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Monteverde

Sugerencias de lecturas

23 Jul 2018

Su poesía, en la penumbra entre sueño y vigilia, es, en síntesis, la maravilla

Julio Monteverde o el placer de vagar por las palabras

Esther Peñas / Madrid

El surco abierto por Julio Monteverde (Cartagena, 1973) en su primer libro, ‘La luz de los días’ (La Torre Magnética, 2002) ya presagia lo que se convertirá en el origen al que volver una y otra vez en sus poemas: la sombra, el doble, el ser otro (“la desesperación de no poder ser otro”), el espejo y el subrayado de la presencia corpórea/identitaria del yo haciendo uso del pronombre (“yo he observado”, “yo descubro”, “creo ser yo en un espejo”, “yo, como tanto”).

Todo el poemario parece descansar en una suerte de tensión en espera, colocando cada verso en el lugar en el que algo está a punto de suceder, en el territorio en el que uno mira tratando de entender (“algún día me gustaría llegar a un punto/ cercano a la comprensión de las estancias/ por las que he pasado”), y ya se erige el territorio que no abandonará el poeta, ese otro lugar que completa, que restituye: “existen otros lugares y otros tiempos/ que corren paralelos a este tiempo/ y que sumergen sus brazos en la infancia de/ las cosas/ para recuperarse y revelarse inaccesibles”. Esa es la vereda que, como itinerario vital antes que poético –como si no fueran la misma cosa-, recorrerá Monteverde, siempre atento al prodigio, alerta para encontrar el hueco, el tajo, la hendidura que le permita pasar al otro lado y encontrar, siquiera por un instante, lo pleno (“una playa cubierta de nieve./ Una sombra que salió a ver mundo”).

Poemas intitulados, versos encabalgados (“descubro el reverso de la / costumbre”), poemas en prosa, que abren la puerta al tiempo (“dónde se encuentran las frases dichas por mi madre en otro tiempo”), que abren la puerta a las distancias (“cuando bajo desde mi hasta el suelo”, “lento avanzar de los trenes sobre la piel del mundo”, “las pestañas siempre largas de la vida en otro sitio”). Todo de otro modo, del modo en que ya nombrará a Monteverde: desde dentro (“libre y hacia dentro”, “muertes en el espejo y hacia dentro”, “es la vida lo que suena dentro”, “la sobriedad de lo de dentro”).

Dividido en tres espacios (‘Las sombras’, ‘De lo que puede verse al mirar un espejo’, ‘La luz’), concluye con un texto que sube los peldaños de la maravilla. ‘Rastros’, así se titula este contundente poema, a su vez jalonado en doce estaciones (curioso: “recorrí los pasillos”, leemos en una de ellas, una imagen que volveremos a sentir más de una vez en sus siguientes poemarios”). Y un verso de gloria bendita (otros, pero este): “la salvación es un hecho”.

VIDA ONÍRICA EN ESPLENDOR

‘Planetario’ (Las armas milagrosas, 2007), queda inaugurado por un sugerente dibujo de un sistema solar propio, como vacantes festejando la vida. La vida que también es sueño para el poeta. Vida onírica en esplendor de hierba. 

Hay títulos en alguno de los poemas (‘Momento’, ‘La música antigua’, ‘Puerto Bello’…) y un concepto que ya no será ajeno a Monteverde, esperanza (“la esperanza siembra su aliento/ como un relámpago para el fin de todas las cosas”). Una esperanza activa que huye de recibir los sucesos como objetos para convertirse – al menos intentarlo- en sujeto de acontecimientos. Estar esperanzados, explica Pichón Rivière, es aceptar el riesgo de vivir. 

‘Planetario’ es un canto al discurrir, porque la poesía tiene que ver con cantar más que con contar, al discurrir exacto de las cosas que brotan en corrientes extrañas, que forman encrucijadas con aquello que el poeta conoce o desconoce. De nuevo, la existencia de lo otro (“hay otros mundos”). De nuevo, lo que no puede convocarse (“y yo, por unas horas, he formado parte/ de lo que no puede decirse”). De nuevo, el sueño: “Pero la música que yo oigo, la otra música que yo oigo,/ es un surco de plata en el rostro del sueño”. Y de nuevo el doble (“una moneda de dos caras bajo la lengua”), también de manera explícita, como el poema que lleva ese mismo título.

