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Carson

Reconocimiento

19 Jun 2020

La canadiense acaba de recibir el Princesa de las Letras

Anne Carson, la generosidad de la lectura

Esther Peñas / Madrid

Anne Carson (Toronto, 1950) acaba de recibir el Princesa de Asturias de las Letras. No es trucha pequeña. La obra de Carson es un espacio literario (y no solo, también metafísico) en el que el lector nunca ha estado con anterioridad. En realidad, el lector nunca sabe con exactitud dónde se encuentra ni podrá anticiparse jamás al próximo paso de baile que le prepara la canadiense. 

Siempre hay un pensamiento bien tensado, un arpegio en el momento justo que nos recuerda que se escribe desde la lírica pero en segundo plano. Leer a Carson nos produce desconcierto, placer, confusión.

A propósito de NOX

NOX, publicado originalmente hace 18 años, es un libro que emociona por dos cuestiones. No es un libro al uso, esto ya lo saben, es un libro objeto, una caja, al modo de las que hacía Joseph Cornell salvo que a diferencia del norteamericano, que utilizaba objetos encontrados en la calle para sus artefactos, Carson empela palabras, collages, fotos, dibujos… Y emociona porque estamos ante una elegía. “Si escribes una elegía has de empezar por el sonrojo”. Un sonrojo doble, el del que menta al muerto, lo convoca, y el que se asoma al vínculo entre el difunto y quien lo recuerda. 

Toda elegía nos coloca en la pregunta sobre la muerte y sobre la traducción que hacemos de otro ser humano. Se ensaya una historia, con la elegía.

Una caja del color brumoso de cierta memoria. Una fotografía familiar recortada en franja vertical. Una reproducción xerográfica dentro, de un cuaderno sonámbulo de Carson ante el misterio de la muerte. Doblado como un acordeón, y sin paginación. Una lápida. Una página ola. Una página rizoma. Un osario heterodoxo. 

NOX FRATER NOX, es el frontispicio que nos encontramos en este libro. Noche, hermano, noche. Y los diez versos de Catulo (poema 101), que abren y cierran esta plegaria. Diez versos que escribió el poeta latino a su hermano, que murió en Tróade, y a cuya tumba viajó para despedirse de él. Catulo, lo recuerda la propia Carson, “hasta en los momentos de mayor tristeza tiene un aire de profunda alegría”.

Desde luego no encontramos un territorio propiamente de lo alegre en este libro. Acaso tampoco en la geografía de Carson. Lo más que se acerca a ese campo semántico podría ser cierto humor, aquí cierto distanciamiento. Carson habla desde cierta distancia emocional. 

Y utiliza entradas lexicográficas para hablarnos de su hermano, del vínculo entre ambos: muitas (muchas), la preposición per, vectus (transportar), parentum (pariente), inferias (ritos a una persona muerta), mortis (el arte de morir), te (tú)… sería fatigoso nombrarlas todas. 

Un nombre, frontispicio, un poema de Catulo en latín. Y entradas léxicas latinas. Transforma la entrada de un vocablo en un diccionario en un ritual. Ordena sus sentimientos a partir de estas voces. Todas vinculadas a la pérdida, a la noche. Como si nos dijera que si no conocemos lo muerto no podemos habitar el reino de lo vivos.

De hermano sabemos pocos datos: murió en Copenhague (una ciudad poco lírica para encontrarse con la muerte), tuvo problemas con las drogas, fue padre, perdió a su hija (el amor de su vida, dice una de las mujeres). Hay una cantinela más que acopio de información: “Vagó por Europa e India en busca de algo; enviaba tarjetas postales o un regalo en navidad, sin remitente. Viajaba con pasaporte falso y usaba el nombre de otras personas. Esto no es difícil de arreglar. Es irremediable”.

