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Julio Monteverde

Entrevista

15 Feb 2021

Julio Monteverde, poeta

«Lo más interesante para mí es encontrar lo sublime en el día, es decir, la noche que habita también dentro de la luz»

Esther Peñas / Madrid

Las hojas rojas es un pasadizo a algunas angustias sutiles, a un sentimiento nítido de pertenencia a un tú al que se engarza con una voluntad última, casi con un designio. De nuevo lo onírico, el tiempo, la perplejidad constante. De nuevo cierta inocencia de la que el poeta no es consciente. De nuevo, siempre en la poesía de Julio Monteverde (Cartagena, 1973) la majestuosidad de la ruina que aún conserva deseo. Ahí mismo llega su mirada. Su último poemario, Las hojas rojas (La Estética del Fracaso editorial) lo recoge. 

Además de «conmover como un sueño», ¿qué convoca, qué produce el color rojo en quien lo mira?

El rojo posee cualidades que no pueden encontrarse en ningún otro color. Solo el blanco y el negro, que en ambos casos, aunque en modos opuestos, suponen la negación del color, están por encima de su capacidad para desatar una reacción emocional en el que lo percibe. En este caso, si las hojas son rojas es porque en ellas ese color conmueve «como un sueño» tal y como dice Trakl en la cita que abre el libro y tú apuntas. Porque la precariedad de su existencia parece desmentida por esa pulsión de vida que las hace brillar, aun al borde de la desaparición.

¿Cómo conjugar –en el caso de que hubiera que hacerlo- el azar y el oficio de poeta?

No creo mucho en el oficio de poeta. Prefiero pensar que la posibilidad de la poesía, al menos en principio, es algo que está a la mano sin mayor ceremonia, y no depende de la destreza acumulada o de las «habilidades» y «capacidades» de los individuos. Si uno adquiere oficio de poeta debe ser exclusivamente por acumulación, casi como epifenómeno de la práctica de la poesía, y por supuesto sin que implique ningún mérito destacable.
En cambio, el azar, que es una experiencia poética de primera magnitud, al aparecer en la vida permite el acceso libre a un dominio más intenso de la realidad, en especial cuando no se le espera. El azar, lo imprevisto, lo indeterminado, desbarata los planes, crea otros nuevos y nos sitúa una y otra vez al borde del precipicio, justo allí donde nuestro querido oficio muestra sus carencias. Como siempre, se trata de un progreso dialéctico e interminable, en el que ambas nociones, lo conocido y lo imprevisto, se potencian. O al menos así debería ser.

«tengo frío aquí y los años me aterran». ¿Qué miedos trae la edad?

El primero es el vértigo, claro. Uno mira hacia atrás y empieza a ver todos esos años que se acumulan… uno que tenía la secreta esperanza de que a él no le iba a pasar… Luego, el espanto al comprender que, igual que han pasado estos, pasarán los otros, los de delante. Desconozco si en algún momento llegaré a la fase de aceptación, pero por ahora sigo en estado de shock… Ese estupor aparece en diversos puntos del libro irrumpiendo de forma muy parecida a como lo hace en el verso que citas.

«Hoy escucho augurios». ¿Cómo se sabe que un verso es «el» verso?

En mi caso, que tampoco tiene por qué ser concluyente, esto suele pasar cuando percibo que hay en él algo exterior, ajeno a mi voluntad, que le confiere cierto carácter necesario cuando repercute en su sentido, multiplicándolo. Esa vibración funciona siempre como una suerte de barómetro de su validez para ser compartido.

«los vínculos eran de otro tiempo/ estoy formado por su luz». ¿Se escribe más con la memoria que con el deseo?

Creo que la poesía, en su sustrato último, no es más que deseo manifestándose, intentando abrirse paso. La memoria sería algo así como la alfombra por la que el deseo se reconoce y se proyecta hacia el futuro. Pero no hay que confiarse nunca, ya que no hay nada más engañoso que la memoria, ese teatro de sombras.

