Compartir en redes sociales

Nieves Pulido

Entrevista

24 Oct 2022

Nieves Pulido, poeta

«La lengua del amor es la voz de las mujeres»

Patricia Encinas. Foto: Maribel García / Madrid

Con su último poemario, Flores (Espasa), Nieves Pulido (Madrid, 1975) nos adentra en el recogido, asombroso, inagotable mundo de la naturaleza, donde para sentir su latido hace falta atención, escucha, ternura. Cuarenta y dos poemas de versos contenidos como el bambú, breves como el galán de noche, luminosos como calas blancas, donde lo externo y lo interno se confunden (como una rosa de Jericó, abierta, cerrada), e ilustrados por Eire (Irlanda Tambascio).

¿Cómo surge la idea de componer un poemario dedicado a distintas flores?

Creo que esa idea surgió muy al principio, pero no fui consciente de ella hasta casi el mismo final del proceso de escritura. Hace varios años decidí estrechar mi contacto con la naturaleza, y comencé a considerar a los árboles, las montañas, los pájaros, las mariposas, los ríos, como maestros de poesía. Sus enseñanzas son difíciles de interpretar y, como sucede con la propia escritura, emplean caminos misteriosos y oscuros para hablarte. Una de las cosas que hacía cuando pasaba tiempo en la naturaleza era recoger flores y hojas y meterlas en mi cuaderno o en los libros que llevase encima. Un día pensé que, en realidad, esas flores, esas hojas, eran poemas. Es algo que aparece varias veces en el poemario, en la flor de la achicoria, por ejemplo, y aún más claramente en la estrella. Del mismo modo, cuando ya tenía la mayoría de los poemas escritos, me di cuenta de que los poemas también eran flores. Fue un momento muy revelador que dio sentido a todos los años que pasé recogiendo esas flores-poemas y a todo el proceso de escritura. 

¿Quedó alguna fuera? ¿Cuál fue el criterio para hablar de unas y no de otras?

Casi todas las decisiones que tomé durante la escritura fueron muy intuitivas. Cuando digo intuitivas quiero decir que veía claramente qué entraba y qué no, sin que eso pasase siempre por la razón. Pero también es cierto que muchas decisiones responden a la pura conveniencia. Por ejemplo, en un principio pensé en emplear únicamente flores silvestres. Pero no siempre encajaba. Debajo de cada elección, eso sí, latía la necesidad de estar muy atenta, de ser muy veraz. Veraz con lo que percibía y sentía, y veraz a la hora de representarlo con palabras. Por supuesto, casi nunca lo lograba y entonces echaba mano de la técnica, o sea, empleaba mi voluntad y experiencia, no la atención ni la veracidad. 

Creo que en los poemas he hecho un gran trabajo de refrenamiento. Los poemas son muy breves y he dejado fuera (o dentro, según se mire) casi el 90% del asunto (no sé cómo llamarlo). A veces eso me molestaba. Me decía: «No estás soltando lo suficiente». Así que, cuando no encajaba, a pesar de sentirlo como un error, me lo permitía. Me decía: «No eres Shakespeare, Nieves, puedes dejarlo así y estará bien». Algunos poemas se quedaron fuera, sí. Porque no encajaban de ningún modo. También añadí otros. Una vez descubrí que eran «flores», vinieron a mí, como el diente de león, por ejemplo.  

¿Qué tiene que tener una flor para hacer de ella un poema?

Las flores son poemas y los poemas son flores. O, dicho de otra forma, los poemas son la mejor forma de representar una flor. Así que todas las flores son poemas en potencia. Lo que sí creo es que para hacer un poema-flor hay que observar detenidamente el mundo, la naturaleza. Quizá, se me ocurre ahora mismo, pase por adoptar la actitud de una flor: su vulnerabilidad pero también su fortaleza, esa manera de ser frágil en un mundo que está lleno de violencia y que presenta una constante amenaza para las flores, para la vida. 

Cubierta de Flores¿A qué huele un poema?

Flores es una apuesta por alejarse del pensamiento y quedarse en la simple percepción, en los sentidos: decir a qué huele algo no tiene nada que ver con el verdadero olor que algo desprende. El olor de un poema, quizá, solo pueda cifrarse en las impresiones que deja en los lectores. Podríamos decir que, metafóricamente hablando, el olor de un poema es ese recuerdo vago, que a veces llega, del poema y de lo que el poema te ha hecho sentir o ver. 

¿Cómo «se aprende a volar»?