Herodoto le sirve de excusa. Lo cita y, a continuación, habla de la ira y el enojo del perro de su hermano cuando supo la noticia. Por ejemplo. No es casual la elección de Herodoto, nada lo es en la cosmogonía de Carson. Estamos acostumbrados a que se nos cuente a través de otros nombres, estila emplear las palabras de otros para encontrar el significado de las suyas. Herodoto fue, no descubre nada, un historiador. Y Carson pretende, de alguna manera, contar la historia de su hermano. Pero la historia puede ser a la vez concreta e indescifrable. Recomponer una historia. Los silencio, el mudo, esa opacidad fundamental de ver que tiene el ser humano. Sabiendo que, por más que uno recuerde, trate de recomponer, “un hermano nunca se termina”.

Hay algo de obsesivo y mucho de propósito a la deriva en NOX. “Puesto que nuestras pláticas fueron escasas (me llamó tal vez cinco veces en 22 años) vuelvo a sus frases que recuerdo como si me hubieran pedido traducirlas”. ‘Tal vez’. Todo es dubitativo en Carson. ‘Hasta donde sé’, utiliza en otro momento, al hablar de las mujeres de su hermano.  

Hay sellos, collages, dibujos, fotografías, pedazos de escritos superpuestos, notas escritas a mano… Distintas disciplinas o caminos para hablar de él, y diferentes tonos elegíacos, desde la rabia (“Para mí, sinceramente, era un alivio no sentir su presencia en cada conversación como olor a pelo quemado”) a un sinfín de gama anímica detrás de esas intensas reflexiones: “lugares del mundo donde tú y yo vimos cosas”, “siempre diría creer que hay un secreto detrás de lo que le atormentaba”, “tus manos asoman de los pequeños mitones blancos”, “el que tenga lágrimas que llore”.

No hay sentimentalismo en NOX, hay introspección y análisis, búsqueda casi imperturbable de Michael, su hermano mayor que cayó en las drogas. Hay calma y dignidad.

Un enorme despliegue no sólo visual, sino semántico. Son palabras, frases, que tocan el cuerpo, como diría Lacan, que nos resuenan. De ahí lo poético de NOX. ¿Es poesía? Desde luego. Hace tiempo que escritoras de la profundidad de Ann Carson, o Menchu Gutiérrez, o Gabriela Llansol, o Clarice Lispector, por citar un ramillete de mujeres de distintas latitudes, nos enseñaron que la poesía se extiende más allá del verso. De hecho, Carson en contumaz en esta práctica. 

A PROPÓSITO DE SI NO, EL INVIERNO

Es obsceno hablar de Safo sin mencionar a Anna Carson. Como le sucediese a Baricco al cruzarse en su vida los versos de Pessoa, Safo fue un acontecimiento en para una Anne Carson adolescente. Los libros, ciertos autores, pueden transformar radicalmente la vida de quien los lee. Así que esta canadiense hizo su tesis sobre la lesbia. Y ahí comenzó un vínculo que, como vemos hoy con este nuevo título, perdura.

Déjenme siquiera unos instantes detenerme en el libro como objeto. En lo hermoso de esta edición, comenzando por su tamaño y su hechura de mosaico, palabra del latín opus, obra. Mosaico. Edición trilingüe que nos permite ser cautivados por la extrema belleza visual de la grafía griega. Da igual que no sepamos qué dice, basta mirar esos trazos para sentir que estamos ante un idioma que tiene pocas horas de vida, que aún está recubierto del rocío original de nuestra cultura. Es interesante ver cómo la enunciación se vierte de un idioma a otro. El traductor tiene algo de maestro del matute, algo de falsificador (por cuento sustituye el original por una copia) y algo de contrabandista (por cuanto hace pasar la copia por el original). Nunca le agradeceremos lo suficiente su labor. En este caso, a otra poeta, Aurora Luque.

Déjense mecer, además, por la disposición tipográfica. Tampoco es aleatoria. Las sangrías, los espacios, el uso (escamoteado) de algunas mayúsculas… todo eso nos dice cosas, primero a los ojos, después al entendimiento. La emoción no es sino la primera respuesta a la recepción de una obra, nunca su cénit.
De Safo sabemos poco. Muy poco. O quizás lo suficiente. Conocemos menos de la vida de Shakespeare que de la de Safo. Pero por desgracia, sólo se ha conservado un único poema completo, Oda a Afrodita.

