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Mónica Ojeda (Foto de Lisbeth Salas)

Entrevista

22 Oct 2020

Mónica Ojeda, escritora

“La literatura siempre es un canto desesperado a algo”

Esther Peñas / Madrid

Las voladoras (Páginas de Espumas). Con este título la ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) convoca una suerte de bestiarios –humanos y no- en los que mirarnos –con cautela, con horror-, descritos con cadencia de conjuro y expectación de prodigio y encauzados mayormente por las aguas de lo fantástico y el terror, racheado de violencia. Atentos.

Pienso en la muchacha que custodia la dentadura de su padre. ¿Cuándo el fetichismo deja de ser algo ordinario para convertirse en anómalo e inquietante?

Creo que el fetichismo se convierte en inquietante cuando guarda cosas no resueltas, como en el caso que utilizas para hacer la pregunta, que se refiere al personaje de Caninos, que no puede asir su pasado, y lo único tangible sobre lo que le ha ocurrido es la dentadura de su padre; la memoria es vaporosa, se escapa, y en ocasiones ocurren estas cosas de los fetichismos perversos  que tienen que ver con algo no resuelto que de una u otra manera necesitamos hacer tangible en la metáfora del objeto.

¿Caninos es un homenaje a Canino, la película de Lanthimos?

Cuando lo escribí, hace mucho tiempo, porque es el único cuento que ya tenía escrito antes de pensar en escribir este libro, no había visto la película, pero un amigo me dijo que tenía que verla porque ambas piezas compartían un determinado ambiente familiar.

Cuando uno escribe, ¿qué resuelve de sí mismo?

No sé si resolvemos cosas cuando escribimos, hacemos una especie de indagación propia, pero que resolvamos algo… nos miramos más de cerca y eso implica un proceso de conocimiento eterno, que no se agota, además. No es resolver, pero ayuda a veces.

¿La escritura es un conjuro, como se dice en El mundo de arriba y el mundo de bajo?

Totalmente, ahora más que nunca siento cercana esa idea, esa noción de que la palabra sea capaz de transformar la materia, que sea un conjuro, una palabra mágica que atraviesa otro cuerpo y que ese cuerpo quede conjurado por esa palabra. La literatura que más me interesa es la que es capaz de hacer eso, de colocar una palabra emocionada en un papel, en un libro,  sacar esa palabra para llevarla a los ojos de los lectores y vean que la materia cambia, que su cuerpo de repente recibe unas emociones determinadas, eso es lo más cercano que tenemos a un conjuro. De eso habla el psicomago Alan Moore en su libro Ángeles fósiles, de la magia de hoy en día que es el arte, esa capacidad de generar algo que transforme la materia y otros cuerpos, desde dentro. 

A la hora de escribir hay una parte de conjuro, de magia, y una parte de técnica; en su caso; ¿en qué proporciones?

La técnica es muy importante, sin eso no se puede estructurar la narrativa, en la mía es esencial la tensión, el trabajo con las historias, con las tramas, qué se dice o no, pero no es lo que más me interesa de la escritura, esa es la parte más metódica, más técnica, me interesa más la posibilidad de encontrar un ejercicio con la palabra que me implique un develamiento, o un desocultamiento de algo que hasta ese momento no sabía. Cuando escribo narrativa busco una experiencia poética con el lenguaje, porque creo que el lenguaje que contiene una experiencia poética tiene la capacidad de despertar unas intuiciones, unas sensaciones que se acercan a eso que no se puede hacer tan tangible, no tanto a lo vaporoso de la memoria como a la tangibilidad de la dentadura.

¿Qué tiene de poético lo macabro?

Freud ya hablaba de lo siniestro como de encontrar esa grieta en lo cotidiano; de las grietas también hablaba Rilke en sus Elegías de Duino, del horror y su belleza, de las grietas que permiten encontrar desvíos posibles, una atracción, siempre hay algo de búsqueda de belleza, en todo lugar, que no siempre se encuentra. Es una búsqueda desesperada, además. En el miedo hay la posibilidad de generar esa fascinación, el miedo y la belleza guardan puntos de conexión que se trabajan mucho en la literatura, la belleza extrema como un grado de perfección que da miedo terror. Incluso en las religiones encontramos personajes –bíblicos- que no pueden ver a Dios, que tienen que cerrar los ojos, Moisés, por ejemplo, habla de ese terror que inspira la belleza.

