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Merini y la cubierta del libro

Entrevista

7 Feb 2020

Carlos Skliar, traductor

“La locura permitió a Alda Merini no solo relacionarse con su dolor, sino también con el dolor de los demás”

Esther Peñas / Madrid

La otra verdad. Con este sugerente título, Mármara publica un texto de Alda Merini (Milán, 1931-2009) en el que la poeta habla de sus estancias en distintos manicomios. Diario de una diversa, lleva por subtítulo. Diversa porque la Merini no era loca, ni amante dispuesta, ni irónica, ni madre, ni religiosa, ni extravagante. Era todo eso en un magma que trascendía para ceñirse acaso en la única identidad que la sostuvo sin decepción: poeta. 

Carlos Skliar, traductor de este doliente y luminoso texto, reflexiona sobre algunas cuestiones relativas a la Merini con hondura y delicadeza. La otra verdad, como apunta Skliar, son las otras verdades que nos componen.

¿Cuál es la otra verdad de la Merini?

El título fue un punto de partida esencial, pero también tembloroso, incierto: ¿habría, acaso, otra verdad en el libro de Merini? Y de haberla: ¿cuál sería esa verdad que no es la otra, esa Verdad, esa Verdad a la que hay que envolver en tinieblas, ensombrecer, disputar su sentido? La lectura del libro en italiano, mucho antes de saber que lo traduciría, me condujo a una primera impresión o percepción: la otra verdad es la del individuo singular frente a las instituciones o, para mejor decir, el relato de la intimidad –el testimonio- frente a la idea tiránica de la normalidad. Se trataría, pues, de otra verdad, sí, pero pequeña, sin ánimo de Ley, como un resoplido, como esas raras palabras y esos extraños silencios sigilosos que solo pueden ser expresados bajo condiciones de inhumanidad. Pero luego, ya implicado en la tarea de traducción, abandoné esa búsqueda de la incógnita inicial pues rápidamente me di cuenta de que no se trataba de la otra verdad, así, en singular, sino de múltiples y distintas verdades: verdades sobre el cuerpo, sobre al amor, sobre lo siniestro, sobre el límite, la pasión, los experimentos de la institucionalización, el desasosiego, el abandono, la poesía, el misticismo; en fin, La otra verdad es un libro que quizá indique la existencia de otros mundos y de otras vidas, verdades cuya razón de ser es justamente la de erosionar la idea de la única verdad, la verdad absoluta, la verdad naturalizada, la verdad omnipotente, la verdad violenta. La otra verdad de la diferencia en oposición a la propia verdad de normalidad. Y señalo otro aspecto que me parece importante: en el libro en italiano –y por consiguiente en castellano- el subtítulo no aparece en la portada y es interesante traerlo a la discusión; se trata de la expresión Diario de una diversa, cuyo sentido hoy se descifraría en una dirección muy distinta y dando cuenta de otra verdad bien diferente en relación al origen de este texto. Me refiero, específicamente, a la idea de lo diverso hoy muy travestida por la noción escurridiza de diversidad, un término poco claro, de connotación más bien política o de estrategia cultural –e incluso comercial- y por ello mismo muy manoseado o pisoteado. Quizá por ello cuando se hacía mención a este subtítulo antes de su traducción se lo hacía bajo la expresión Diario de una distinta.     

¿Qué cree que desencadenó esos accesos de locura?