Ninguna de sus partituras, porque la poesía de Safo, como se nos apunta en el prólogo, era música. Los eruditos de Alejandría las compilaron en nueve libros, el primero de los cuales constaba de más de mil trescientos versos. Y un único poema completo de la que era considerada Décima Musa o Musa Mortal.
Esta edición recoge, además de esa Oda a Afrodita, más 19o fragmentos, de los cuales más de la mitad contienen menos de diez palabras. Eso nos da una idea de la dimensión de la pérdida de la obra de la poeta de Lesbos.

Lo que intenta Carson en esta edición es no tanto traducir los versos o las palabras aisladas escritas por Safo como conjurar la imagen o la idea hacia la que apuntan. Esto sólo puede intentarse desde un profundo conocimiento del autor en el que uno se adentra. Y ya dijimos que es el caso. Carson ama a Safo. Y el único rasgo distintivo que admite en las solapas o contraportadas de sus libros es ser profesora de griego. En la síntesis, uno coloca el corazón. Si nosotros escribiéramos todo aquello que somos, o que creemos que somos, saldrían muchas características, roles, oficios. Pero si uno tuviera que escoger solo uno, ese sería el inevitable. Y lo que Carson deja que la defina es el griego.  

Evocar la idea con la que Safo escribiera hace más de dos mil años. Y para asombro del lector, Carson lo consigue. Lo consigue y no. Lo hace en aquellos caso en los que las palabras son suficientes para emprender la tarea, y lo encauza cuando los silencios (las ausencias, marcadas en esta edición por corchetes) son tantos que solo un conjuro cabalístico podría situarnos en la senda exacta. 

No es un libro fácil. Exige imaginación. Y la imaginación es una facultad poco apreciada en estos tiempos en los que se nos da todo trillado. Basta repasar los títulos de los últimos años para comprobar, con excepciones de rigor, que las novelas que inundan el mercado editorial buscan lectores pasivos. Se consumen sin que dejen una pequeña muesca en quien los lee. Son productos, por tanto diseñados para usar y tirar. Y no hay peor libro que aquel que es inocuo.

La potencia discursiva y semántica, dos rasgos presentes en cualquier obra literaria de alta intensidad, están ausentes. Así que uno abre este libro y se encuentra con el desafío de que ha de completar los silencios, escucharlos, claro, pero componerlos. Más que nunca, el lector tiene que componer esta obra. Tejer los fragmentos que se nos presentan. Un auténtico estímulo para cualquier lector que lo sea de veras.    
llegaron para no

más todo ha de intentarse,
pues una persona en la pobreza

para ser/ al llegar

rogar por compartir

¿No es la maravilla esta apertura de puerta de templo para que el lector encuentre dentro lo que le conjuren estos versos? La belleza exacta para mirar una y otra vez la pregunta. Como todo lo sagrado, los versos de Safo son siempre pregunta, nunca respuesta. Eso permite reformularlos una y otra vez. 

A veces lo que nos insinúa Carson es un simple movimiento sintáctico, como ella misma cita, la “intención hacia el lenguaje” de la que hablaba Walter Benjamin, recoger ese eco que produce la versión original. Lean y pronuncien en voz alta. Atentos a lo que sucede. 

Si comenzaba mi intervención afirmando que sin el griego y lo que su cultura representa no podríamos entendernos, tampoco sin Safo el transcurso de la literatura sería el que es. Hablamos de alguien que ha dejado su huella y que dialoga con la mística (no sólo cristiana, también con el sufismo), con los textos de amor cortés, con los románticos (movimiento que sigue vivo a día de hoy) y que se ha erigido como vestal del feminismo. Este es un libro en el que Carson, como estila, se vuelve transparente para que sintamos a la propia Safo, haciéndonos olvidar que hay una inmensa poeta, de una personalidad insólita y polifónica poniéndole voz. Lean a Safo. Y a Anne Carson.
Si no, el invierno.


