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Cubero

Opinión

30 Sep 2019

“Temo que, si me quitan mis demonios, se puedan morir mis ángeles”

La palabra poética: ese lenguaje otro

Alberto Cubero, poeta / Madrid

Durante algún tiempo, sentí un temor similar al que Rainer María Rilke tuvo cuando Lou Andreas Salomé le propuso analizarse con Freud. Rilke le contestó a Lou Andreas: “Temo que, si me quitan mis demonios, se puedan morir mis ángeles”. Efectivamente, aparece aquí el miedo a que eso que denominamos coloquialmente inspiración del artista, desaparezca al “sanar” éste en un análisis. Como si ese oscuro empuje que genera el síntoma generara, también, el proceso de creación, en una suerte de doble consecuencia. No hay, pues, en mi opinión, ángeles. Al menos, en este proceso.

Quizás Rilke llamara ángeles a los demonios adecentados, con la cara lavada por el quehacer artístico, no necesariamente en su expresión estética, pero sí en su devenir espiritual. Acaso, por esta razón, escribiera en Las elegías del Duino: “Todo ángel es terrible”. Eso mismo que hace sufrir al sujeto, impulsa un vector que exorciza –o, al menos, realiza un intento de-, que pone en marcha una suerte de catarsis. “La poesía es mi salvación”, afirmaba a menudo Hart Crane, aunque, finalmente, no se salvara, como le sucedió también a Alejandra Pizarnik y a tantos otros. Un vector que exorciza, decía, los demonios, lo siniestro, lo que punza en la mente y en el cuerpo. Podemos preguntarnos, entonces, de dónde salió la fuerza y el desgarro, la pasión endemoniada, discúlpenme la redundancia, en la poesía de Rimbaud, en la pintura de Pollock, o en El informe sobre ciegos, de Ernesto Sábato, por poner tan sólo tres ilustres ejemplos. 

En cualquier caso, y teniendo en cuenta que no fue Rilke el único que sintió lo que verbalizara a Lou Andreas Salomé –por ejemplo, el mismo Sábato se encontró en una situación similar y rechazó abordar un proceso de análisis alegando motivos similares- opino que, más allá de las matizaciones acerca de los ángeles de Rilke, la cuestión fundamental aquí es que los demonios no desaparecen, a pesar del análisis. Los elaboramos, nos relacionamos con ellos, les miramos a la cara, llegamos a ser conscientes, me atrevería a decir que de buena parte de ellos. Y, entonces, algunos síntomas, al menos los que nos hacen sufrir, conseguimos que desaparezcan. Con otros, debemos conformarnos con convertir el síntoma en vivible, si se me permite la expresión.  Así pues, nuestros amigos, los demonios.    

Decía más arriba que, durante algún tiempo, sentí ese mismo temor que manifestara Rilke. Y así se lo hice saber a mi analista en una ya lejanísima, se me antoja casi de otra vida, y en cierto modo es así, sesión. Ciertamente, sentía que tras “acabar” el análisis –supongo que es pertinente traer a colación, en este punto, la cuestión freudiana de análisis terminable o análisis interminable- me resultaría complicado volver a escribir. Claro, si uno llega a conocerse tan bien, ¿qué va a salir en la escritura? ¿Un bonito atardecer bajo el olor de la lluvia? Esa era la argumentación que me inquietaba. Mi analista intervino: el análisis aportaría a mi escritura mucho más de lo que yo, en ese momento, pudiera pensar. Efectivamente, en aquel momento no podía dar cuenta a mí mismo de qué cosa constituiría esa aportación. Suficientemente ocupado me encontraba trabajando en la ardua labor de desentrañar enigmas. No alcanzaba a calibrar que los confines del ser humano permanecen, que el humano es un ser pulsional agujereado por el lenguaje, fuente inagotable de deseo, conflictos, contradicciones. 

Pero ese conocimiento otro –por cierto, expresión que Antonio Gamoneda utiliza, con insistencia, en su ensayo “El cuerpo de los símbolos”- que incorpora el analizante gracias, en buena medida, al decir localizador del analista, ese conocimiento que está más del lado de lo indecible, lo que difícilmente es explicable, más del lado de la pulsión que del logos, de lo enigmático que del argumento, ese conocimiento otro va forjándose con la consistencia y el tempo moderato de una estalactita. Porque la consistencia necesita tiempo. Y desenmarañar lo largamente enmarañado, también. Y digo consistencia porque quien está inmerso en un proceso de análisis no tiene posibilidad de retorno, de regresar a circunvalaciones ante preguntas como: ¿Qué deseo? ¿Cómo gozo? ¿De qué manera me aborda el inconsciente?

