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Ramírez-Blanco (fotografía de Luna Andrade)

Entrevista

16 Nov 2022

Julia Ramírez-Blanco, crítica del arte

«Cuando comienza a usarse menos el término «hermandad» se pierde algo afectivo»

Esther Peñas / Madrid

Amigos, disfraces y comunas. Las hermandades artísticas del siglo XIX (Cátedra) es un acercamiento y reflexión a las comunidades de artistas que, más allá de compartir propósitos y principios estéticos, participaban de una vida en común. Su autora, Julia Ramírez-Blanco (Madrid, 1985), docente e investigadora en la Universidad de Barcelona, ha investigado la intersección entre arte, imaginación social y activismo.

¿Hasta qué punto puede el arte cambiar las relaciones personales y las formas de vida?

El deseo de fundir arte y vida es un deseo que comienza a ganar terreno en un momento determinado. Hay quienes comparten el anhelo de que la búsqueda estética y la vital vayan parejas. Si bien esto es algo que influirá mucho en las vanguardias del siglo XX, ya está presente antes, en grupos como las hermandades artísticas. Tomándoselo en serio, puede alterar por completo la vida de quienes quieren dedicarse a la creación artística. Franz Pforr, miembro de la Hermandad de San Lucas (apodada como el grupo de «los nazarenos») afirmaba que si alguien quería dedicarse al arte, le preguntaría si estaría dispuesto a adquirir un nivel de compromiso equivalente al de quien se convierte en monje. Esta hermandad, sin embargo, tenía evocaciones cristianas de las que carecen otros grupos, donde la coherencia artística, por el contrario, implicaba una revuelta en contra de los principios morales propios de la burguesía. Para las vanguardias artísticas del siglo XX, las transgresiones estéticas tenían que ir acompañadas de transgresiones vitales. 

¿Qué aportan al individuo las hermandades artísticas?

Muchas cosas: desde el compañerismo y la comprensión, a un marco de colaboración y diálogo artístico e intelectual, que supone un sustrato fundamental para la creación. Pero las hermandades artísticas también servían de ayuda en cuestiones más pragmáticas, como compartir recursos, vivir juntos, o ayudarse a tener una mayor visibilidad en un contexto en el que cada vez hay más creadores que compiten por recibir atención.

¿Qué características, a grandes rasgos, tiene la vida colectiva de los artistas?

Algunas de estas hermandades se visten de una manera determinada: los Meditadores portan trajes «griegos», con túnicas y sandalias, mientras que su equivalente femenino, las Durmientes, llevan crepe y velos negros, entrelazándose flores en el pelo. Los miembros de la Hermandad de San Lucas son apodados «Nazarenos» porque sus túnicas largas y su cabello cortado a media melena les hacen parecerse a Jesús el Nazareno. En cierto sentido, estos atuendos suponen una especie de performance avant la lettre, porque implicaban llevar la estética de sus pinturas al propio cuerpo.

Tanto Meditadores como Nazarenos convivieron, los primeros en un monasterio ruinoso cercano a París, y los segundos en un monasterio semi-vacío de Roma. Si bien no todas las hermandades llegan a cohabitar, todas ellas comparten encuentros periódicos en los que pintan, hablan de arte, presentan ensayos o incluso cantan juntos. Es frecuente también que, casi de manera obsesiva, se pinten los unos a los otros, y que colaboren en obras realizadas a varias manos.  

¿Podría decirse que, a día de hoy, ganaron el pulso las Academias de Bellas Artes y otras instituciones oficiales frente a las hermandades artísticas?

Ninguna imposición puede ganar del todo. De hecho, las formas de sociabilidad y creación de las vanguardias del siglo XX pueden considerarse directamente herederas de las hermandades artísticas, tanto en su sentido de identidad colectiva predominantemente masculina como en su enfrentamiento explícito con las Academias.

Sobre todo Méditateus, que hasta vivieron en un antiguo monasterio, pero ¿cuánto de religioso tienen estas hermandades?

Las hermandades eran colectivos que se unían por la amistad, por ideales estéticos, y por un sentido común de trascendencia. Para ellos, la trascendencia tenía que ver con el arte, pero también con un ideal mayor: en algunos casos, espiritual, en otros, político. Espiritualidad y política también se mezclaron de distintas formas. En el siglo XIX, el espiritismo, por ejemplo, confluiría con el socialismo utópico o el movimiento feminista. En ese sentido, es interesante cómo Anna Mary Howitt, pintora prerrafaelita que concibió un proyecto de hermandad femenina con sus amigas, pasó del colectivismo artístico a la pintura mediumnística, en la que pintaba durante sesiones espiritistas.

¿Qué queda de ellas en un momento en el que el individualismo impera?

En realidad, aunque el sistema promueva prácticas cada vez más individualistas, creo que la necesidad de formar parte de colectivos es algo propio de los humanos. Y, desde luego, hay mucha práctica colectiva en el arte, más allá de los colectivos artísticos de distinto tipo. Las hermandades de artistas forman parte de esa genealogía. 