Alda Merini ha reconocido en distintas entrevistas su fragilidad, pero no su locura en tanto entidad psiquiátrica; una cierta ausencia o dificultad de permanencia que se manifestaba como un desprendimiento de la vida cotidiana, de la vida familiar, una suerte de errancia, de salirse o quitarse, de pasearse hacia ningún lugar. Ya en el inicio de este libro hay una pista que me resultó trascendente: la diferencia que hay que hacer entre la manifestación de una debilidad, la constitución de un cierto desnorte personal, y que ello sea inmediatamente comprendido por los demás como locura. Sé que el límite es borroso y, además, sé que se trata de un límite que habría que ubicar en la década de los 60 del siglo pasado, antes del surgimiento de las ideas de des-institucionalización y de des-manicomialización. Hay, sin embargo, dos palabras y un vínculo inicial que me permiten aventurar algunas conclusiones al respecto; las dos palabras claves que Merini menciona al comienzo de su narración son “agotamiento” y “entumecimiento”, y el vínculo al que ella hace referencia es el de la “incomprensión” de su marido. Cuando la poeta se da a la fuga, una vez más, es el marido quien ejerce el derecho de tutelaje entonces vigente y la interna en el psiquiátrico Paolo Pini de Milán. A partir de allí todo se vuelve confuso y ya no hay modo de distinguir los estados de ánimo de Alda Merini de las formas de entendimiento y del juicio o juzgamiento de las instituciones.    

¿Cómo era la relación de la Merini con la locura?

Existe la tentación de atribuir un sesgo de misticismo o de religiosidad y también un aura poética en la relación de Alda Merini con la locura. Esto es cierto solo en parte, o en un sentido más conclusivo, que emerge hacia el final de su vida y de su escritura, quizá como un corolario, pero nunca como un principio que pueda considerarse fundacional. Lo que sí se puede afirmar es que no había ningún parentesco entre su poesía y la locura, mal que les pese a quienes insisten en esa fascinación absurda por la explicación romántica que justifica o determina un tipo de escritura a partir de un rasgo específico de personalidad. A mi modo de ver, y no solo por la lectura y posterior traducción de esta obra sino también por su otro libro autobiográfico: Delito de vida, hay un dolor, un dolor inexpugnable e insondable durante la locura y por la locura: aquí Alda Merini nos habla no solo de la agonía de su estatuto demencial sino también del espanto que le provoca la internación y el hecho de presenciar aquello que se hace con otras enfermas, el despotismo de la ciencia, lo absurdo y deshumanizante de la situación. Quiero decir que existe tanto una exposición a la locura como una posición frente a ella, como si ella hubiese sido capaz de mirar con un ojo lúcido y con otro alterado, una habilidad única para describir el dolor de los demás y de su propia destrucción y reconstrucción. Una relación de la locura, por la locura, con el dolor propio, sí, pero además una relación en la locura con el dolor ajeno que, poco a poco, se va convirtiendo en dolor propio y que, al encarnarse, se torna no únicamente aullido o quejido sino también documento de denuncia, texto de batalla. Sí tengo claro que para ella la relación con locura no es de aprendizaje, no conduce a ningún conocimiento, no es algo que pueda vincularse al saber. Recuerdo, en este sentido, que Alda menciona en una entrevista aquella inmensa frase de Bartolini: “Il manicomio é dolore inutile” (El manicomio es un dolor inútil).      

La locura en ella, ¿se acercaba más a un don que a un tormento?

Me parece esencial reconocer aquí la diferencia entre la percepción de “estar loca” y el acto de “enloquecer-se”. ¿Cómo mostrar esa distinción sin caer en la trampa de una identificación absoluta o de una falsa oposición? No temo en afirmar que Alda Merini no estaba loca sino que enloqueció al ingresar en el manicomio y por permanecer allí, con intermitencias, casi una década; porque: ¿quién o qué podría evitar el naufragio frente a las prácticas del electro-shock, el aprisionamiento del cuerpo, la sedación permanente, los experimentos de alucinación, el desprecio y el maltrato extremos? ¿Cómo saber articular una cuestión con la otra, cómo conjugarlas, cómo construirlas lingüísticamente? Lo cierto es que si damos por sentada la locura y “su” locura como punto de partida inexcusable damos por cierto, también, la necesidad de la existencia de instituciones como el manicomio y sus prácticas. Me arriesgo a decir, entonces, que el tormento no proviene de su locura sino de su encierro, que ella como tantas y tantos otros han enloquecido durante el proceso de internación, y que en todo caso el don de su escritura –si es que así puede llamarse- no sustituye al horror sino que le ofrece una forma para intentar curar una herida que, se sabe, no acabará por sanar jamás.  

