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Benesiu

Entrevista

15 Nov 2022

Joan Benesiu, escritor

«Allá en donde las cosas se mezclan tienen lugar alteraciones en el alma humana que acaban produciendo arte»

Esther Peñas / Madrid

Seremos Atlántida (Acantilado), de Joan Benesiu (Beneixama, Comunidad Valenciana, 1971) narra la historia de un voyeur que transita espacios, habita lugares, recorre algunos países y encuentra (gracias a una mirada atenta y a un paso que segrega memoria) bibelots, miniaturas del alma, asombros, citas y detalles de otros libros, pulso de crónica, de novela, de cuaderno de viajes, de viaje iniciáticamente íntimo.

¿Seremos, pues, Atlántida?

A la larga, seguro. Como decía mi maestro, la derrota está servida. Se trata entonces de que no llegue antes de tiempo, de que tarde lo más posible y para eso hay que construir. Durante mucho tiempo pensé en el concepto de resistencia como válido ante el vendaval de despropósitos que nos está sirviendo el presente, pero me parece que la resistencia será insuficiente y que habría que pasar a la acción. Sin embargo, la acción actual apunta más bien hacia la fosa de las Marianas. Quizá es una forma de sentirse cerca del centro de la Tierra. 

¿Qué hace falta para sentirse extranjero, extraño, ajeno al lugar que uno habita?

Cuando la sensibilidad o las preocupaciones de la inmensa mayoría van por un camino y el tuyo por otro uno empieza a sentirse fuera de lugar. He hecho el experimento de contar por la calle cuánta gente va mirando su teléfono con media sonrisa en la cara y a punto de acariciar con su nariz una farola. Prueben, el resultado es desalentador, a veces ocho de cada diez. Eso me hace sentir extranjero, pero, qué se le va a hacer. Quizá ocurre porque vamos cumpliendo años. Decimos con frecuencia «en nuestra época, tal y tal», pero a mí me gusta pensar y saber que esta también es mi época. ¿Acaso no desayuno cada mañana? Luego debe ser también mi época, pues aquí estoy, estamos. 

El protagonista es un voyeur de cuanto le rodea. ¿Hemos perdido la capacidad de asombro? 

Bueno, creo que siguen asombrándonos cosas, lo que ocurre es que cuando algo te asombra, fácilmente hay otro algo llamando a la puerta en forma de estímulo rápido. Ese no parar nos satura, claro, y empezamos a tener deseos de desconectarnos del mundo por puro estrés informativo. Ahí nos perdemos una parte fundamental de lo que pasa afuera. El narrador de la novela viaja por el mundo un poco a la suya, fuera de los circuitos, algo torpe, pero atento a los gestos y a determinadas cosas que le sorprenden y le hacen seguir adelante, llamémosle la belleza de las cosas o el extrañamiento que le producen determinados tipos humanos. 

Los no lugares han acabado (algunos) por convertirse en lugares de encuentro e identidad (los centros comerciales, por ejemplo), y los lugares es espacios impersonales que nadie habita realmente y en los que estamos de paso. ¿Qué pone a prueba la naturaleza de esos no lugares en los que parece que lo único que surge en ellos es la espera?

Lo que creo que pone a prueba es nuestra necesidad de identidad fuerte. Me refiero a la constancia que supone la repetición de lo que tiene sentido y los efectos benéficos que esto tiene en nuestras vidas. Los no lugares son un paso más hacia el anonimato. Hay algo contradictorio en todo esto. Por un lado, decimos «yo» todo el tiempo, cada vez conjugamos menos la primera persona del plural, sin embargo acudimos a no lugares en los que el «yo» se disuelve en una amalgama de intereses puramente consumistas (centros comerciales) o de tránsito (aeropuertos). Así que las personas dan paso a la multitud que, como máximo, aspira a comprar mucho, es lo que se espera de ella, nada más. Los centros comerciales me aburren pues me desplazan de la ciudad, en donde las cosas proyectan un sentido, aunque sea en forma de radiación. Los aeropuertos me seducen, pues sus puertas giran hacia todo el planeta de forma permanente. Hace años no podía imaginar que quizá esa forma de vida móvil es una amenaza constante para sí misma. Desde luego, los no lugares se han convertido en un lugar repetido en cualquier geografía.