Un nuevo símbolo, el puñal. Y este planetario que discurre desde la distancia de los planetas a la orografía de las calles, de la infancia de uno mismo a la muerte, no tanto orgánica sino como la amenaza capaz de destruir el prodigio, que deshace el encantamiento, la vida rescatada (“Y la vida estaba ahí, sí, pero la luz existe y no es esto”). La tensión de espera del poemario anterior se trasluce ya como conocimiento (“y yo, por primera vez, abrí los ojos a lo que serían/ las grandes líneas de mi vida”. El poeta se cuenta y no lo sabe).

De nuevo, la madre (“yo aún agarro la mano de mi madre/ con la mirada puesta en la mismísima muerte”), y el perro (“con una boca en la mano”). Piedra, puñal, sueño, sombra. El itinerario.

EL CAMINO DE LA RABIA

‘La llama bajo los escombros’ (Gens, 2008) comienza con un pórtico que anuncia el viaje: “Los perros de la poesía que me desgarraron hace tiempo/ ya no tienen ningún poder sobre mí./ La solución era más simple y sencilla:/ Este es el camino de la rabia./ Yo jamás llegaré”. Los perros, otra vez. 

Regresa a la estructura: ‘La combustión espontánea’, ‘De los escombros, su movilidad’ y ‘Encarnación de la llama’. Tres regiones por las que triscar la palabra. La sensación de apertura preside. La luz se rechaza por desproveer de sugerencia a las cosas. Sangre, noche, sueño, miedo, ceniza. Ya se roza el saber, ¿del todo? (“Y ahora yo también sonrío, pues he comprendido”). Miedo al contagio, a la vida situada “entre la imagen y su referencia” donde “los estados generales son lugares comunes para la coagulación del deseo”.
Se sabe, se crece: “El misterio no es suficiente./ Poesía es lo que se hace”. Y una predisposición a la obediencia de lo que fluye, una acatamiento del designio, de la analogía, “al cortejo de la esperanza más simple”. 

Frente al desaire para con la luz, la oscuridad como manglar inagotable de posibles (“Este paisaje también tiene otro sentido: y es que el alma siempre es más oscura/ en su existencia a través de las palabras”).

Viejos amigos de paso: el espejo (“el espejo ni confirma ni desmiente”), el sueño, lo que está dentro (qué bello debe ser estar dentro de un edificio en el instante en que éste se derrumba”). La madre deja paso a “la llamada de los padres”, su línea de flotación. Aparece, por vez primera, la naturaleza en forma de árbol, de ciprés, de castaño. Y un poema final empastado, lleno de alma, alucinado, épico, casi palabra de esfinge (“La iluminación viene primero. Después es la visión directa/ de las cosas”). 

EL JUEGO

‘Limo contagio australia trimestre’ (La Bella Cristalera) parte de una anotación en duermevela fechada el 16 de abril de 2011. A partir de ella, Monteverde convoca un bellísimo tetramorfos poético. Cuatro poemas y un colofón. El sueño se impone. Los espejos, los perros (esta vez, también pájaros), la noche, el despertad del lado de la vida. Imágenes como portentos: “las palabras concatenan la espuma”, “tu piel se expande para aceptar la lluvia”, “el placer se calcula mediante instrumentos de tortura”, “una música que no tiene otro fin que paralizar la vida en su perímetro”…) y una síntesis a modo de poética sin pretenderlo: la arbitrariedad no es el fuerte de las palabras.   

Lo que podría haberse quedado en cuatro palabras inconexas desabrochando la sonrisa del asombro, alumbras cuatro poemas hilvanados por un azar que no se busca comprender. Acaso porque se lleva dentro. Pero van hacia (“cogidos de la mano/ lejanos como videntes”) y, como no podía ser de otro modo “abriéndose hacia dentro”.

Siguiendo el juego emprendido, bailar con cuatro palabras descolgadas del labio del sueño, el siguiente poemario tiene todo de lúdico. ‘Casa de fieras’ (Enclave Libros), escrito al alimón con Julián Lacalle (y no será el único libro que firmen ambos, pero habrán de estar atentos). El juego consiste en la manera de mirar objetos, de hallar la analogía, el vínculo, desde “un espacio común para el intercambio”. 