También el filósofo inglés Burke habló de esto, de la belleza y lo sublime…

De hecho, la emoción de lo sublime, quizás yo sea muy romántica o muy decimonónica, me interesa muchísimo en el arte en general, porque es la conjunción de la experiencia de la Belleza y del horror. La belleza como algo que te desborda genera un abismo, una experiencia abisal en el cuerpo. 

Pienso en el relato que da título al libro, Las voladoras, seres de un solo ojo. Pienso en las mutilaciones que hay en el libro. La literatura, ¿tiene más de asimétrico que de simetría?

Totalmente, soy más dionisiaca que apolínea, me parece que en lo perfecto hay un orden, la simetría, y lo interesante de las búsquedas literarias, por lo menos las que a mí me interesan, tiene que ver con el caos y lo que hay en el caos que no se puede ordenar, con lo indomesticado; el ejercicio de la narración implica asear al animal, controlarlo, y a mí me gusta manejar esa tensión cuando escribo, la tensión entre la técnica y mantener un fondo indómito que refleje la indomesticación del lenguaje, porque la palabra no es manejable, como trato de demostrar.

¿A quién lee, a qué autores regresa?

Leo muchísima poesía, más que narrativa. A Efraín Jara y su poemario Sollozo por Pedro Jara, lo leo y me hace llorar, escribe sobre el suicidio de su hijo; yo no tengo hijos, ni creo que quiera tenerlos, y sin embargo siento el dolor de esa voz. Es impresionante que no tengamos nada que ver él y yo y que me emocione así, siempre. Como Jabès, y El libro de las preguntas.

Es absolutamente imprescindible, Jabès… la maravilla…

Me vuelve loca, lo he leído varias veces y aun así siento que no lo he leído; vuelvo también a Zurita, a Anne Carson, tan híbrida, cuya poesía me deslumbra… a David Foster Wallace, con esa visceralidad en su narrativa. Por nombrar algunos…

¿Qué nos enseñan los mitos, de los que echa mano en su narrativa? 

Nos llevan a la desnudez en el fondo del ser humano, a su parte más vulnerable; son narraciones que se generan para tratar de darle sentido a un mundo vasto, inexplicable, incognoscible, a una experiencia tremenda que tienen que ver con la muerte, la enfermedad, el miedo, lo inentendible de la existencia; son como historias que parecieran muy sencillas, un mundo de complejidad infinita, en distintas culturas. Si uno va al fondo de esos cimientos se da cuenta de que tratan las mismas preocupaciones, la muerte, el miedo a la muerte, el miedo a la vida, el terror cósmico de la existencia, el amor, la forma de relacionarnos entre seres humano… lo que cambia en ellos son las particularidades de cada cultura…

¿Tienen sentido, a día de hoy, los mitos?

Más que nunca, están muy vivos, generan discursos sobre lo que aparentemente no podemos explicar, aportan determinadas experiencias, y generan discursos o narrativas para dar orden al caos, eso es un mito, a la larga lo que generan no es tanto el resultado sino que no muestran nuestro intento desesperado por dar orden al caos. Los mitos hablan de la desnudez y de la vulnerabilidad humana, de la necesidad extrema de dar sentido a las cosas.

Pero en este momento histórico de descreimiento absoluto de todo, de nula trascendencia de las cosas, parecieran no encajar…

Lo que encuentro interesante de todo esto, es ese misticismo tan propio de las religiones, de los mitos. Se captura ese misterio de las cosas que conocemos a medias y eso se contrapone a la razón occidental, a la idea de que la razón conoce (o puede conocer) las cosas a fondo; hay algo aquí que da cuenta de lo inaprensible, de las cosas que conocemos a medias, están más cerca de la búsqueda de la verdad, el mundo de las emociones me parece enigmático, y creo que da más cuenta de nosotros que otra cosa, creo que somos cuerpos emocionados todo el tiempo, y todo lo que hacemos tiene que ver con ello; soy atea, no creo en lo que creen algunos de los personajes de mi libro, pero creo que hay una belleza enorme en esa manera de entender el mundo, y sobre todo un conocimiento acerca del desconocimiento y una enorme humildad.

