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Los campos magnéticos

Lecturas

15 Mar 2021

Wunderkammer reedita la obra de Bretón y Soupault

Los campos magnéticos o la audacia del fuego

Esther Peñas / Madrid

«Los sueños se dan la mano: ropas de mujeres azotadas, suspiros de pájaros muertos de hambre, grito de barcos de madera, profundidad de simas, submarinas. Un pez con la cabellera sucia se desliza entre los brazos de las plantas. Un molusco asustado lanza una mirada hacia toda el agua que le baña para descubrir en ella su sabor. El pez cabellera no quiere sentir lástima y sin detenerse corta las raíces que pretenden atraparlo». Poesía. No, no busquen significado en lo que acaban de leer: la poesía, la poesía auténtica (aléjense de sucedáneos) no significa nada. Convoca un sentido, que se presiente, se habita. Que se respira. Siempre lábil. Como un perfume, uno lo sigue, con los ojos cerrados, desaprendiendo, sabiéndose en una ignorancia que conduce.

El texto con el que arranca esta pieza pertenece a Los campos magnéticos (Wunderkammer), traducido y prologado por el poeta Julio Monteverde, un libro que se publicó por vez primera en 1920, escrito por dos heraldos surrealistas, André Breton y Philippe Soupault. En él, la muestra de que cada uno de nosotros hospeda a un poeta. Basta encontrar el camino para llegar hasta él. Se acabó la glorificación del vate como enviado de los dioses, como ser seráfico, extraordinario (en sentido literal). 

Hubo en esos campos magnéticos, vocación de analogías arbitrarias, de imantadas heredades de significantes, de invocaciones caprichosas (por tanto traviesas y rebeldes) que acudían a la pluma con el vértigo del asombro y la resina de lo oculto. 

Breton y Soupault desanudaban el ceñidor de la lógica para que emergiese el coral de lo indómito. Lo llamaron escritura automática.
«No nos atrevemos a pensar en el mañana a causa de esas botellas llenas de virutas de cobre y plateadas en la superficie de los mares». Arrebatado por el fulgor hallado por Freud, el inconsciente, Bretón, que ya era un entusiasta de cuanto permitía zafarse del utilitarismo de lo racional (el sueño, la locura, lo mediúmnico, las drogas, las conductas extremas…), «confía en el carácter inagotable del murmullo», como escribió en el Primer Manifiesto Surrealista. Sí, Breton llegó a ese abajo, caladero indomable de prodigios (también aterradores). Resulta que cada uno de nosotros tiene una alacena fabulosa que apenas si la abrimos dispensa las viandas más insólitas, viandas no razonadas, sino poéticas. Que no solo de pan vive el hombre. 

A Bretón, escoger a Soupault casi le cuesta la amistad de Aragon, más afín en sutilezas y en la querencia hacia los alazanes programáticos del movimiento. Pero acertó. No sabemos qué campos magnéticos, de haber dado con ellos, hubieran surgido entre Breton y Aragon. Los que conocemos portan la audacia del fuego, hacen del mundo un lugar más respirable, calientan, como botitas para el invierno. Colocaron en el centro del proceso «un movimiento de liberación. No puede ser de otra forma hablando de surrealismo. Los surrealistas hicieron del impulso de revuelta el momento fundamental de todo sistema poético, con el cual cada poeta debe confrontarse una y otra vez si desea conjurar el riesgo de caer en la nulidad y el descrédito», asegura Monteverde en el prólogo.

Supimos por Fernando Arrabal que así como los arquitectos crean ciudades, los ángeles, bosques. Acaso porque «el amor luce al fondo de los bosques como una gran lámpara».