Porque “¿Qué es un kilómetro sino la imaginación de los ciegos proyectada hacia delante? Para los árboles, la distancia no tiene más sentido que el abrazo del viento”, nos dicen en ‘El caracol sordomudo’. Pero ‘El ciempúas’, como ven a un peine metálico de antaño (de los que se llevaban en el bolsillo trasero del pantalón, ellos, más que ellas; ‘El cisne de la transformación’, a partir de una figurita de ¿murano?, donde leemos “el hambre es la fuente” y nos trasladamos de un plumazo al ecosistema de Chantal Maillard, que podría haber firmado ese verso; ‘El salmón contradictorio’ (encontrado en una grapadora, sabedor de que “la resistencia del aire es un placer ilimitado”); ‘La mariposa huésped’ (a partir de una radiografía de cadera, texto en el que hay hallazgos como “estoy lleno de amor hacia la muerte que seré”, imagen que evoca a la Negroni); ‘El loro’ (surgido de unas tenazas, que nos enseña que “la repetición de ciertas palabras nos vincula”) o ‘El rinoceronte’ (“También a veces el problema es que se me olvidan las cosas. Las afrentas y los desplantes. Los méritos. Todo se me escapa. Y así es difícil ganarse la constancia del crimen, ni siquiera como detonación.”)

“ESTOS GRITOS SON PARA NADIE”

En ‘Las hojas rojas’ (sol y sombra, 2015) el cuerpo y el tiempo cobran una importancia radical (“los años me aterran”, “horas que nombran/ la necesidad de replegar el sentido”, “el tiempo abre los caminos”).

El rastro de estas hojas encarnadas se adentra en “un sueño muy profundo que se ha extendido entre nosotros/ él ha querido habitar mi cuerpo”, y huele a nostalgia irreversible (“contra el olvido no pueden hacerse planes/ y nada es ya sin duda demasiado”), el poeta camina “incapaz de aferrase a lo concreto” y acaso solo “las llagas de sus labios eran una puerta”.

El tono general es como el cielo encapotado, se vislumbra “la prefiguración de la muerte en los ojos de la víctima” y “a este muerto de hambre sí se le puede robar”. Un tono vital “algo más profundo que la pena más amplio/ que la angustia porque estos gritos son para nadie”.

Amigos de la infancia: lo que queda por dentro (“estoy hueco por dentro”, “ojos vueltos hacia dentro de nudos”), el cuchillo (“como cuchillos entrando y saliendo del cuerpo), la idea de que “las calles son nuestras”.

Y un verso incandescente que define a Julio: “cero en el placer de vagar por las palabras”. Creo en el placer de vagar por las palabras, creo en el placer de vagar por, creo en el placer de vagar, creo en el placer de, creo en el placer, creo en, creo…

EL CENTRO ESTÁ EN TODAS PARTES

Todo ello para llegar a ‘El pasillo de espejos’ (Ártese quien pueda, 2017), un poemario tremendamente empastado, ordenado por reflejos y por ecos, un poemario en el que los espejos dinamitan los límites. Porque este pasillo estalla, a golpe de martillo primero, lo obvio, lo que se espera, lo que se reconoce, para invitarnos a contemplar “los árboles atados al reverso del mundo”. Estos espejos invitan a quien mira en ellos a olvidarse de sí mismo, lejos del reclamo del yo que la imagen convencional de espejo ofrece, conteniendo “el poder de los imaginados”, lo que respira debajo de las piedras que nos miran. Y es “un viaje inacabable” este pasillo de espejos. “Por eso el centro está en todas partes”. 

Atravesar este pasillo de espejos es blandir, y forjar, y ensamblar, y deleitarse con la dialéctica entre uno y otro lado del espejo, entre la dispersión y la reunión, sin vocación de síntesis, “porque el tiempo no se agota”, una dialéctica que encuentra la hendidura capaz de la contaminación entre los diferentes pasillos de espejos que conforman el escenario de vida propuesto: el interior, el de la noche, el de la ciudad, el de la niebla, el de la conversación, el del mar (el mar y los niños, de nuevo, un tema antiguo), el de la carne, el sueño, el del otro, el de la esperanza y finalmente el exterior. 

Estos pasillos de espejos ensanchan la  distancia del ver, “de un lado a otro del umbral/ los sonidos se suceden”. El umbral, el espacio intermedio donde cualquier prodigio puede darse. Prodigio o analogía. Sueño o vigilia. Mediodía o noche bronca. En cualquier caso, celebración.

“Cualquiera que abra/ desplegará un universo en negativo”, en reflejo, en imagen otra devuelta por estos espejos que franquean los pasillos. Mirarse en los versos espejo de Monteverde es sentir lo irrepetible. “Hay algo detrás del mundo que no se ha visto todavía/ que sucede y persiste”.

Los poemarios de Julio Monteverde respiran la dignidad del que busca sin ajustarse a patrones, dispuesto a equívocos, a azares, a acoger el acontecimiento. Así que ahora, tomad un martillo. Golpead con fuerza la superficie del miedo.
 

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