Pensaba en autoras como Guadalupe Nettel, Mariana Enríquez en muchas otras cuyas narrativas se sustentan en la violencia. ¿Por qué es sustancial a sus relatos?

Es inevitable que si vives sumergido en un contexto violento haces literatura sobre ello, escribir implica una escritura sobre lo que nos obsesiona, nos afecta y moldea; sí he sido moldeada por mi contorno y muy cerca de mí se palpaba, se veía, se sentía la violencia, que en lo que sucede en Latinoamérica, se traslada a la literatura, porque las mujeres son cuerpos que sufren unas violencia tremendas. Uno siempre termina escribiendo sobre lo que no puede dejar de ver. 

¿Y qué hay de la vereda de lo luminoso? Uno no puede dejar de ver la alegría, que existe, y sin embargo apenas tiene hueco en el contar…

Me parece que es excesivamente transparente y no genera tanta obsesión, porque ya está en la claridad, a la vista de todos, es capaz de ser visto; lo que está más en las tinieblas, lo que duele más, lo que genera una especie de ganas de ponerle palabras porque si no se queda en la oscuridad y no se puede ver nos mueve con más fuerza. De ahí que la literatura se vuelque en estas experiencias de las sombras, por eso gran parte de la literatura trabaja sobre el dolor y no tanto sobre la felicidad.

Un asunto que aparece en sus relatos es el incesto. ¿Cabe en nuestra sociedad postmoderna, líquida, tan entendida, el tabú?

Nuestra sociedad aun hoy sigue basándose, todas, en el terror al incesto, es ahí como se hace el orden social, como surge la familia, los límites; me atrajo mucho cómo lo vivían en Los Andes, porque tienen monstruos directamente relacionados con el incesto, que lo castigan. Es muy interesante la presencia del incesto en Latinoamérica, donde muchas leyendas hablan de del enamoramiento entre dos personas que después se enteran de que son hermanos… esto se ve incluso en los culebrones. Ese terror de conocer a alguien que puede ser tu hermano es una cuestión actual, y está muy presente en el mundo andino, en el indígena, el tabú del incesto, que en realidad está ligado al tabú sexual, que a su vez está en todo mi trabajo, entendiendo el sexo como un lugar donde confluye el placer pero también el dolor y el miedo; el sexo como lugar de enigma, esto ya lo explicó Bataille, un lugar de tensiones que no se van a resolver. El sexo sigue siendo tabú, por su parte obscena, es decir se trata de sacar de foco, porque nos hace ver que aquello que nos repugna de nosotros mismo nos coloca muy cerca de lo animal, y queremos vernos como otra cosa.

Recuerdo ese personaje suyo, el chamán andino que emprende un periplo con su hija muerta para devolverla la vida. ¿De qué cura la literatura?

Precisamente creo que ese cuento de lo que trata es de que la literatura no cura nada; este hombre intenta que la palabra reviva la hija muerta. Ojalá pudiera hacerlo. Lo único de que es capaz es de dar cuenta del deseo desesperado por revivir a los muertos, de conseguir cosas, y eso me conmueve de la literatura, que sea un canto desesperado a algo, algo que no consigue pero de lo que nos queda su canto. 

Se describen ciertos sonidos estremecedores en el libro. ¿Cuál es el que más pavor le causa a Mónica Ojeda?

Un sonido imaginado, el de la erupción volcánica, porque nunca lo escuché en directo. Una vez, un taxista en Quito me comentó que sonaba como “un ronquido de tierra”.

¿Qué sucede si uno se olvida de dónde viene?

No sé si es posible eso, quizás a un nivel consciente todavía, pero… es que la forma que llevamos nuestro cuerpo al mundo tiene que ver con la forma en que sentimos o recibimos y entendemos el discurso de los demás y que son esenciales y que no son tan conscientes, son cosas que se crean en los lugares de donde venimos, estamos hecho de ellos. No quiero sonar determinista, porque decidimos quiénes queremos ser, modulamos o no determinados aspectos nuestros, pero hay algo que no se termina de cambiar, que termina anidando en nosotros; en mi caso es el paisaje de Ecuador, que me persigue como una especie de fantasmas. Los volcanes me dan miedo y me deslumbran, como los cocodrilos. 

¿Qué libro último le ha emocionado?

Quignar, El odio a la música, me lo estoy releyendo… habla de la vinculación entre la música y el horror.