De modo que sí, el análisis me fue aportando, continua e imperceptiblemente, un posicionamiento frente a la escritura poética que viró hacia lo no secuencial, lo mínimamente representacional, hacia los intersticios de la lógica, por donde se cuelan los planos de lo irreductible. Un dejarse invadir a trazos por el lenguaje, tal y como emerge el inconsciente: en esas pequeñas dosis que son un decir diferente del lenguaje sintagmático. Podríamos afirmar aquí, con Rimbaud, que yo es otro, como escribió el poeta francés al que fuera su profesor, George Izambard, en aquella famosa carta de 1871. Uno es, pues, fundamentalmente sujeto del inconsciente, cuestión esta que Rimbaud y otros contemporáneos suyos, entre los que habría que destacar a Nietzsche, tan filósofo como poeta, experimentaron en su quehacer artístico de una manera que parece, salvo felices excepciones, no tener cabida en la poesía actual, año 2019, después de un siglo XX que fuera el “siglo del lenguaje”, de una profundización e indagación en él desde diferentes ópticas, incluyendo algunas –el psicoanálisis, cierta filosofía e incluso cierta filología, aunque parezca mentira- que postulaban, si se me permite la expresión, un lenguaje más allá del lenguaje –y creo que, sobre este punto, estaría basculando lalengua lacaniana.

Tal y como afirmaba Lacan, el lenguaje no está hecho para comprendernos: siempre decimos un poco más o un poco menos de lo que queríamos decir. Uno iba comprendiendo esto a medida que avanzaba en el análisis, porque en ese espacio y ese tiempo se plasmaba fehacientemente el aserto lacaniano. Ese decir poco más o poco menos que se constituye en una articulación verbal de lo que no se querría haber dicho, pero emerge. O de lo que se querría haber pronunciado, pero queda reprimido. Por cierto que, mientras escribía esto, me rondaba la mente la definición que dio Schelling de lo siniestro: lo que debía haber quedado oculto, pero acaba manifestándose. Lo extraño inquietante, que diría después Freud. Creo que hay que destacar el interés de Freud por la figura del poeta, que manifestó en diferentes ocasiones. Tal vez sea en su texto El poeta y la fantasía donde este extremo quede más explícito.

Los profanos sentimos, desde siempre, vivísima curiosidad por saber de dónde el poeta, personalidad singularísima, extrae sus temas y cómo logra conmovernos con ellos tan intensamente y despertar en nosotros emociones de las que ni siquiera nos juzgábamos capaces. Tal curiosidad se exacerba ante el hecho de que el poeta mismo, cuando le interrogamos, no sepa respondernos o sólo muy insatisfactoriamente. 

También diría Freud aquello de acaso mi obra sólo sea entendida por los poetas. Si levantara la cabeza.

La palabra poética, pues, ha de estar ahí, en lo que se dice sin querer y, además, circunda lo imposible de decir. Lo que se dice a pinceladas y está constantemente a la fuga de ser dicho. De lo que viene como si se fuera, parafraseando el título del bello poemario de Carlos Piera. Ese saber no sabiendo que han suscrito desde San Juan de la Cruz hasta Hugo Mugica –recordemos su más que interesante ensayo “El saber del no saberse”. ¿Y no es ese el saber del inconsciente? Fogonazo sin punto de emisión localizado que nos deja una marca, una oportunidad para la pesquisa, ya sea en forma de introspección analítica, de escritura o de cualesquiera otras manifestaciones artísticas. Una de las imágenes de Dios que aparece en El libro de los veinticuatro filósofos, texto anónimo medieval del siglo XII, es la de que Dios es una esfera infinita, cuyo centro se halla en todas partes y su circunferencia en ninguna. Cuando leí estas palabras, escribí lo siguiente: el enigma de la condición humana es un centro dinámico, del que sólo alcanzamos a rozar su perímetro y al que algunos llaman Dios, en un intento por nombrar lo incomprensible. La palabra poética ha de deslizarse, precisa y peligrosamente, a lo largo de ese perímetro. 

Llevo más de un año sin escribir un verso. Honestamente, creo que podría hacerlo tirando de oficio. Pero hacer esto lo sentiría como un proceso de producción, no de creación. Una falacia para sacar adelante textos donde, sin duda, no aparecería la poesía por lado alguno. Por cierto, práctica ésta muy extendida. Por ello, no es de extrañar que haya poetas que llevan veinticinco años escribiendo el mismo libro –cuando no toda su vida- ni que haya personas que creen escribir poesía cuando lo que hacen es, con mayor o menor acierto, una narración quebrada –o sin quebrar- a la que llaman versos. Un año sin escribir, sin que la otra voz acuda. No queda más que continuar trabajando, esto es, leyendo, contemplando, escuchando. Esperando. A que ese lenguaje otro le aborde a uno. En el prólogo a su Poesía completa, titulada “Versos y ortigas”, tan breve como de calidad, Julio Llamazares dice, en relación al hecho de que un día dejara de escribir poesía hasta la fecha de hoy: el misterio de la poesía es igual de inexplicable cuando surge como cuando desaparece.

Callan ya estas líneas en las que he intentado lanzar tenues hilos entre la experiencia analítica y la creación poética, y proponer, apenas una pincelada, el alcance de ambas frente al núcleo indescifrable de la condición humana. El alcance y las limitaciones de la palabra y ese intento, tanto en el psicoanálisis como en la poesía, de forjar un lenguaje más allá del lenguaje

Querría cerrar esta intervención con unos versos que considero paradigmáticos, de Alejandra Pizarnik: cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen, yo hablo

 

(Intervención en el XX aniversario del Colegio de Psicoanálisis de Madrid)