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Cubierta del libro ‘A la caza de Moby Dick. El sueño poshumano y el crecimiento infinito’

Entrevista

9 Abr 2020

José David Sacristán de Lama, arqueólogo y ensayista

“Los males de la globalización no deben hacernos renegar del ecumenismo”

Esther Peñas / Madrid

Nuestro sistema adolece de humanismo, de respeto, de dignidad. La voracidad con la que progresa lo deforma hasta límites de espanto. Pero, como estamos comprobando desde nuestro confinamiento, no todo lo controla. El azar es capaz de suspender la gargantúa desaforada del capital, o por lo menos de enlentecerla. Tal vez cuando regresemos queramos que esa normalidad que tanto echamos de menos, sea algo más anormal. Son días que se prestan a la reflexión profunda. A la lectura de libros que acaban de publicarse, como ‘A la caza de Moby Dick. El sueño poshumano y el crecimiento infinito’ (Ediciones El Samón), del arqueólogo José David Sacristán de Lama (Burgos 1949).

¿Cuáles son las características del sueño poshumano?

El “sueño poshumano” es el último capítulo del “sueño humano” que ha ido creciendo desde que nuestros antepasados adquirieron conciencia de que tenían algún poder para controlar, o domesticar, o someter las fuerzas de la naturaleza. Los grupos prehistóricos de cazadores-recolectores se sentían parte de la naturaleza y trataban de que sus fuerzas les fueran propicias, mediante rituales. Pero tenemos manos y cerebro y por eso somos creativos y técnicos, así que aprendimos a poner esas fuerzas a nuestro servicio.

La agricultura y la ganadería del neolítico desembocaron en las culturas complejas que llamamos civilizaciones. Los entornos humanos eran cada vez más artificiales. En ese ambiente surgieron los grandes mitos que advertían acerca de los riesgos de creernos por encima del resto del mundo natural. 
Después no hubo grandes cambios hasta la época moderna, cuando la revolución científica puso en nuestras manos la llave para acceder a los centros de control de la naturaleza. En su estela, los ilustrados tomaron conciencia de que los seres humanos tenían la capacidad de labrarse su propio futuro. Ellos enunciaron también la idea del progreso, que según algunos es la causa de los actuales agobios. Pero la idea de que somos responsables de nuestros actos y de nuestro futuro y de que tenemos capacidad para construirlo era buena. Los ilustrados eran conscientes de que nada estaba asegurado y de que el resultado depende de nuestras obras. Es un error condenarlos a ellos porque nosotros, las gentes de los siglos XX y XXI, llamemos también progreso a nuestra forma tóxica de crecimiento material inmoderado, que es el último capítulo de la historia, en el que ahora estamos. Tras haber descubierto los secretos del átomo y de los genes, en el seno de una civilización fáustica que no podemos llamar ilustrada, crece sin límite la fantasía de situarnos por encima de la naturaleza y de rehacer el mundo a nuestro capricho. Es en ese contexto en el que surge el sueño de liberarnos de nuestras propias limitaciones y transformarnos en seres sobrehumanos. 

Pero no culpemos de esta última deriva a la Ilustración ni al conocimiento. El conocimiento es bueno, pero nuestra forma de civilización es malsana, y dentro de ella el sueño poshumano es uno más de los excesos que nos conducen a un lugar que no nos gustará.  

Nuestro sistema ‘está a pleno rendimiento’ gracias a la explotación de miles de trabajadores y a la sobreexplotación del planeta. ¿Qué reventará antes?

En mi opinión, todo forma parte del mismo lote. Son dos de los desajustes estructurales de este régimen económico-social que alcanza su cénit en el capitalismo salvaje que llamamos neoliberalismo. Si no cambiamos este sistema (y no soy muy optimista al respecto), las costuras pueden saltar por cualquier lado: un virus que lo ponga todo patas arriba, o la competencia feroz por los recursos cada vez más escasos, o que cualquiera de los muchos problemas (ambientales, económicos, laborales, sociales) sobrepase un punto crítico. Casi todo está llegando al límite, y si alguna de las piezas se tambalea lo suficiente, el desmoronamiento puede ser muy rápido.  

