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Alejandre

Entrevista

8 Abr 2019

Jaime Alejandre, escritor

“La dignidad humana está por encima de la naturaleza individual de cada uno”

Esther Peñas / Madrid

Buen viaje, compañero. Con este título Jaime Alejandre (Las Huelgas, 1963) reflexiona sobre la dignidad, los afectos, las pérdidas. La vida misma transcurre en su última novela, publicada en la colección Empero del Cermi. Desde la fragilidad que nos nombra como seres humanos, Alejandre se encara con el miedo, pero también con el coraje extremo en el que nos coloca el amor.

¿Qué caracteriza el vínculo madre-hijo que lo diferencia de cualquier otro?

Creo que es la pregunta más complicada que me han hecho nunca. Por eso, desearía como nada en el mundo que mi madre aún viviera y pudiera ayudarme a contestarla con esa sabiduría inocente y esencial suya. Como cuando me citaba que en algún lugar había leído que “hay que sonreír cada mañana porque dios se ha despertado antes que tú y ha colgado el sol en tus ventanas”.

En fin, creo que lo que diferencia el vínculo madre-hijo de cualquier otro es esa ligadura umbilical, física, que ni siquiera un padre puede experimentar. Ni dos enamorados, ni dos amigos. Compartir los glóbulos rojos, el aire, los nutrientes. Esa dulce atadura diferencia la unión de una madre y un hijo, y viceversa, de modo incomparable en la existencia tal y como la conocemos. Supongo que no es casual que una de las acepciones de “vínculo” se refiera a la sujeción de los bienes cuando está prohibido enajenarlos. Una madre y un hijo, aunque desapareciera el amor, aunque triunfara entre ellos el odio, jamás podrán enajenarse el uno del otro. Esa es la sublime grandeza y la gozosa servidumbre de la unión madre-hijo.

¿De qué manera se puede combatir el miedo?

Difícil cuestión vivir sin miedo desde que uno alcanza a comprender, a los cinco años de edad, que desde que nacemos avanzamos hacia lo inexorable. Tal vez los únicos resortes para combatir ese miedo sean el amor (amar y ser amados) y la libertad individual. Sabernos libres, dignos de amor e iluminados para amar. Y relacionarnos con el mundo y con los otros en el pleno ejercicio de nuestra libertad y desplegando amor son seguramente los únicos antídotos contra el miedo.

Cuentan que cuando Joyce llevó a la consulta de Jung a su hija, éste le dijo: “ella naufraga allí donde usted flota”. ¿Cualquiera puede atravesar ciertas circunstancias o hay circunstancias que exceden a algunas personas?

Lo dijo Ortega, cada cual es él mismo y sus circunstancias. Nada hay más intransferible que la relación de un ser con las circunstancias. Pero, igual que no hay una escala del dolor y cada cual lo siente de una manera propia, individual, privativa, las circunstancias dependen del ser que las experimenta. Circunstancias que para uno se convierten en incapacitantes, paralizantes, demoledoras, para otros son el acicate precisamente de la superación, el reto, el desafío para ir más allá de sí y trascender esas circunstancias.

En concreto, el mundo de las personas con discapacidad atañe a ambos extremos, pero es evidente que el impacto social del tesón, la autoestima, los anhelos y el pundonor que aflora en la mayoría de ellos cuando afrontan los obstáculos de la sociedad, son uno de los ejemplos más inspiradores de cómo el ser humano puede estar y está por encima de cualquier circunstancia.

¿Hay alguna condición que concurra en cada uno de nosotros que nos defina ella sola?

Sí y no. En efecto, creo que hay condiciones íntimas y foráneas que pueden ser definitorias de uno mismo. Pero también creo que no hay ninguna condición que habilite a nadie ajeno a esa propia persona para definir a otro del habitual modo reduccionista con que se suele definir la complejidad de un ser humano haciéndolo con una sola condición. Tomar la parte por el todo, o sea, ver la silla de ruedas y no al hombre que la maneja; fijarse en el bastón blanco y no en la mujer que con él se mueve entre las sombras, eso es una injusticia que sume en la indignidad a quien la comete.

La única condición que nos define ella sola es la condición de seres humanos, lo que implica una infinitud de matices, de situaciones. Cada ser humano es incomparable, y el conjunto de la humanidad es el paraíso de la diversidad, o sea un tesoro, una riqueza inigualable.

Levinas (otros muchos antes, claro, Cristo mismo) aseguraba que ningún rostro puede resultarnos ajeno. ¿Por qué somos capaces de hacer del otro alguien que ‘no existe’?

No creo que eso sea cierto, que seamos capaces de hacer del otro alguien que ‘no existe’. Justo lo contrario, o sea, precisamente lo que decía Emmanuel Lévinas: nadie nos resulta ajeno. Y eso es lo que a algunos les lleva al odio, el desprecio, la discriminación. Seres que no soportan confrontarse con la identidad (no deja de ser significativo que “identidad” tenga esa doble significación, la de ser lo que nos diferencia de los otros, lo que nos hace sentirnos únicos y que también describa lo que nos une a algunos de ellos, con los que nos “identificamos”, ciertamente) y tampoco toleran confrontarse con la diversidad, porque se sienten amenazados en su insignificancia. Y entonces buscan la eliminación física y/o psicológica de los otros, la aniquilación de los diferentes como único resorte para afirmarse en sí mismos. El siglo XX, el del totalitarismo, nos dio espeluznantes ejemplos de lo que digo.