A PROPÓSITO DE TIPOS DE AGUA

A poco que se conozca la obra de Carson, nadie podrá esperar un libro correcto sobre el Camino de Santiago. Tipos de agua es, como la propia autora, ecléctico. Biografía (aunque casi sin referencias personales), etnografía, historia, cuaderno de viajes, anotaciones de vida… “Los peregrinos eran personas en el exilio científico”, y Carson transcurre en el exilio que cumple la expectativa del desconcierto. Porque, como ella misma apunta, un animal se enfurece (escúchese lector) cuando le dan lo que ya sabe. 

Su título nos remite a uno anterior, Marcas de agua, sobre Venecia y Brodsky (Y si fueras mi esposa, yo sería tu amante/ porque la Iglesia está firmemente en contra del divorcio). Originalmente formaba parte de él, aunque Vaso Roto, con criterio acertado, ha publicado de manera independiente. El agua como elemento dúctil, que se amolda al continente. El agua como compañía de los peregrinos, el agua como bautismo de vida.

Un viaje desde San Juan Pie de Puerto, recorriendo la ruta de Roncesvalles, durante poco más de un mes, ya que las anotaciones van fechadas. Cada una de ellas, por cierto, encabezadas por versos de autores orientales (Basho, Sogi, Shikibu, etc.) tendentes a la introspección y el ritmo lento del que hablase Martín Gaite. Hay dos citas a Machado, una que abre (Bueno es saber que los vasos/ nos sirven para beber y “El ojo que ves no es/ ojo porque tú lo veas;/ es ojo porque te ve”), un poeta del paisaje (apenas encontramos referencias al mismo de Carson) tremendamente reflexivo y ensimismado por momento, como procede en el peregrino.

Asimismo, casi todos esos textos se cierran con una coda, en sintonía con la naturaleza de los peregrinos y su experiencia. Y el camino de Carson concluye en Finisterre. Dónde si no. Pero lega a Compostela el día de precepto, 25 de julio.

Acompaña de un hombre al que denomina ‘Mi Cid’, con un punto de ternura y uno y medio de ironía, con el que tiene algún encontronazo. 

Preguntas: ¿Qué es lo que nos impide ahogarnos en los momentos que surgen  y cubren el corazón? ¿Cómo es la conversación de los amantes? Cuando se nos niega una historia, se apaga una luz, ¿desaparecemos nosotros también? ¿Qué es sonrojarse? ¿De qué estamos hechos sino de hambre y rabia? ¿Qué es saber?

Con algunas sentencias siempre con aroma de la apertura: la sombra está dentro; ya es tarde cuando te despiertas dentro de la pregunta; ninguna montaña termina en la cima. 

Y sin meditaciones metafísicas. A Dios no está ni se le espera, al menos en este libro, porque Carson lo ha convocado en otros, por distintos medios. Es, como cualquier peregrinaje serio, un viaje no tanto físico (se nos escamotea prácticamente cualquier información sobre olores, imágenes, el resto de peregrinos que salen al paso de Carson y su Cid) como interior. 

Carson traza un mapa anímico, en todo caso un mapa con jalones que atañen al espíritu. No sabemos si hizo en Camino en busca de Dios. Lo que encontró es que lo que da valor a las cosas es el miedo. En su viaje encontramos varias citas, entre ellas la del poeta japonés medieval Kan-Ami: “ahora regreso a la casa ardiendo/ ¿pero dónde está el lugar donde solía vivir?”. A Carson no le interesa llegar porque su destino es marcharse. Lo que le interesa es la antropología del peregrino, sus usos y costumbres: ¿qué le hace a uno peregrino?, ¿qué no?, ¿cómo alivia esto, de algún modo, el peso de la vida?

Carson utiliza el Camino como metáfora de peregrinaje existencial, algo que se refleja con acierto en su obra. Resulta una autora siempre inquieta, atenta a no volver a recorrer las sendas por las que ha caminado o, si lo hace, que nunca sea del mismo modo.