¿Qué tiene Trieste que parece, en la novela-artefacto, punto neurálgico de todo?

Tiene la virtud y el sabor extraño del dreiländereck metafórico, es decir, de la triple frontera. Aquí se unen tres mundos profundamente europeos: el latino, el germánico y el eslavo. Esa complejidad hace de Trieste un territorio muy especial y que va más allá incluso de la expresión «tierra de frontera». La tierra de frontera ya es diferente de la centralidad, pero es que en Trieste ese efecto crece de forma exponencial. Quizá por ello es capaz de concentrar a algunos de los mejores escritores europeos, como es bien sabido, desde Svevo a Magris, por nombrar solo a dos de una larga lista. ¡Y tiene la misma población que Móstoles o Almería!, por citar dos ciudades en las que he trabajado. Allá en donde las cosas se mezclan o friccionan (por desgracia no siempre pacíficamente) tienen lugar alteraciones en el alma humana que acaban produciendo arte.

«Mirko Bevilacqua no me había dicho de dónde era exactamente». ¿De dónde somos, exactamente?

Como se dice de la gente de Bilbao para nacer, somos de donde queremos ser, aunque este acto voluntario sea muchas veces impensado. Por ejemplo, si procedo de una zona monolingüe y vivo en una bilingüe desde hace años, pero me niego a aprender la otra lengua (o incluso a comprenderla), seguiré siendo de donde vine. Si en cambio quiero aprender (o comprender) y mirar al otro como a un igual, entonces puedo también ser de otro sitio. A veces puede que no sea suficiente con eso, quizá aquí el adverbio «exactamente» no puede leerse con toda definición. Mirko es y no es de un lugar, es de su tierra, pero hay cosas que lo diferencian y, en su caso, las va a buscar. Podía no haberlas ido a buscar nunca, pero a mí me interesa esa búsqueda, ese no conformarse solo con el sitio en donde uno nace, por eso me gusta el extraordinario poder de la gente de Bilbao.

La concepción del tiempo, ¿de qué depende?

Hablar del tiempo resulta difícil, ya lo decía Agustín de Hipona, sabía lo que era, pero si alguien se lo preguntaba y tenía que explicarlo, entonces dejaba de saberlo. La concepción del tiempo depende del contexto cultural en que vivimos. No es lo mismo una concepción circular del tiempo, en la cual no hay un principio ni un final, sino un girar la rueda del retorno de las cosas que una concepción lineal, en la cual queremos el tiempo para resolver nuestras ambiciones. Ahí encaja mejor la idea de proyecto (que es la nuestra), pero el proyecto también genera sus frustraciones o sus extravíos, la Historia de la Ilustración hacia adelante pone a nuestra disposición toda clase de ejemplos. Tendemos a pensar el tiempo en referencia al espacio. Tanto tarda la Tierra en recorrer un espacio, etc. Pero a mí me gusta la subjetivación del tiempo al modo del filósofo francés Henri Bergson, las cosas, más que tiempo, resultan duración, así se titula uno de los capítulos de la novela pues los protagonistas recorren los espacios en los que trabajó el filósofo y miden el tiempo así, sin contarlo en referencia al espacio. La aguja interior es lo que importa. Si en nuestra vivencia, algo dura más (el camino de ida, por ejemplo, y no el de vuelta) ese es el tiempo que cuenta, el otro está en un reloj o, en el peor de los casos, en un teléfono. 

Uno de los ejes de la narración es la memoria. En un momento en que esta facultad se está desplazando de las escuelas, del espacio público, ¿qué perdemos si la perdemos?