Aunque “de haberlos conocido antes de entrar, me hubiera quitado la vida”, da la sensación de que supo convertir el manicomio en un hogar…

Alda Merini ignoraba la existencia de los manicomios antes de su ingreso. Y su relato sobre los primeros instantes, las primeras horas, los primeros días del encierro es desgarrador, como si las palabras no pudiera abrazar ni alcanzar siquiera a rozar la imagen infernal con la que se encontró al cerrársele las puertas por dentro: “Por la noche se cerraron las rejas de protección y se produjo un caos infernal. De mis vísceras partió un aullido lacerante, una invocación espasmódica dirigida a mis hijas y me puse a gritar y a patalear con todas las fuerzas que tenía en mi interior. Como resultado fui atada y acribillada a inyecciones.” Estas son las palabras con las que ella escribe y describe la infausta y nauseabunda escena inaugural. Una escena que no cambiará esencialmente a lo largo del tiempo pero que encontrará ciertos recovecos, resquicios, lugares y  momentos, para poder vivir o sobrevivir. La magnitud o dimensión de esos instantes frente al horror permanente no parecen haber producido una ecuación tal que permitan asegurar la transformación del manicomio en un hogar, pero sí de una suerte de gesto pasional cuya fortaleza habría que reivindicar: algunas complicidades con otras internas, el amor sustancial y celestial con Pierre, pequeñas conversaciones “saludables” con uno que otro médico; en fin, la búsqueda incesante de porciones o sorbos de vida en medio del escarnio y la humillación. Como sea, y aun aceptando la idea de “hogar”, me da la sensación que nunca hubo un período estable o duradero de apaciguamiento, de tranquilidad, de serenidad, de calma. A unos instantes de caricias y besos con el interno Pierre, por ejemplo, sobrevenían las peores experimentaciones con drogas o castigos corporales; a un diálogo lúcido con alguna autoridad médica podría seguirle la prohibición total de la palabra.     

El verdadero manicomio es el de fuera, nos dice. ¿Fue la palabra, la religión, el amor, lo que sostuvo a Alda Merini?

El misterio, o el secreto, de cómo cada quien puede arreglárselas o no para sostenerse en ciertas condiciones inauditas de privación o de encierro va a permanecer siempre incógnito; a mi juicio este libro no desea dar ni una imagen de superación o de heroísmo o una lección de salvación ni, tampoco, de victimización. Se trata, más bien, de una historia de incomprensión y de indefensión. Pero hay siempre algo más en las historias individuales, algo que no se somete a ninguna regla general y que no puede adivinarse ni preverse. Lo cierto es que el padecimiento de Alda no acabó con el fin de la internación, continuó por otros medios, en otros lugares, con otras personas, allí donde quizá ella no lo esperaba ni lo suponía. Durante el encierro habría que decir que ella se sostuvo como bien o mal pudo, a la vieja usanza, encontrando en los gestos pequeños el valor de la trascendencia. Pero también es cierto que hubo momentos en que las fuerzas se agotaron o estuvieron a punto de extinguirse. Tiendo a creer que su mayor sostén fue el amor, pero también el desamor, que es igualmente vital; un amor que sobre todo se hizo cuerpo en otro interno, Pierre, es verdad, pero que también siguió los diversos rumbos del afecto y de la afección: la amistad, la solidaridad, la compañía, la complicidad. Y también, por cierto, hay un sostén en la poesía, en esa poesía perdida y reencontrada, en ese entumecimiento de las manos al no poder escribir y volver a hacerlo poco a poco. Merini responde así a la pregunta sobre qué significa ser poeta: “El poeta ama a quien lo escucha. No es narcicismo sino desesperación. Lo ama, es inevitable, pero sabe también que quien lo escucha recordará solo las palabras, no al poeta”. Ya más adelante, en los tramos finales de su vida –y el poemario Padre Mío es un emblema de ello- lo que la mantuvo en pie fue la búsqueda incesante de una figura agigantada de protección, de una suerte de Padre que le diese sostén. Y ese Padre, lo sabemos bien, es un símbolo tanto de religiosidad -en el sentido de lo sublime, de lo espiritual, de la ascendencia-, como inmensamente material, en tanto toma cuerpo bajo la forma de una compañía o de una voz cotidiana.  

