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Chantal Maillard

Entrevista

2 Jul 2018

Chantal Maillard sobre Michaux

“La mancha es un punto de desamparo que pide expandirse”

Esther Peñas / Madrid

La mirada de Henri Michaux (Namur, Bélgica, 1899-París, 1984), sus pinturas, sus textos, influyó como una revelación en la estética y en el pensamiento de los poetas coetáneos y de los que le siguieron. Como un zahorí en busca de sí mismo, como un auriga de su propio interior, Michaux gozaba de una predisposición continua al azar, al que convocaba en su obra. Tinta y papel, gouache sobre fondo negro, acuarela, frottage, óleo… sentía fascinación por los sueños, por las alteraciones de la mente, por el territorio que habitan los alienados y, hacia el final de su vida especialmente, por la pintura oriental y los ideogramas chinos.

La editorial Vaso Roto acaba de publicar una selección de su obra, ‘Escritos sobre pintura’, a cargo de Chantal Maillard, amazona de los antídotos que permiten que el agua envenenada pueda beberse. Ella nos guía. 

Michaux “escribió como se odia” y pintó “como se grita”, ¿hay un espacio para la violencia en toda creación?

A veces se escribe para gritar mejor, sí. La escritura puede ser una vía para contrarrestar. Yo no hablaría de violencia, sino de respuesta a lo que nos afecta. Michaux lo dice muy claro en un poema incluido en Passages (1949): Contra Versalles /Contra Chopin / Contra el alejandrino / Contra Roma / Contra Roma / Contra lo jurídico / Contra lo teológico / [...] / Contra el análisis / Contra el púlpito / Para romper / Para contrear / Para contrarrestar / Para apisonar / Para acelerar / Para apresurar / Para demoler / Para desertar / Para reír en medio de las llamas. Respondía con estos versos a la pregunta de por qué tocaba el tam-tam, pero pienso que también responde en gran medida a la pregunta por la razón (una de ellas) de su escritura y también, cómo no, de su pintura. Hay en toda creación, sin duda, un espacio para la rebeldía.     
  
“Quiero aprender de mí tan solo”. Él abre sus propias sendas. ¿Esto es posible, inaugurar un camino? ¿Lo novedoso puede estar en lo que se dice o sólo en cómo se cuenta, en cómo se mira? 

Es ésta una frase con la que me identifico totalmente. No significa que no le debamos nada a otros, esto no tendría sentido, sino que, como el aprendiz de la pintura taoísta, hemos de llegar a saber lo que sabemos por propia experiencia. No basta con aprender de otro cómo pintar un bambú, un rostro, o un signo, debemos convertirnos en ese bambú, ese rostro, ese signo; debemos conocerlos desde dentro, debemos sabernos en ellos. Tampoco basta conocer la palabra con la que se designa una cosa para conocer la cosa. La cosa es anterior a la palabra y, sin lugar a dudas, mucho menos estática. Las cosas vibran, y es a esa vibración a lo que Michaux acudía y lo que trataba de representar. Rendre: “devolver” es la palabra que en francés se utiliza como sinónimo de “representar”. Rendre es re-presentar devolviéndonos la cosa tal como se nos (a)parece. Soslayar el “parecido” de la representación, erradicar la tasa de repetición que entraña la “semejanza”, esto es lo que Michaux pretendía. En esa empresa, la escritura llegó a resultarle inútil. Por eso pintaba (más próximo a las cosas, el trazo en movimiento, que los signos fonéticos) y por eso quiso inventar una lengua de trazos, una lengua “a trazos”, una lengua “idiográfica”, como le gustaba decir. Un lenguaje universal, capaz de retroceder hasta el momento que precede, en la experiencia, esos trasvases metafóricos (de la cosa a la imagen, de la imagen al lenguaje fonético) que denunciaba Nietzsche.  
No se trata, pues, de inaugurar un camino, se trata de volver a caminar desde cero. Esto no es algo que tiene que ver con la posteridad, sino con la honestidad del propio artista. 

En el caso de Michaux cobra mucha importancia el enemigo, ese ‘yo’ que también nos conforma, ese “golem que se forma a partir de lo que hemos rechazado”. De entre los muchos que somos, ¿de qué depende que “el poseedor de la identidad” sea ese enemigo, nuestra sombra, lo que rechazamos? 

