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Aurora Freijo. Foto: David Marco Visual

Entrevista

24 Feb 2021

Aurora Freijo, escritora

«La lucidez no es del todo recomendable»

Esther Peñas. Foto: David Marco Visual / Madrid

La ternera (Anagrama) es la historia de un camino cabizbajo al matadero, desandar la senda del recreo para llegar al vórtice del horror; es un recorrido de baldosas sin escaque posible, es la vereda de lo irreparable, de lo que dicho en voz alta siega la lengua, de lo que apresado en silencio quema hasta la hoguera final. Escrito con un prosa tan bella como contundente, Aurora Freijo (Madrid, 1965) nos relata el sacrificio inocente de este pequeño animal que acepta su lugar en el mundo como inexorable.  

Me es imposible no mutar el título: ternera por ternura. La historia está contada de tal modo que su mera lectura pareciera aliviar a esta niña de cinco años…

Esto son cosas de las palabras. Ellas se entienden, se buscan, se dan la mano. Los significantes dicen más por serlo que por sus referencias. Yo las imagino revueltas, saltarinas y emparejándose y separándose más a su antojo que al nuestro. En este caso se han puesto de acuerdo la e y la u para decir de esta narración. Me hace pensar en Raymond Roussel y sus homofonías. En cualquier caso, en lo que dice la ternera en esas páginas hay una extrema delicadeza, una ternura si se quiere, que brilla entre la dureza de lo narrado.  Siempre hay palabras que se hacen diamantinas precisamente por esa relación entre lo terrible y lo sublime. Yo intento encontrarlas.

Si la historia hubiera estado contada del lado del monstruo, ¿hubiera habido ternura para intentar comprender?

Yo no creo haber retratado un monstruo. Al menos no era mi intención. Quería mostrar una inmensa solitud, impensable en alguien de tan pocos años, un desierto sin cielo protector. El carnicero, si se me permite, es casi anecdótico, es quien genera esa intemperie, que es la verdadera protagonista. Pero, siguiendo tu pregunta, pensemos: ¿qué hacerse con un deseo semejante?, ¿cómo atender a la atracción por un menor? Puede negarse, pero todo deseo es tan imperioso que acaba imponiéndose. Es además inconfesable. Puedo imaginar la angustia, la repulsa propia, el aislamiento. Hace tiempo leí en un periódico que un grupo de psicólogos se prestaban a ayudar a jóvenes que adivinaban en ellos este deseo, deseo que no querían, y del que podían deshacerse. Se habían especializado en ello. Me pareció loable. Necesario. Quizá ocupándonos más de ello habría menos monstruos. 

En el carnicero, ¿preside la maldad o la locura?

Cobardía, quizá. Inexperiencia. He querido pensar que es alguien que está buscándose y lo hace donde no debe, sin tener en cuenta el daño que hace con un solo gesto. Creo que desconoce su poder para desarticular a esa pequeña, que no piensa en el desajuste estructural que va a provocar. Quizá le preside una inmoralidad. No sé. 

«No se puede vivir en verso». ¿Esto es un don o una condena?

No se puede vivir siempre en verso, pero sí a menudo. Yo lo intento. Y en verso sin rima, versos que no aprieten. Es optar por modo lírico de ser o de estar, más luminoso, más lúcido. Es cierto que la lucidez no es del todo recomendable. Recordemos que Cioran la hacía incompatible con la respiración. Por eso está bien alternarla, traerla en ocasiones. La ternera está enfadada a veces, con ese enfado infantil que no da la talla para lo que le ocurre, y le recrimina eso a su madre: sus versos, pero a la vez adora los poemas que ella le trae. Son un nido para el gorrión sin rulos que ella se siente.

Lo vemos sobrecogidos en presos de Auschwitz, en mujeres maltratadas, en la propia ternera… ¿Por qué el silencio es quien asiste a las víctimas, si es lo que provoca que «nada pueda acercarse lo suficientemente a ellas»?