Esas líneas en el poemario hacen referencia a una bandada de garzas bebé. Mientras las veíamos pasar alguien dijo: «están aprendiendo a volar». La frase resonó con fuerza en mi mente. Era un «poema vivo». Después de escribirlo, transcribirlo más bien, pensé mucho sobre los sentidos que ganaba una vez dentro del «poema escrito» y que tienen que ver con la escritura de poesía. ¿Cómo se aprende a escribir un poema? ¿Se puede enseñar a escribir poesía? ¿Cómo se enseña? En realidad, escribir es un acto de fe. Consiste en colocarse en un lugar lo suficientemente alto y despejado y en lanzarse al vacío. Se aprende así. Nadie puede enseñarte a hacerlo, aunque sí pueden acompañarte a ese borde y convencerte para que saltes (o empujarte). 

Para que uno abra las manos «y se llenen de nubes», ¿qué hace falta?

Esa línea (y todo ese poema) habla de ese tiempo remoto en que los poetas eran chamanes que cantaban y bailaban para llamar a la lluvia, hablar con los muertos, o alejar a los malos espíritus. También tiene que ver con algo sobre lo que reflexiono a menudo y que es la relación entre el mundo interno y el externo, o también, entre el lenguaje y la realidad. Lo que pensamos, ¿cambia en algo el mundo? Lo que decimos, ¿tiene eco en alguna parte? Un poema, ¿tiene alguna clase de efecto en la realidad?  Ese «llenarse las manos de nubes» habla de eso, del poder (o la impotencia) del poema para cambiar el mundo, o para crearlo, de si el poeta puede o no puede hacer llover. Es pensamiento mágico, sí, pero bajo ese pensamiento mágico se abre una senda que a mí me interesa recorrer porque creo que lleva al origen de la poesía. Nunca me he preocupado demasiado en definir qué es la poesía o el poema, al menos no tanto como me interesa cuestionar su utilidad. ¿Para qué sirve un poema?, ¿por qué existe?, ¿qué falta nos hace? Son preguntas que, obviamente, no puedo responder, pero que me guían a la hora de escribir. 

¿Qué conviene guardar en la alacena?

Pasé unas semanas de verano en una vieja casa de campo en Esna, en Estonia. La casa estaba en mitad de un bosque virgen. Era un lugar verdaderamente único, muy especial. Mientras estuve allí siempre me sentía muy excitada, como enamorada de ese lugar, como bajo un fuerte hechizo, así que me costaba mucho dormir y en mitad de la noche bajaba a la cocina a prepararme una tila o a mirar por la ventana. Una noche alguien había dejado abierta la alacena y la luz (porque allí las noches de verano son muy claras) se reflejaba sobre los platos, las tazas, las latas de té y café. Me gustaban esos momentos: a oscuras, escuchando el viento en las copas de los árboles, caía como en un estado de ensoñación. La alacena era, para mí, el lugar donde reside el corazón. Si está abierta, el corazón puede salir y volar libre. Si se mantiene cerrada, el corazón reposa tranquilo, resguardado de la luz y del tiempo.   

¿Con qué flor te sientes más identificada?

De todos los poemas, con el que me siento más identificada es con el de la magnolia. Ese verso: «nadie conoce mi corazón», que viene de Wang Wei, probablemente mi poeta preferido, refleja esa sensación de extrañeza que siempre siento en el mundo. Creo que todos nos sentimos así, al menos de vez en cuando. Es como estar sola y estar, a la vez, rodeada de gente. Pero no es sentirse incomprendida, ni rechazada… El verso simplemente constata un hecho observable y rotundamente cierto para mí: que el corazón humano es incognoscible. 

¿Cuál es «la lengua del amor»?

La lengua del amor es la voz de las mujeres. Es una lengua interna, secreta y a la vez universal, que ha sido, casi siempre, silenciada. Es la lengua de la madre, de la enamorada, de la endemoniada, de la vidente… Es la lengua de Cordelia y de Laura, de Casandra y de Filomena, de Deméter y Perséfone…, una lengua que a veces los hombres utilizan, porque solo se puede «decir te quiero» en ese idioma, pero que pertenece enteramente a las mujeres. 

El poemario oculta, más o menos, una lectura que tiene que ver con eso. Cuenta un proceso de descubrimiento de la propia voz y esa voz es, sin duda, la voz de una mujer. El cuaderno botánico viene a reforzar también esa línea. Por un lado, se inscribe en la tradición de las mujeres (que recogen y prensan flores y hacen sus herbarios y sus poemas secretos, como Dickinson) y, por otro, trata de superarla, o mejor dicho, de cuestionarla. Me preocupa mucho que a las escritoras, consciente o inconscientemente, se nos fuerce a elegir entre una gama limitada de voces; que se nos empuje a situarnos en ciertos lugares, mientras se nos excluye de otros donde los hombres llevan la voz cantante. Creo que la sociedad está muy cómoda con la poeta confesional, muy cómoda también con la poeta enloquecida, pero no tanto con voces universales, de autoridad, cuando esas voces son de mujeres. Quizá no lo esté explicando muy bien. Lo que quiero decir es que debemos, las mujeres, ocupar todos los espacios, sin miedo, mantener abiertas todas las posibilidades. Y eso también incluye reclamar y defender nuestros propios géneros, como el diario íntimo, la correspondencia, los herbarios, los poemas de amor… A veces me da la sensación de que los poetas, hombres, se están apropiando de esos espacios, mientras a nosotras se nos impide entrar en los suyos. 