Lo que no está en la memoria es lo inmediato. Lo inmediato es entretenido y puede servir para pasar la tarde (o los años de escuela), pero sin la memoria no hay un continuo y, por tanto, tampoco puede darse con facilidad una identidad. La enfermedad anti-identitaria del alzhéimer puede funcionar como metáfora terrible de lo que ocurre cuando no hay memoria. Pero la memoria es una narración y por tanto selecciona las cosas, se comprende en tanto que se comprenden las ficciones. Ahí nuestra construcción tiembla un poco. El concepto de «autoficción» aplicado a la literatura es una redundancia, puesto que todos la practicamos en nuestra propia vida y construcción identitaria al recordar a nuestro antojo (no digo que voluntariamente) las cosas. La memoria se pierde en las escuelas y está bien cuando lo que se memoriza es absurdo, pero bueno, yo de pequeño memorizaba matrículas de coches anónimos, me sentaba en un portal y practicaba el ejercicio con los que pasaban por la carretera del pueblo. Sin duda era absurdo, pero estoy seguro de que me sirvió de algo, aunque vete a saber de qué. Pero la memoria es el tema de nuestro tiempo de una manera exagerada y para todas las ideologías. Aquí se libra una batalla campal con sus estrategias y tácticas marrulleras si es el caso. La memoria es totalmente necesaria, pero si solo nos importa la memoria y la narración del pasado, entonces no es que vivamos un tiempo circular, es que la flecha del tiempo lineal va al revés y ahora se dirige hacia nosotros, quizá hacia el centro de nuestro corazón. Por eso hay que vigilar qué pasa con la nostalgia. En Seremos Atlántida asoma la nostalgia por la forma de recorrer Europa, pero el caso no es saber solo qué hacemos con el pasado, sino también con el presente y el futuro. A fin de cuentas, lo encantador y bello está en el tiempo, germina en el presente y florece en el pasado, si nos preocupamos por conseguirlo, el pasado mejorará (esto, que ha quedado bonito es del filósofo Jankélévitch).

Para quienes no responden por sus crímenes, como el caso de Luburic, ¿existe la justicia poética?

Bueno, Luburić en concreto respondió, si se quiere ver así, «poéticamente». Fue responsable de miles de asesinatos en el campo de exterminio de Jasenovac durante la II Guerra Mundial. Luego vivió una existencia plácida como Vicente Pérez García, dueño de una granja de aves de corral en Benigánim, otro de los nazis protegidos por la España franquista. Pero acabó asesinado en Carcaixent en 1969 por un agente yugoslavo (aunque hay versiones contradictorias sobre esto). Por cierto, que es un impagable y genial documento el libro Cita a Sarajevo (en catalán se publicó en la editorial Austrohongaresa; en castellano, en Montesinos) en el cual el periodista Francesc Bayarri explica la historia y el encuentro con Ilija Stanić, el asesino confeso de Luburić. Pero bueno, a lo que íbamos, la justicia poética existe exactamente igual que existe la poesía. Como ésta, a veces ocurre. 

¿Está Europa en riesgo de resquebrajarse, tal y como parece sugerir la novela?

Por supuesto. No hay más que mirar los resultados de las elecciones aquí y allá y escuchar el mensaje de los que ganan. Al grito de Orbán «los húngaros primero», que es el mismo grito, salvando las distancias, que había detrás del Brexit, vamos camino de ser todos los primeros en deshacer esto que ha costado tanto esfuerzo hacer. La ultraderecha se frota las manos al ritmo que vuelve el nacionalismo excluyente y encaramado ya al poder fuerte en algunos estados. La alternativa de Bruselas, sea socialdemócrata o demócratacristiana, pasa casi siempre por rellenar doscientos treinta formularios antes de que un niño pueda, por ejemplo, dibujar un árbol en cualquier rincón de Europa. El peso de eso nos hunde, nos agota y nos deja sin ideas fácilmente transmisibles. Encuentro relevante un comentario de Robert Musil en El hombre sin atributos: en el imperio austrohúngaro, cuando los funcionarios de correos querían protestar, cumplían diligentemente con todas las prerrogativas, normas y protocolos, como consecuencia de eso las cartas no llegaban a su destino, se enredaban en una maraña legal e inoperante. Parece que en esto también somos austrohúngaros. ¿Y existe hoy un cuerpo político llamado así? No.

¿Qué nos dice la «fenomenología del gesto» de quien lo hace?

Nos habla más bien de los observadores. El gesto puede ser banal, repetido mil veces y poco elegante, pero siempre puede tener una lectura cuando se mira en concreto, con atención y con intención de llenar de sentido y significado un mundo. Subimos al metro y, en lugar de mirar la pantalla, miramos el mundo en 3D que tenemos delante. ¿Y qué vemos? Una multitud de pequeños enigmas que esconden una historia que jamás conoceremos. Para eso está la «fenomenología del gesto», para saber decir, a partir de la casi-nada que es la cadencia de un brazo extendido hacia otro, qué es lo que ese cuerpo puede.