A PROPÓSITO DE DECREACIÓN

Desde luego si suscita cierta incomodidad colocar un zarcillo o adscribir a un género VOX, lo de Decreación es una apuesta irreverente, indómita por dinamitar los lindes entre posía (tal y como la entendemos, con su disposición tipográfica y espacial), ópera in media res, hagiografía, biografía, ensayo… Lo hizo siempre, ‘Autobiografía en rojo’, es una novela en verso; ‘La belleza del marido. Ensayo narrativo en 29 tangos’, no tiene nada de estrictamente ensayístico y sí algo que se parece bastante a lo que consideraríamos un poemario clásico. Hay algo de deliciosa prestidigitación en lo que hace cuando escribe Carson.

Decreación es un término acuñado por una de las místicas y pensadoras más interesantes del XX, Simone Weill, con la que comparte seguramente Carson su visión acerca de lo que Weill llamó ‘superstición de la cronología’, una servidumbre del tiempo. Con el concepto ‘decreación’, Weill hablaba de que la única manera de ser parte, de participar en la creación es deshaciendo la criatura que hay en nosotros, disolver el yo permitiendo que lo sagrado entre. La pobreza de espíritu, esa frase tan perturbadora como enigmática, aquello de lo que hablaban los padres de la Patrística católica, el abandono de uno mismo, el abajamiento. ‘La gravedad y la gracia’: “No poseemos nada en este mundo más que el poder de decir ‘Yo’. Esto es lo que debemos entregar a Dios”.

Carson establece vínculos entre una filósofa moderna, una hereje medieval, Margarite Porete, perteneciente a la corriente piadosas de las beguinas, consagradas a Dios pero sin vivir juntas o bajo ninguna orden concreta. Ella escribió ‘El espejo de las almas simples’, sobre el amor divino, donde habla de esto mismo, de la decreación, pero ella lo denomina ‘el aniquilamiento del alma’. Fue condenada a la hoguera, y a diferencia de otros herejes rehabilitados posteriormente, como Juana de Arco o el inmenso maestro Eckard, con Porete no ha habido reparación alguna. La tercera mujer en liza es Safo, poeta mística en otro orden de cosas, a quien consagró Carson su tesis doctoral, después publicada bajo el título ‘Eros’. A través de tres mujeres, Carson reflexiona sobre ese deseo siempre insatisfecho de acceder al otro. De nostalgia infinita del otro. 

Decreación contiene un oratorio para cinco voces en homenaje a otra mujer, Gertrude Stein, una norteamericana que tiene en común con las demás haber ensanchados los límites. ‘Muchas armas’. ‘Totalidad’, tres páginas sobre la relación lésbica entre Virginia Woolf y Vita Sackeville (Gertrude Steina también era homosexual).

Hay también una invocación a la madre, ‘Paradas’, en la que explora el oxímoron entre amor filial e incomunicación, una ‘oda al sueño’, donde al apuesta es difuminar el territorio onírico del de la vigilia, un ensayo a propósito de un texto canónico de Longino, ‘Sobre lo sublime’ (tan importante como la Poética de Aristóteles, donde fija el concepto de grandeza literaria), y el cine de Antonioni. 

Encontramos ‘Gnosticismos’, nombre que ampara todas las variantes del cristianismo que prometían la salvación, no por medios de las obras, sino a través de un conocimiento directo o intuitivo. 
Hay más. Hay un universo en Decreación. Hay belleza y sencillez en el lenguaje, hay juegos lingüísticos, retos personales, reflexiones, metáforas, hay salidas, pero “toda salida es una entrada”. 

De nuevo se sustenta en nombres propios para hablar de aquello que nos quiere contar Carson. Acaso siguiendo la consigna de Rimbaud: “yo es otro”. Referencias en las que pareciera se resiste a interpretar. Me fascina esa capacidad de hacer de las lecturas privadas materia literaria, desde Kant a Homero, pasando por Emilie Brönte o Dickinson, y en desplegar esa recreación con una capacidad visual portentosa, no solo en la disposición de los versos, sino en la distribución de los espacios y el uso constante del collage.

Me asombra la capacidad de Carson, en VOX, en Decreación, en Tipos de agua, de conjugar la capacidad intelectual con el tono lírico, nunca excesivo, más bien sojuzgado, nada desbordante, como pudiera ser un Blake, lejos del adorno, como pudiera ser un Darío. Más próxima en todo caso a Eliot. Pero ella.