¿Qué «alumbran las luciérnagas / entre la maleza»?

Las luciérnagas alumbran el camino a la casa del árbol, que es el lugar donde están nuestros sueños, nuestros secretos, nuestra infancia. El reencuentro con la naturaleza, para mí, es también un reencuentro con la infancia, con el modo en que me relacionaba con la naturaleza cuando era pequeña, de igual a igual. Ese camino, de vuelta a una misma, es un camino de oscuridad. Las luciérnagas sirven como guía hacia ese sitio donde «nada falta», un lugar de plenitud, que a la vez es ausencia de todo. Ahí es también donde reside el poema y la escritura, por eso, el poema incluye ese verso tan hermoso de Sidney («Idiota, mira en tu corazón y escribe»). A veces, cuando escribimos (la escritura es también un camino en la oscuridad) olvidamos lo único importante, que es, creo, alcanzar un lugar de verdad y escribir desde ahí. 

Si la tristeza sirve para detenerse, ¿qué nos pone en marcha de nuevo?

Ese verso apunta no tanto a la tristeza como a la imposibilidad de detenerse. Si observamos atentamente el mundo, nuestra mente, vemos cómo todo está en constante movimiento. Nos vemos arrastrados por un torrente continuo de emociones, percepciones, pensamientos. La tristeza, que en mi opinión no es una emoción «negativa», nos brinda la posibilidad de reflexionar y de observar el mundo que nos rodea, nos empuja fuera de nuestra pequeña realidad y nos acerca a la realidad de todos. Afuera, los pájaros, los árboles, las nubes, no parecen preocuparse, no piensan en qué son ni en por qué están aquí. Visto así, esa detención no es tal, es solo otra forma de seguir caminando, de estar en marcha, pero ahora con una actitud más atenta, más generosa, más serena.  

¿Qué sucede «entre el mirlo y su rama»?

Una de las cosas que la mente hace constantemente es separar unas cosas de otras y luego definirlas. En mis paseos por los bosques y los valles, que inspiraron el poemario, siempre trataba de ponerle nombre a todo lo que me rodeaba. Era como si no fuese capaz de apreciar la belleza de algo si no sabía cómo se llamaba. Supongo que es un vicio de escritora, pero era muy consciente de cómo eso me separaba por completo de lo que estaba percibiendo. El pensamiento y la percepción son mutuamente excluyentes. Una vez que al «poema vivo» (percepción) le pones palabras (pensamiento) deja de ser un poema vivo. Pero los poemas están hechos de palabras, no puede ser de otra forma. Es una gran contradicción. Lo curioso es que sobre esa contradicción se levanta toda la historia de la poesía. De hecho, gracias a esa contradicción la poesía existe.

¿De qué manera se hablan los poemas y las ilustraciones?

Quizá a esa pregunta debería contestar Eire (Irlanda Tambascio), que es la ilustradora. Ilustrar los poemas fue una idea que surgió tras la escritura y que, por mi parte, respondía a esa intuición inicial de que los herbarios, las flores prensadas, eran ya poemas (pero sin palabras). Esto, de nuevo, tiene mucho que ver con esa contradicción esencial de la que acabo de hablar. Así que, me gustaba mucho que el poemario fuera a la vez un cuaderno botánico, que lo imitase, por así decir, para señalar esa relación entre la flor-flor y la flor-poema. De todos modos, Irlanda ilustró con total libertad el poemario, según su propio criterio y, por eso, debería ser ella quien conteste a esta pregunta. 

¿Cuál ha sido el último poemario que te ha emocionado?

Acabo de leer Diario de amor de Anahí, de Hugo Gola, un poemario inédito y póstumo, que el poeta argentino escribió en el 2008 y que la editorial Komorebi publicó en 2021. En él, justo como comentaba antes, Gola asume la voz de una joven que habla de la experiencia amorosa. Tiene una clara influencia oriental, pienso en Li Qingzhao, pero también en Akiko Yosano, y los poemas son muy hermosos, líricos pero rotundos, o sea, sujetos a la tierra pero con ese vuelo que tienen las palabras sencillas. 

Aunque no es poesía, otro libro que me ha emocionado particularmente ha sido Yamilia, una novela corta de Chinguiz Aitmátov, un escritor de Kirguistán. La novela relata, a través de una historia de amor, el despertar de la vocación artística. Es un relato maravilloso, muy poético e inspirador, que explora esa cuestión del impacto que el arte tiene en la vida. Recomiendo muchísimo ambas lecturas.