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Garro

Libros

13 Mayo 2019

La Moderna publica su obra poética, a cargo de Patricia Rosas Lopátegui

Elena Garro, la mujer que fue y no

Esther Peñas / Madrid

A veces ocurre. Que un nombre salta de boca en boca ardiendo como bengala. Quizás recuerden que hace tres años, el nombre de Elena Garro llegó incluso a los noticiarios televisivos. No fue por su legado literario, tampoco por su compromiso político, sino por una desafortunada faja que acompañaba al libro que entonces se publicaba en nuestro país, ‘Reencuentro de personajes’. “Mujer de Octavio Paz, amante de Bioy Casares, inspiradora de García Márquez y admiradora de Borges”. Así se calificaba a Elena Garro. No como sujeto, sino como objeto de, en este caso, hombre que no necesitaban presentación alguna. Es cierto que Elena Garro fue todo eso, pero nada de eso resultaba identitario, ninguno de esos atributos –suponiendo que lo sean- concurrían en ella más allá de accidentes, algunos de calado, por supuesto, pero ser esposa, amante, musa o admirada recoge una pequeña porción de quienes somos. 

¿Quiénes somos? Desde luego, Garro tiene credenciales suficientes por méritos propios como para constreñirla en atribuciones más o menos veleidosas. Mujer de boca ancha como brocal del verso, de nariz abierta como la estrofa, de ojos tendentes a la melancolía, como un lied de Shubert o de Shumann, sonrisa franca de raíz de tierra, elegancia de composición clásica. Sí, también, pero tampoco.

Elena, con hache y sin ella. La que murió un 22 de agosto, santa María Reina, ella, que gustaba buscarle las vueltas al santoral cuando perdía a quienes quería, la periodista que sacó adelante a su familia, la narradora, la guionista, la dramaturga, la vehemente defensora de los derechos de los campesinos.
Garro, la loca. Loca como tantas mujeres que ejercieron su desacato al papel asignado para forjar por sí mismas su historia. Garro la conocedora de las realidades invisibles, la feligresa del asombro, la nómada, la amiga de los indígenas. Garro que escucha la música del mundo, y la que queda agazapada en la más honda soledad, la mariscal del sueño, la camarada de los felinos, la que frunce organdí a la muerte, la disidente, la que ama, la que prende la memoria, la que escribe desde el bosque, como útero materno, como espacio que preside lo sagrado, como hiciera otra espléndida escritora, María Zambrano, la que revisita la infancia, quien alberga la pobreza cuando escribe, la que asume que “todas las cosas nos llegan antes de que sucedan”.

También la poeta. Porque a veces ocurre. Que se restituya el nombre. Basta asociarlo a lo más íntimo a lo que va inscrito, en el caso que nos ocupa, sus poemas. La editorial La Moderna ha publicado la poesía de Garro. Nada mejor que sus versos nos hablan de ella. Una edición espléndida que incluye un exhaustivo estudio preliminar, reproducciones de algunas poesías de Garro de su puño y letra y tres poemas de su hija, a cargo de la ensayista Patricia Rosas Lopátegui.

El libro se divide en cinco territorios. El primero de ellos, la infancia. Garro sabe de las correspondencias entre el poeta y el niño, recurre a ese tiempo en el que todo era originario, allí donde su padre (las manos de su padre, imagen que se repite en sus versos), allí donde “tu nacimiento determina al mundo”, donde la “música de flautas”, donde “el sol ha vencido a la nieve”. La infancia para Garro es el pájaro que sale de los labios, el periodo del amor intenso y recíproco. Por eso regresa a ella a través del sueño y busca “entre las sábanas” “esa flor”, esa prueba de que el sueño es real (como si no lo fuera).

El segundo territorio es su matrimonio con Octavio Paz, tan inmenso poeta como hombre terrible, envidioso, celoso como Otelo. Tremendas las imágenes que nos deja Elena de é: “pequeña sanguijuela/ instalad en mis ojos chupando sueño”, “te amarga el paladar para probar los frutos”, “puebla tu sueño de imágenes malditas”, “entra reptil en tu pecho”, “te deja desnuda”, “te mata poco a poco”. Elena estuvo profundamente enamorado de Octavio, incluso cuando, con zalamerías, la animaba a no escribir. Resulta una presencia draconiana, temerosa: “tu voz, espada fulminante, hacha iracunda”.

A mi sustituta en el tiempo, que da nombre a este tercer territorio acotado por Patricia, reúne poemas más amables, dedicados a su hija, presencia seminal en la vida de Elena, y también otros en los que la poeta, por oposición, se define y compromete, como sucede con el poema Diálogo con un asesino, donde escribe: “Todos lloramos a nuestros muertos. /Los tuyos son robados, son muertos de otros”. Ella misma lo dice en otro momento: “Para acabar con la rabia hay que matar a muchos/Perros”. Poemas con cierto aire lúdico, como aquel en el que cuenta la gestación de la Revista Mexicana, junto a Fuentes, Arreola o Rulfo.    

Bioy Casares centra la cuarta geografía poética. Apenas se vieron un par de veces. Garro abortó del hijo que esperaba. Tres tulipanes amarillos. Tres rosas las de Carver, tres tulipanes los de Garro. Bioy, el hijo que llevaba, ella. Lo amó, lo amó hasta el extremo, consumida por la distancia. No solo física. Bioy era puro intelecto. Bioy, “nombre tan poco nombre”. Bellísimos algunos versos: “Todos los sueños/ en el sol de las tardes infinitas/ se abren al compás/ de sílabas dormidas en tus labios”. Y durísimos tantos otros: “Que mires los ojos de la muerte/ en los ojos que mires y te miren”, que las lágrimas “tengan la virtud/ de borrarte la memoria de la dicha/ y días vacíos encadenen tu tedio”. Compleja la relación entre Garro y Casares, “dos cuerpos que tuvieron/ su tiempo y lo gastaron/ en disputas, en lágrimas, / en nada”.

Por último, La poética del exilio, poemas contundentes, rotundos, comprometidos, como el que abre, Vamos unidas, larguísima composición (los poemas de Garro tienden a una cadencia muy musical, también a la extensión generosa). “Vamos unidas por la infamia/ Pasos del hambre gris”. Son poemas estos, especialmente los que quedan próximos a su muerte, marcados por una tristeza incorporada, por un lamento interno que no es tanto queja como nostalgia por lo que nunca tuvo. “Elena nunca fue./ Helena nunca ha sido”, poblados de lágrimas y una cierta desolación, digna en el porte: “En la noche a solas/ Helena duerme muy desdichada”, “el tiempo es un estarse quieto/ mientras un invisible fuego/ nos consume”, “ella es mi espejo,/ yo soy su espejo/ y no existe nada más, /sólo el hambre que ronda/ los muebles alquilados”, “así era la vida, ríos de lágrimas”, “el árbol de lágrimas/ que crece dentro de mi cuerpo”, “lágrimas de niña/ aterrada en el mundo”.

Hay veces que sucede. Que leemos a una poeta y comprendemos que las cosas nunca son solo cosas. Que lo que nos marca, lo que nos ayuda, es lo pasajero. Lo que aspira a lo eterno no resulta de ningún consuelo. Lo que esperaba Elena Garro de la vida no era algo que pudiese venir de parte del tiempo. Pero el tiempo, al menos, está colocando su nombre allí donde resplandece por sí mismo. "Como un martillito de luz golpeando el bronce de lo real".