado, entretejido o anudado; pero su motor es el deseo. Es él quien nos planta en la vida, quien nos hace partir al encuentro de las maravillas o abrir la boca para hablar. Sin él, no habría poesía ni poema. Aun las palabras que se dicen con la mirada vuelta hacia el pasado, transidas de nostalgia o heridas por la más cruel melancolía, precisan, para ser dichas, que las empuje el deseo de decir.

Para que lo maravilloso acontezca, ¿qué disposición de ánimo se requiere?

Lo maravilloso acontece por sí mismo.  No necesita para ello ningún ánimo especial de nuestra parte. Está ahí, lo veamos o no. El conejo blanco pasa, todos los días, una y otra vez. Ahora, para percibirlo, para oír lo que dice, para detenernos a escucharlo, es indispensable, sí,  sin duda, un estado de disponibilidad, de apertura, de atención a su chisporroteo -o más bien, quizás, de desatención a todo aquello que cada día nos embota-, de curiosidad y de frescura. Y para dejarlo entrar en nuestra vida, para jugar con él, para seguir sus solicitaciones y correr detrás suyo, la audacia de los niños.  

¿De qué manera el paisaje, en este caso un bosque de pehuenes, nos transforma?

Un paisaje nos transforma por impregnación, por choque, por accidente o por encantamiento; del mismo modo finalmente que el encuentro con una persona, un poema, una película, un sueño… Nos da a ver nuevos aspectos del mundo o nuevas claves de nuestro propio rostro. Nos oculta otras, nos lanza sus enigmas en la cara. Pero además, por el paisaje caminamos y nos suceden cosas: podemos oír voces que nos hablan, encontrar un tesoro, tropezarnos y rompernos un hueso, enamorarnos, construir una casa, dormirnos como Rip Van Winkle y despertar varias décadas después, olvidarnos de todo, cambiar de nombre, recordarnos, recuperar la infancia, escribir un poema.

¿Qué tienen los pehuenes que los hace distintos?

Los pehuenes son árboles antiguos. Siendo una especie de araucarias -araucaria araucana-, están allí desde el periodo jurásico oxigenando el mundo. Allí, en su caso, implica un territorio específico del que son especie endémica: un área acotada de los Andes del Sur –tanto en su vertiente oriental como en la occidental, hoy parte de Argentina y de Chile- y la cordillera de Nahuelbuta –hoy chilena.

Los pehuenes son árboles longevos. Crecen despacio pero viven siglos. Incluso pueden llegar a los mil años. Así, al alzar la mirada debajo de un ejemplar adulto, se siente un vértigo que no es solo el de su altura ni el de la rectitud del tronco, que asciende varios metros hacia el cielo antes de que comiencen a aparecer las ramas, ni el de la curiosa simetría de estas ramas que se abren como aspas y parecen girar sobre nosotros: también es el vértigo del tiempo. ¿Cuántos siglos lleva ese ser allí para haber alcanzado tal altura? ¿Qué sucesos ha visto? ¿Quién ha descansado a su sombra o recolectado sus piñones? ¿Cuántos han buscado en la sangre que llora su corteza su propia medicina? ¿Qué ofrendas recibió a cambio de ese don generoso? ¿Qué cantos o qué bailes?   

PehuénLos pehuenes son árboles sagrados. Según refieren las leyendas, lo eran desde siempre, aún antes de que, en medio de una gran hambruna, un joven recibiera a través de una visión o de un sueño la indicación de juntar los piñones que ellos dan en abundancia; y la enseñanza sobre cómo tostarlos, cocerlos, fermentarlos, molerlos. Cuánto más sagrados desde entonces, cuando pasaron a ser el sustento material y espiritual de un pueblo. El suyo, la “gente de los pehuenes” o pewenche, parcialidad de la nación Mapuche asentada en sus bosques.

Los pehuenes son árboles dadores, generosos. Así, la prodigiosa reserva energética de sus piñones –que conservados bajo tierra se mantienen frescos largo tiempo- no benefició solo a sus hijos, los pewenche, sino al conjunto de la nación Mapuche y a otros pueblos vecinos, ya sea por su intercambio con aquellos o por su propia habitual circulación de un lado al otro de la cordillera, pasando ineludiblemente por tierra de pehuenes.