En la producción pictórica de Michaux nos puede sorprender la multitud de rostros extraños y dispares que aparecen. Una gran muchedumbre. Conocer al personaje interior formaba parte de sus obsesiones. “Algún día podrán verse los sentimientos”, decía. Mientras tanto, se contentaba con pintar el “fantasma interior”, el doble que le estaba habitando. Al doble lo alimentamos con todo aquello que rechazamos hasta que, crecido, se convierte en nuestro enemigo. El enemigo es una criatura hecha de miedos y deseos reprimidos. De allí las formas y fórmulas del exorcismo: transformar por la fuerza del ritmo.  

Uno de los báculos de Michaux es la repetición, la letanía, el mantra, la cantinela, que permite la concentración. ¿Qué nos enseña esta propuesta en una sociedad con una tendencia enloquecida a lo nuevo, a lo distinto y efímero, en la que, sin embargo, todo es banal clonación?

A mantener la mente a raya. Cuando no la utilizamos para los fines concretos para los que está diseñada, la mente se desboca. Pienso que el gesto de la mano, en el trazo reiterativo, era para Michaux una especie de exorcismo. La concentración es –y lo ha sido siempre– la mejor forma de tranquilizar la mente. El objeto de concentración puede ser cualquiera, pero qué duda cabe de que cuando el cuerpo está implicado y marca el ritmo es mucho más efectiva.

Del mismo modo que hizo Baudelaire, Castaneda, Claudio Naranjo, Thomas de Quincey, el propio Huxley, que usted menciona, Michaux transitó la senda de las sustancias alucinógenas, especialmente la de la mezcalina. ¿Qué se encuentra en ellas que no puede hallarse fuera de su paraíso?
“Las drogas nos aburren con sus paraísos. Dadnos mejor un poco de saber. No es éste un siglo para paraísos”, escribía Michaux. Él nunca fue a buscar paraísos en las sustancias alucinógenas. Su mente era, bajo ellas, un campo de experimentación. Quería “desvelar los mecanismos complejos” que nos hacen ser, ante todo, “un operador”. Pero no podía hacerse en estado normal. La distracción es el estado normal. Quería observarla “bajo el microscopio de una atención desmedida”. La mezcalina le procuraba esa atención.    

Michaux se afanó en observar su mente, en tratar de desdoblarse para contemplar-se pero ¿es esto posible?
El testimonio de Michaux, tanto en sus grandes libros sobre las drogas (Miserable milagro, El infinito turbulento, Conocimiento por los abismos y Las grandes pruebas del espíritu) –que, por cierto, aún carecen de una traducción completa al castellano– como en casi todos los textos que tienen que ver con su pintura, especialmente Paz en las rupturas (un libro importante para comprender la relación de la escritura del autor con su obra gráfica), responde inequívocamente a esa pregunta. Es posible, sí. Es posible convertirse en observador de los procesos mentales, incluso –y sobre todo– bajo los efectos de ciertas sustancias. Primero, porque el estado normal desaparece. Y la normalidad, lo que consideramos nuestro estado normal, es precisamente lo que nos impide vernos desde fuera. Con lo normal nos identificamos. No somos conscientes de que lo que nos rodea pueda ser de otra manera que como lo percibimos, así que no se nos ocurre convertirlo en fenómeno observable. Para ser conscientes de algo hace falta que nos llame la atención y sólo nos llama la atención cuando no es lo que esperamos o lo que reconocemos. Por eso nos atraen los viajes. Claro que llega un momento en que lo diferente se vuelve normal y, entonces, vuelta a empezar. Lo segundo es que cuando la atención está estimulada, la percepción se agudiza tremendamente: “Tenía sobre lo que ocurría una captación inaudita”, escribe Michaux en Paz en las rupturas, “captaba al instante, como salta un tigre, los menores cambios, las más ínfimas materias de percepción que de ningún otro modo habrían hallado en mí un ápice de conciencia”.
 
