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El maestro Soler

Entrevista

17 Mar 2020

Rafael Soler, poeta y escritor

“De eso va todo, sabernos vulnerables y de prestado”

Esther Peñas / Madrid

Después de una larguísima temporada en barbecho público, Rafael Soler (Valencia, 1947) regresó con un incontestable poemario, Maneras de volver (Vitruvio), al que siguieron otros no menos formidables. En 2018, volvió a la hechura de novela con El último gin tónic, una espléndida disección de los afectos, y ahora acaba de publicar Necesito una isla grande, ambos títulos en ediciones Contrabando. Un puñado de tipos queribles a pesar de ellos mismos afrontan su último trecho vital sin darse por derrotados ni aflojar en dignidad o nobleza.

Una isla grande, ¿cuándo se hace necesaria?

Cuando fracasas, y al afeitarte el tipo del espejo no sabe decirte por qué; cuando recibes un reconocimiento merecido, o triunfas con alfombra roja y banda de música, y el tipo del espejo te guiña un ojo como diciéndote “te lo mereces, esto acaba de empezar”; cuando se estira el día, y nada acontece en su rutina; y así, en tantas ocasiones que llegan como al tantarantán, porque de eso va la vida, y cuando quieres darte cuenta te falta el aire, y un poquito de soledad para buscarte. Más o menos. Una isla nos hace falta siempre, su tamaño dependerá del parte facultativo y el grado de desesperación de su habitante.

Como se apunta en el frontispicio, vivir es un asunto personal. Pero, viendo las peripecias de estos tipos, ¿hasta qué punto los otros, el otro, interviene en ese asunto?

¿Qué otros? ¿Los que medran en un escalafón que conduce a la mediocridad y el tedio? ¿Los tóxicos, tan dados a sonreír cuando conviene, y luego si te he visto no me acuerdo? ¿O estamos hablando de afines y cercanos que están cada uno en su madero, con la costa a la vista pero lejos? La vida es un asunto personal, y también un atropello consentido. Y así sucede en esta novela, compañeros de viaje aunque sea en una furgoneta robada. Los otros, sí, pero mejor los tuyos.

A partir de cierta edad –la de los protagonistas-, ¿en qué mejora la vida y qué es lo que más se echa de menos de la juventud?

Mis protagonistas tienen todos más de setenta, una edad fantástica para acabar empezando, que es como decir que con muy poca consideración te pille tu final sentado en una silla de playa frente a ese pánfilo azul que llaman horizonte, y haciendo planes. Pertenezco en mi calidad de autor al Consejo de Ancianos que forman Carmina, Rocky, Tomás, Panocha y Coronel, y en nombre de todos me atrevo a decir que el paso furioso de los años ha dejado en nosotros varias capas de pintura: una de solidaridad, otra de misericordia, y otra de bien entendida dignidad. ¿Qué echamos de menos de la juventud? Pues solo una cosa: la juventud.

¿Cuánto de nuestros sueños “son de prestado”?

Si aceptamos, y no es un juego de palabras, que somos la suma de cuanto quisimos ser y cuanto creemos ser, para enfrentar con solvencia nuestro día necesitamos sueños, sueños solventes, se entiende, de esos que nos llevan a cometer una locura, sueños radicalmente imposibles en su posible itinerario, sueños de una pieza, que los hay, para saltar con brío de la cama y apurar nuestro primer café o el penúltimo gin-tonic.

Pienso en los panfletos contra doña Asunción. ¿Siempre hay que mantener despierta esa faceta insurgente?

Siempre. Insurgencia, rebelión, desmesura, trinchera, periferia, heterodoxia, barro. Ahí, todo. Siempre hace un panfleto como Trinitrotolueno, que denuncie la sopa fría, y entiéndase por tal todos los desmanes y abusos de esta sociedad nuestra, tan áspera. Ahora, un listo diría algo así como la sopa fría es una metáfora. Pues eso.

“A nadie le gusta morir, y cuando toca, menos”. ¿Hay algún modo de prepararse para la muerte?

De la misma manera que te preparas para la vida: enfrentándote a ella con la frente alta sabiendo que, como dice en un verso Claudio Rodríguez, “estamos en derrota, nunca en doma”. Y de eso va todo, sabernos vulnerables y de prestado, apurar el instante, compartir, ser buena gente. Y bien morir cuando llegue el momento, que siempre es un poco antes.

¿De qué depende que a uno lo mantenga en pie las ansias de vida, como el caso de nuestros protagonistas, o se deje morir?

Quizá sea algo genético, quizá tu pasado remoto y tu presente imperfecto, quizá el amor, ay, el amor, quizá un proyecto incumplido, o una traición, o el arponazo que un día recibiste sin pedirlo. Pero cierto es que hay vivos medio muertos, como hay muertos medio vivos que no se rinden hasta escuchar el crepitar del horno crematorio.

Si en un miga de pan “se esconden siempre los secretos”, ¿qué esconden las historias que nos cuentan las novelas?

Qué sugerente, en una miga de pan se esconden siempre los secretos. ¿Qué esconde las historias que nos cuentan las novelas? A veces, una historia mejor a la publicada por impaciencia o falta de criterio; otras, vivencias y ensoñaciones que el autor reparte de forma muchas veces inconsciente en algunos de sus personajes. Y siempre, siempre, la necesidad de encontrar a “tu” lector, que en algún sitio estará, digo yo, porque toda historia que merezca ese nombre necesita un lector, con uno basta, que se emocione y disfrute como disfrutó y se emocionó el autor. Escribir para vivir, leer para sobrevivir. No hay más

¿Qué hace que una noche “sea para brindar o para saciar la sed”?

A ver quién es el guapo que se limita a beber, sin alzar la copa con sus compañeros de mesa, en una noche fragante, con canto de grillos y arriba las estrellas de El Carro. Los protagonistas de Necesito una isla grande no están para perder el tiempo que no tienen, y hacen de cualquier asunto menor motivo de celebración, tóxicos aparte. Tomemos ejemplo.