¿Por qué cantar a las «pérdidas reparables»?

Me resulta difícil responder a eso, porque hasta que esa expresión apareció, yo no tenía ni idea de que iba a ser importante para mí. Ha sido solo después de su irrupción cuando he pensado en ello. Hasta donde he podido hacerlo, claro.

Si «la muerte duerme con los ojos abiertos» ¿cómo lo hace la vida?

La muerte duerme, pero la vida sueña.

¿Cómo relacionarnos con el misterio?

Nunca me ha gustado del todo la reivindicación del misterio sin más en la poesía. Si bien me parece que es consustancial a la experiencia poética, con demasiada frecuencia los poetas se han amparado en el misterio para dejar de esforzarse. Es muy sencillo remitirse al él, bajar los brazos y renunciar a todo sentido crítico. El misterio existe, y es tremendo, pero la poesía debe intentar sostenerle la mirada. 

¿Hasta qué punto compromete lo onírico la vida?

Lo onírico es una parte fundamental de la vida. Ya solo por la acumulación de tiempo que pasamos en su dominio supone una de las actividades más recurrentes del ser humano, que se extiende durante toda la vida. Por tanto, se quiera o no, guste o no, su importancia en la vida es irremediable. Esta importancia, a mi entender, se manifiesta tanto en mil pequeñas influencias que experimentamos en la vigilia, pequeños cortocircuitos o arabescos, como en las grandes conmociones de esos «grandes sueños», que llamaba Jung, en los que nuestro fondo se revela. La vida no solo depende del sueño, por supuesto, pero no podemos siquiera acercarnos a lo que es o puede ser un ser humano si no tomamos en cuenta este dominio. 

«la noche es profunda. Todo puede pasar». ¿Cuál es el tiempo nocturno, su cadencia, su capacidad?

He de confesar que al contrario de lo que se podría esperar de alguien que durante bastante tiempo perteneció a un grupo surrealista, soy mucho más diurno que nocturno. Supongo que es debido el peso de la infancia meridional. Siempre que pienso en ello recuerdo la frase, demoledora en mi opinión, de Kant, cuando decía (cito de memoria): «El día es bello, la noche es sublime». Porque a pesar de todo lo que amo el día y la luz, la noche me ha enseñado cosas que no se pueden aprender en ningún otro sitio, y eso lo cambia todo. Como tú dices, el tiempo nocturno es otro, mucho más cercano a la experiencia humana de la duración, y quizá por eso lo más interesante para mí sea encontrar lo sublime en el día, es decir, la noche que habita también dentro de la luz. 

¿El último libro que te ha conmovido al leerlo?

Los durmientes sin sueño, de Noé Ortega, que acaba de aparecer en Santander en la colección A la sombra de los días. Un libro muy esperado y que me parece el testimonio más claro de cómo el lenguaje puede ser utilizado por la poesía para crear una vida más intensa.
Y ahora mismo estoy leyendo El chamanismo, de Mircea Eliade, que me está dejando literalmente del revés.

Publicar en una editorial que lleva a gala el fracaso, ¿es una temeridad o un regalo?

Con el tiempo, uno comprende que tiene que ir donde le quieran. La estética del fracaso ha sido ese sitio para mí. Competir es de perdedores. Fracasar, sin embargo, es el privilegio de los más puros, y no está al alcance de cualquiera.
Por otra parte, y ya en un plano más concreto, el hecho de que fuera una editorial de Cartagena me permitía hacer algo que llevaba mucho tiempo queriendo hacer: solucionar la relación ambivalente que siempre he tenido con mi ciudad natal en el aspecto «poético». Es cierto que el coronavirus y todos sus inconvenientes me han impedido hacerlo tal y como habría deseado, pero creo que la primera piedra está colocada, y eso es algo que tengo que agradecer de todo corazón al poeta Vicente Velasco, que me abrió las puertas de su editorial.