¿Qué papel cumplieron sus hijos en su vida?

Los únicos momentos en que Alda Merini se reconoce a sí misma mucho más “sana” o al menos sintiendo su propia existencia en el presente son los de sus embarazos y hasta el instante después del nacimiento de sus hijos. Como si la fecundidad trajera sosiego, como si el sentirse fértil le diese una potencia de vida distinta, algo más alegre, menos conturbada, como si la multiplicación de su cuerpo le ofreciese una nítida sensación de individuación.   

¿Qué es lo que más le ha llamado la atención de Alda como mujer?

En primer lugar me llama la atención su poesía, su modo de decir, las cadencias asombrosas de su lengua. Es verdad que siempre he tenido una particular predilección por algunas poetas mujeres pues creo que hay allí una relación distinta con la lengua, más allá de la singularidad o la universalidad de los temas abordados. Tiendo a decir que la poesía es femenina, sin atribuir a ello ningún rasgo superfluo de amorosidad, ternura, sensibilidad, delicadeza, etcétera. No es eso. En Alda Merini la poesía crea una potencia de subversión, una eclosión, como si la lengua fuese todavía una estructura débil que requiere de cuidado o que todavía está por inventarse. Lo segundo que me atrajo y aún me atrae de ella, y caeré seguramente en un lugar común, es su ironía, esa capacidad de ir más allá de la coyuntura que le tocó en suerte, su particular fortaleza por no dejarse atrapar por el juego perverso que otros han establecido entre la locura y la poesía. Una personalidad muy lúcida, embebida o acuciada por el discurso y la imagen de la sinrazón. Alguien cuya fuerza de amar parecía no doblegar los laberintos de la pasión.      

¿Qué ha sido lo más complejo y la mayor satisfacción a la hora de traducir a la Merini?

Gracias a los editores de Mármara, Luis de Dios y Elena Picó Chausson, tuve la posibilidad de “probar” la traducción varias veces, de no darla por acabada enseguida, de “rumiar” el texto en distintas direcciones hasta encontrar un símil en castellano del libro en italiano. Esa concesión de tiempo, esa falta de prisa, me dio la tranquilidad necesaria para buscar las posibles formas y modos de decir de Alda Merini en nuestra lengua. Es cierto que el texto crea en la lectura una cierta extrañeza y no por su complejidad discursiva –de hecho creo que se trata de una narración que busca cierta sencillez o que intenta contar más que conceptualizar- sino por las alternancias entre descripciones de escenas durísimas y una poética más abstracta y de difícil traducción. De hecho se ha pedido ayuda a la poeta Ángela Segovia para dar cuenta de unos fragmentos que, incrustados en el texto más narrativo y en la parte final del libro, llamaban la atención por su hermetismo figurativo y mítico, una suerte de espasmo o delirio de una lengua más metafórica y que me desorientaban por completo. Confieso que en el último instante, cuando creí que la traducción se había acabado, noté que el tono de las últimas páginas se parecía realmente a lo que yo deseaba. Como si hubiera empezado de verdad en el final. Fue así que recomencé todo desde el inicio, dándole a las primeras páginas la tonalidad de las últimas. Aclaro que no soy traductor de oficio y profesión, si no apenas uno artesanal, un amateur, un diletante. Aquí se conjugaban las experiencias como asiduo lector de Alda Merini, el haber vivido unos pocos años en Italia, y el deseo absoluto de que un libro como éste fuese dado a conocer a otros lectores. El ejercicio ha sido intensísimo, casi una obsesión que me tomó por completo durante nueve meses, un parto o nacimiento, sobre todo una práctica radical de alteridad: traducir a una mujer, a una mujer italiana, a una mujer italiana poeta, a una mujer italiana poeta que habla de su encierro y también de su desesperación por abrir las cancelas de las puertas enrejadas e insensibles de la humanidad.