Centinelas, sí, en los boquetes de la cordillera, los pehuenes son resistentes a la altura, al frío, a la nieve, al rigor de los terrenos volcánicos, arcillosos, rocosos, arenosos. Altos, erguidos, resistentes. Memoriosos, escribí en el poema. ¿Cómo no lo serían cuando los genes de su especie arrastran huellas tan antiguas? Si hasta en su propia piel, las gruesas placas poligonales que la forman parecen querer emparentarlos con los grandes reptiles con los que convivieron algún día… 

¿Cómo no identificar la personalidad de este pueblo de árboles con la del pueblo humano que supo sellar con él una alianza amorosa y vital –y la sostiene hasta hoy en día? Altivo y resistente como el pehuén, el pueblo Mapuche preservaba aún su autonomía y la del territorio tres siglos  después del desembarco de Occidente. Y pese a la terrible derrota infligida a fines del XIX, cuando el capitalismo hizo al fin sonar el gong, hoy se alza nuevamente. 

Pero en los tiempos del gran padecimiento, cuando el Ejército argentino avanzó, rémington en mano, para ocuparlo todo; cuando las comunidades que iban siendo arrasadas y desalojadas de la pampa huían hacia el Sur y hacia la cordillera en busca de aliados, parientes, escondites o huecos por donde colarse al otro lado… allí estuvieron los pehuenes para brindar a todos  alimento, medicina, refugio y consuelo espiritual.

Y consejos, según cuenta el periodista e historiador Adrián Moyano en una nota aparecida en estos días en ANRED. En ella (https://www.anred.org/2022/03/05/en-chachil-el-territorio-se-defiende-solo/), dando cuenta de los conflictos que varias comunidades mantienen hoy con distintos empresarios en el cerro Chachil –no lejos de los lugares que recorre mi poema- Moyano conversa con Juan Romero, de la comunidad Felipín (o Kolüpi): 

«En esta zona de Purrufe Pewen se hacían los grandes trawünes (encuentros o parlamentos) previos a los malones que después, se organizaban hacia la Pampa Húmeda, inclusive. Acá se discutían políticamente las acciones o las decisiones que tomaban los loncos”, enseña Romero. “Acá estuvieron Sayweke, Purran, Rewke Kura y antes, también estuvieron los ancestros de Kolüpi, entonces es un territorio histórico en el que toda la vida habitó el pueblo mapuche, en particular, la comunidad nuestra”. Los tres primeros fueron grandes loncos que ejercieron roles de conducción política desde 1860, aproximadamente, hasta la Campaña al Desierto. (…) Sin embargo, la historia no es un valor que interese al capital. “Acá vivieron nuestros ancestros, pero a principios del siglo XX llegaron empresarios a explotar el pehuén y nuestras familias fueron expulsadas hacia las alturas de la cordillera”, reconstruye Romero. (…) Pero la comunidad Felipín nunca renunció a sus derechos y siempre estuvo reclamando estos lugares». 

Más adelante agrega algo que me conmovió profundamente y no puedo dejar de transcribir: 

 «El paraje Purrufe Pewen debe su nombre a un perimontün o visión. Durante uno de aquellos parlamentos en los que debatieron los grandes loncos y sus guerreros, uno de los asistentes vio que los pehuenes bailaban sobre el faldeo de los cerros, danza que se entendió como un respaldo a la acción que se discutía. Bajo su mirada atenta, las manos se pusieron a la obra o, mejor dicho, empuñaron las lanzas. En 2022 y a pesar de tantas tropelías forestales, son muchísimos los pehuenes que todavía ofician de centinelas ante la periódica llegada de intrusos. En Chachil, pareciera que el territorio se defiende solo».

He allí, pues, qué tienen de especiales estos árboles antiguos, majestuosos, luchadores y purrufe, es decir: bailarines.

¿Qué perdemos si nos desconectamos de la naturaleza?

Perdemos la conexión con una parte de nuestro propio ser. O con el ser del que formamos parte. Nos olvidamos de nosotros mismos. Perdemos inteligencia, sensibilidad, comprensión y fuerza visionaria. Nos apagamos. Dejamos de bailar con el mundo.