Tener palabras ya es tener algo. La palabra es posterior a la voz, y la voz lo es al sentir. La ternera no tiene las palabras, dice de ella misma, mientras sí las tiene su madre, porque se las dijo Rosalía de Castro. No tiene nada. Piensa en Margarita, la de Rubén Darío, que busca una estrella como adorno, cuando ella la necesita para tener algo de calor. En este caso el silencio es un además un acto de resistencia. Quizá si hablase se desbordaría. Es un ejercicio de contención, incluso de soberbia doliente. Quizá un modo de virtud dolorosa: cierra la boca, no come, no habla; son los otros los que tienen la obligación de desentrañar su secreto.

El ángel de la guarda, el que se convoca en las citas que abren el texto, es un ángel (su padre) que sirve de lumbre cuando está pero que no aleja el frío. Lo que le sucede a esta ternera, ¿puede repararse?

Difícilmente. Hay en torno a ella un frío de difuntos que se cuela entre los abrigos con los que la viste su padre por las mañanas. Ella puede olerlo, es un helor de tumba que se ha hecho cotidiano. Pero no entiende de causas y efectos. Cree que la suerte se ha puesto contra ella y le ha tocado ser una ternera. La vida es un pintopintogorgorito. Se siente como una carne sacrificada para calmar no sabe qué, como una Ifigenia. Solo cree salvarse si es capaz de acompasar su respiración a la de su padre. De algún modo los afectos de su casa van a permitir cierta redención: la luz naranja de algunos cielos nocturnos, las manos cóncavas de su padre, el seiscientos de su madre, en el que siente a salvo y el tintineo de sus válvulas cardiacas. Por ello, dice, merece la pena vivir, aunque solo sea un día más.

Cuando esta niña sea capaz de hablar, ¿su «soledad de ortiga será menor»?

Seguramente. Será una soledad acompañada, pero siempre formará parte de eso que Derrida llama la comunidad de los amigos de la soledad, una comunidad anacorética. Quedará una impronta de soledad en su carne de primera vez para siempre. Anhelará azules de virgen, pero el rojo carnicero estará siempre presente de algún modo.

¿Cuándo «es mejor estar muerta»?

Cuando al despertar no se puede respirar. Cuando amanece para qué. Cuando la rutina solo trae ruina. Cuando una campana de cristal la ha aislado de la anhelada normalidad. Cuando para ella sobre todo hay un monte, una rana y un sexo pelados. Cuando se ha convertido, dice, en una semi niña muerta, y ensaya su mortaja. Cuando se ha instado en ella el moviendo de vestirse (su padre la ayuda por las mañanas) y desvestirse (el cazador en su baño). 

¿Cómo encontrar «los lirios escondidos» entre los «muros de carne humana»?

En este caso porque los lirios estaban. Los ponían su madre y su padre, cada uno a su modo. Solo faltaba encontrar su momento. Para florecer. Aún tiene el paladar tenso, los ojos fijos, y una falda que a veces aparece del revés, pero siempre queda, como decía antes, el lugar de la redención, los lirios escondidos que asoman en el entre. De su madre aprende a cómo acariciar, y lo hará con sus futuros amantes, que los tendrá. Ahí están los lirios.

La madre, pese a tener «pechos renacentistas» y dedos de «pintura veneciana» no deja de ser, al tiempo, en cierto modo monstruosa por su ausencia en el lugar que debería de ocupar…
No lo creo. ¿Cuál es el lugar de una madre? ¿Qué es una buena madre? Esta lo es, siendo una madre poco habitual. Cree que la belleza, el arte y el amor ponen a salvo a sus cachorros de prosaicos infortunios. Es una madre amantísima, aunque distraída de los quehaceres cotidianos. A ella y a su ternera les unirá siempre el cordón umbilical… pero es cierto que tiene los oídos llenos de poemas y no advierte que el silencio de su hija está putrefacto. Por eso la avisa: madre, escucha, él siempre me está buscando. Debes recorrer la distancia de rescate.