¿Dónde reside la dignidad de las personas?

En las personas mismas. La dignidad es algo inalienable del ser humano por el mero hecho de existir. Ello no impide que otros pretendan exterminar esa dignidad. E incluso que, aparentemente, lo consigan cuando alguien claudica y llega a sentir que ha perdido su propia dignidad. Pero eso es imposible aunque él mismo lo crea. La dignidad humana está por encima de la naturaleza individual de cada uno, es un atributo que define a los hombres y mujeres frente a todo y frente a todos. Nadie puede arrebatárnosla.

¿Qué hace falta para que una despedida no trunque la vida de quienes se despiden?

Nada, porque es imposible que no nos quebremos ante la separación definitiva de quienes amamos cuando la muerte los apodera. Es más, si no sintiéramos ese rompimiento de lo más íntimo de nuestro ser al despedirnos, entonces no seríamos seres humanos sino rocas. Y como dijo Paul Simon en su canción I am a rock (soy una roca): “… una roca no siente dolor y una isla jamás llora”. No, como humanos la separación final de aquellos que dulcemente han colonizado en vida nuestro corazón nos infectará de desvalimiento, de amargura inconsolable. Y ese dolor se hace precisamente incurable por nuestra capacidad para recordar. La memoria nos traerá siempre el hecho de la pérdida. Pero ese recuerdo también nos regala el gozo de la recuperación emocional de aquel que se fue y revive con absoluta realidad y autenticidad cuanto sentíamos por él entonces. Así seguiremos sintiendo con idéntica plenitud y vivacidad cada día al que marchó, aunque ya muchos años nos separen del adiós final.

¿Qué papel cumple la familia en el cuidado del ser humano?

Hace dos millones y medio de años que nuestra especie se irguió convirtiéndose en el homo habilis. Desde entonces se creó la institución que llamamos familia. Ha evolucionado de maneras diversas en este tiempo en el que finalmente se ha desvinculado de la componente de género, siendo una familia, evidentemente, la unión de unos padres y unos hijos, sin más límites.

Pero, al margen de sus diferentes tipologías y ajustes en el tiempo, lo más significativo es que la familia es la creación humana más duradera, estable y necesaria de la humanidad. Anterior incluso a los dioses. Podremos seguir existiendo sin repúblicas, reinos, ciudades, comunidades… tal vez incluso sin este planeta al que estamos destruyendo concienzudamente, pero allá donde vayan los hombres y mujeres en el universo, la familia permanecerá como el núcleo primero en el que nos sentimos miembros de nuestro propio porvenir.

Nada importa que haya familias que se odien a muerte, familias desestructuradas, personas que elijan voluntariamente tras la infancia la soledad. Eso no altera el hecho de que siempre, y en todo el trascurso de la vida de una persona, o apenas en algunos momentos de esta, la familia es y será el núcleo de identidad, de acogimiento, de amparo esencial...

“El día que quise ver morir a mi hijo”. ¿Cuándo una madre puede afirmar esta sentencia?

Cuando el amor por él es mayor que el amor por la felicidad propia. Cuando el amor por el hijo supera el íntimo deseo de porvenir. Puede ser un amor equivocado, como se apunta en mi novela, pero es legítimo, y hay que aceptar con unción ese amor que encuentra en la muerte su máxima expresión. Pues nada hay más atroz que perder a un hijo.

El ser humano se caracteriza fundamentalmente por su capacidad lingüística, el hecho de que nombra todas las cosas y precisamente porque al nombrarlas las crea y las define.

En todos los idiomas (orales y de signos) existen palabras para definir cualquier concepto, todos ellos. En español por ejemplo existe una palabra para definir la pelusilla que se forma debajo de las camas, el tamo; o esa imperceptible humedad de la piel que no llega a ser sudor, el mador. Y sin embargo, no es sorprendente que haya un solo concepto que no tiene palabra que lo defina en idioma alguno del mundo. Podemos decir huérfano para definir al hijo que ha perdido a sus padres. Yerno para precisar una relación de parentesco. Pero no hay ningún idioma en el que una palabra nombre lo inimaginable: el padre que ha perdido un hijo. No existe. Creo que porque es un concepto inconcebible, demoledor, que destruye la propia esencia de la existencia humana. Es el hecho contra natura por excelencia y por eso el hombre se resiste a nombrarlo, en un deseo final de que por no nombrarlo, no exista jamás tal realidad.

¿El dolor nos hace mejor personas?

No, para nada, el dolor es una desgracia innecesaria, una injusticia. Superarlo, vencer el desafío de la pena y del dolor puede que a algunos los haga, sí, mejores personas, pero es una prueba que no debería sufrir nadie. Deberíamos ser mejores personas por el mero hecho de vivir, de ir viviendo. Es vergonzoso que la adversidad sea el acicate para convertirnos en buenos ciudadanos del mundo, en pacíficos vecinos. Cuando, en remotas villas africanas sumidas en la pobreza más absoluta y la miseria más infame, me he encontrado niños y personas mayores dominados, sin embargo, por la felicidad y el deseo de hacer del mundo cercano, inmediato, un lugar mejor, más humano, más solidario, compartiendo sus carencias absolutas, he deseado que todo en este planeta fuera así, compartir el gozo para crecer en nosotros mismos y no necesitar el dolor para ser quienes debemos ser.