¿Qué tipo de paz es la que provocan las rupturas?
La palabra brisement, que es la que aquí traduzco por “rupturas” es una de aquellas con las que tuve más problemas a la hora de encontrarle una traducción exacta. Opté finalmente por “ruptura” porque ninguna otra resultaba más satisfactoria. Con la palabra brisement, Michaux se ha referido tanto a los quiebros del trazo, en el dibujo, como a las interrupciones del pensar, en cuyos intervalos puede instalarse, involuntariamente, una paz bien distinta. En este sentido, las últimas páginas (muy atípicas, por cierto, en la producción de Michaux) del poema que forma parte del tríptico (dibujo, prosa y poema) de Paz en las rupturas (1959) sorprenden por la utilización de imágenes que son propias de la mística para reconstruir la experiencia de la pérdida de la individuación: es la “paz por el grano triturado”, la elevación, el estremecimiento unitario, la “sobreabundante indigencia”, la rotura de la cáscara, la renuncia al dominio de sí, la eliminación de los obstáculos del saber, de la previsión, de la memoria, del objeto, la extrema delgadez que permite el paso: “He dejado tras de mí al necio, el seguro, el competitivo”, escribe. Y, ciertamente, la paz es cuando el narrador se calla. 

¿Toda mancha deviene en “una línea de conciencia”?
Michaux pintó manchas. Se le pudo considerar incluso como uno de los precursores del tachismo en Francia. Sin embargo, las detestaba, según él mismo comentaba, también el 1959. “Las manchas no me dicen nada. Nunca he podido leer nada en un Rorschach”, escribía. “Así que lucho contra ellas, les doy de latigazos, quisiera quitarme de encima en seguida su desfallecida estupidez y galvanizarlas, enloquecerlas, exasperadas, aliarlas monstruosamente a pesar de ellas con todo lo que se mueve, con la incontable multitud de seres, de no-seres, de furores de ser, con todo aquello que, de aquí o de otra parte, insaciables deseos o nudos de fuerza, está destinado a no ser nunca concretado. Con esa tropa, me empeño en sanar las manchas. Las manchas son una provocación”. Y es que la mancha es para él algo así como un punto de partida. Lo que le interesa a Michaux no es la mancha, sino el trazo, la línea que adviene a partir de ella, el signo o la trayectoria que la mancha deviene y a los que apunta en su opacidad. La mancha es un punto de desamparo que pide expandirse.  

El desaprenderse, la práctica de la atención, el trazo-gesto, el adelgazar y forzar el lenguaje hasta dislocarlo y que se acerque a lo inefable, la querencia por Oriente… el de Michaux y Maillard son dos mundos que convergen. ¿Qué le ha supuesto elaborar esta edición?
Reunir estos escritos que versan sobre la pintura y que aparecen dispersos a lo largo de su obra fue el resultado natural de un interés que había ido creciendo a lo largo de años. 
Traducir a Henri Michaux ha sido para mí, primero, una gran aventura de convergencias; después, un difícil regalo. Las afinidades son muchas, desde el origen geográfico, los internados de la infancia, la rebeldía, la renuncia a la propia nacionalidad, la huida a otros horizontes, hasta el gusto por el ping-pong... Pero ninguna comparable con el interés obsesivo por la observación de la propia mente. Descubrir a Michaux en ese empeño fue como encontrar un compañero de viaje y, también, en ciertos aspectos, un maestro. Michaux me enseñó el ritmo. Me señaló la manera. En esa observación, que también había sido el objetivo de mi propia travesía, en esa práctica, la distorsión del lenguaje es inevitable. Para decir lo anormal es imposible utilizar de manera convencional la lengua que dice lo normal. Para decir lo  invisible se utilizan símbolos. Pero lo invisible no es más que la negación (conceptual) de lo visible. Es relativamente fácil trastocar el lenguaje para señalarlo. Pero decir las cosas en su aparecer, en su fusión, en su velocidad, en su movimiento interno, decirlas antes de su pérdida en las palabras que nombran, antes de que queden congeladas en las determinaciones que pre(e)scriben los límites del reconocimiento, decirlas en su estar-siendo, indefinidas e infinitas, no puede hacerse con una simple inversión o un prefijo. Las cosas en su estar-siendo son aquello que aterraba a Sartre, ante la raíz del castaño, cuando tomó conciencia de que aquella raíz “existía”. No en el concepto, sino allí, ante sus ojos. Y sí, detenerse ante las cosas puede ser aterrador para quien acostumbra a vivir en el mundo de la representación (conceptual o imaginal). Expresarlas, entonces, volver a decirlas, no es algo que pueda hacerse de forma convencional. Expresarlas, por eso, es la tarea del poeta.