Un caso particular es el de las residencias artísticas. Cuando estuve becada en la Academia de España en Roma (donde empecé este libro) reflexioné acerca de cómo las comunidades de artistas del siglo XIX, y en particular acerca cómo las «colonias de artistas» en las que los creadores se iban a vivir juntos al campo están en los orígenes de las residencias de artistas. Hoy, las residencias artísticas son un fenómeno creciente, y basta echar un vistazo a plataformas como Res Artis para ver su magnitud.

¿Qué papel cumple la ritualidad, el rito, en ellas?

Al ser grupos de artistas, parece natural que la unión grupal se exprese a través de gestos estéticos que adquieren un significado trascendente, es decir, rituales. El ritual siempre aporta la sensación de un sentido elevado, pero asimismo sirve como aglutinador de las diferencias personales en un ente común. A mí, que he participado de movimientos sociales, me interesa mucho cómo el rito sirve para unir a los colectivos. 

Ese apoyo mutuo, en palabras de Kropotkin, ¿en qué momento se perdió, si es que se ha perdido?

Después de la Revolución Francesa se producirá la desaparición de los gremios en Europa. Los artistas se sentirán desprotegidos a la hora de enfrentarse a un mercado capitalista sin tener el respaldo de un cuerpo colectivo. Las hermandades de artistas son uno de los intentos de paliar esta situación, que no ha llegado a resolverse. 

¿Qué se perdió y que se obtuvo cuando la hermandad como metáfora fue sustituida por otras nociones como la de vanguardia?

Cada metáfora tiene sus poéticas. La hermandad tiene resonancias revolucionarias (recordemos la «fraternité» del lema de la Revolución Francesa, «liberté, egalité, fraternité»), y evoca el nombre de muchas órdenes religiosas. Asimismo, apela a la posibilidad de que la familia pueda crearse más allá de la biología (con las enormes distancias, me recuerda al «haz familiares, no hijos», que propone Donna Haraway). 

Por su lado, la metáfora de la vanguardia viene del lenguaje militar, pues se refiere al grupo que va a la avanzadilla de un ejército. Creo que sus tonalidades son más guerreras, más confrontativas. 

Cuando comienza a usarse menos el término «hermandad» se pierde algo afectivo. Creo que por eso, en cierto modo, algunas de sus resonancias se recuperaran durante la contracultura del siglo XX, donde muchas comunas se autodenominan «familias». 

Lo cierto es que las metáforas que utilizamos para hablar de lo colectivo se refieren a los ideales más de lo que puede parecer a simple vista: por ejemplo, compañera o compañero significa, etimológicamente, «compartir el pan». 

¿Fue el topos del imaginario colectivo Mundus Inversos una meta para estas hermandades?

Creo que no de manera consciente, aunque la Revolución Francesa fue el gran momento que altera el orden social y cambia las condiciones de trabajo y vida de los artistas, y a este cambio están reaccionando las hermandades de artistas. En términos generales, responden a lo que Karl Polanyi llamó la «Gran Transformación», de cuando se implanta en Occidente la sociedad del mercado.

Acaso William Morris ha sido uno de los grandes supervivientes de las ápocas que usted rescata. ¿Qué tiene este personaje que sigue fascinándonos?

Como persona, tiene una especie de torpeza y de fragilidad que conviven con una enorme energía y una gran curiosidad que le lleva a participar de fenómenos muy diferentes de su momento. Hay Morris para todas: el Morris diseñador, que crea patrones de papel de pared que todavía hoy se emplean con gran aceptación. El Morris protoecologista, cuya sensibilidad ambiental hace imaginar el mundo futuro como un gran bosque en su novela Noticias desde ninguna parte. O el Morris revolucionario, que pone sus referentes estéticos al servicio del socialismo, y que busca reconciliar la liberación de los trabajadores y el disfrute de la belleza.

De entre todas las que usted analiza, ¿por cuál siente especial querencia y por qué?

Me gustan mucho los Meditadores y las Durmientes, que son la primera de las hermandades que estudio en el libro. Parten de la Francia postrevolucionaria y comparten sus referentes: al principio se visten de griegos, escenificando una visión del futuro que recrea un pasado imaginario, y se pasean así por París como un desafío y una propuesta de sociedad que debería recrear la Grecia clásica. Después, tras pelearse con Jacques-Louis David, su maestro, se retiran a vivir a un monasterio semi-abandonado, donde abrazan un vegetarianismo místico y parecen vivir de una manera similar a la de una secta. Mueren jóvenes, y apenas dejan obra. De ellos queda, fundamentalmente,  el testimonio admirado y sorprendido de quienes supieron de ellos. Me gusta su afectación, y también quizás el hecho de que su fracaso les impide utilizar la extravagancia en favor de un éxito comercial.