Ninguna de las perspectivas de futuro parece muy halagüeña. Usted lo recoge en palabras del grumete Ismael, “no iba rumbo a ningún puerto por delante, sino que se precipitaba huyendo de todos los puertos a popa”. ¿Por qué nos cuesta tanto imaginar una alternativa al capitalismo?

No me parece que imaginar sea la principal dificultad. De hecho, no faltan ideas. Hace décadas que se viene advirtiendo de lo que se nos viene encima y hay pensadores y movimientos que vienen reflexionando sobre las alternativas. Casi todos ellos están de acuerdo en que, tal como están las cosas, sería necesaria alguna forma de Decrecimiento. Algunos lo contemplan como un ideal perpetuo, otros, y me incluyo, como un requisito para salir del atolladero, pensando que tal vez algún día seamos suficientemente sabios para aspirar a algo mejor, dentro de una relación positiva y amable con la naturaleza. 

Claro que el Decrecimiento, del tipo que sea, no parece muy apetecible a los alegres ciudadanos del mundo “desarrollado” criados en el consumismo compulsivo, y mucho menos agrada a quienes están en la cabina de la máquina de devastar, que les proporciona tantos beneficios. Así que, aunque dentro del sistema se dejen oír voces críticas con los excesos de la máquina, no encuentran eco las otras voces que alertan de que el problema es la propia máquina, el propio sistema. Efectivamente, huimos de todos los puertos hacia ninguna parte, pero no faltan ideas ni imaginación; falta oído. 

“Vivir sin plan preestablecido y sin verdades últimas exige fortaleza psicológica”. En un momento en el que las humanidades están enflaqueciéndose en nuestra educación, donde el lenguaje se desplaza por emoticonos, donde no hay espacio para la reflexión honda (que requiere tiempo y nosotros tenemos prisa), bombardeados de fakes, ¿de dónde sacar esas bujías que nos mantengan en la dignidad de estar vivos?

¿De dónde puede ser, sino de la reflexión, del humanismo, de la racionalidad y de la sensibilidad? Tenemos un problema con la necesidad de verdades últimas, con la religión y con cualquier otro tipo de dogma, aunque sea laico. Podríamos aprender de la ciencia a vivir sin respuestas definitivas, en permanente descubrimiento. Hay mucha gente que se arregla bastante bien así: no hay un destino, se hace camino al andar.  

Lo digo otra vez: la razón no es mala, y que no se diga que es enemiga de la emoción. Necesitan un buen balance; ambas pueden autocorregirse. Creo que esta sería una de las claves de un humanismo sano. No me gusta el humanismo que postula el supremacismo humano, pero tampoco el que niega la posibilidad de intervenir positivamente en el entorno. Digo “positivamente”, y para eso hay que evitar la hybris, el orgullo suicida.  

La idea de progreso, tan mancillada, ¿a qué debería de responder?

Ya he dicho antes que la idea de progreso no es esencialmente mala. Claro que me refiero a progreso humano. En el libro hablo de una línea de humanidad, de la mejora de la condición humana. Es evidente que no todos los seres humanos alcanzan la misma calidad de vida, ni todas las sociedades proporcionan los mismos medios para que sus miembros tengan una vida digna y satisfactoria. No estamos en el mejor de los mundos posibles ni podemos aceptar como inevitables las grandes lacras que todavía padece la Humanidad y ahora es más evidente que nunca que son muchos los errores que hay que enmendar. Eso sería el progreso: crecer como seres humanos, conocer mejor y relacionarnos mejor con nuestro entorno y con nosotros mismos, sabiendo que nada está asegurado; no hay progreso inevitable y continuo. En ese camino podemos avanzar o retroceder y equivocarnos. 
La mejora de la condición humana no equivale, pues, al aumento constante de bienes materiales (el crecimiento infinito). Requiere una base de bienestar material, pero sin superar el nivel que permita asegurar la disponibilidad de recursos ahora y en el futuro para el conjunto de la humanidad. Aspiramos a formar sociedades que nos proporcionen el entorno positivo y los medios para desarrollar nuestros proyectos de vida. Pero sobre el ideal de vida buena que construyamos sobre esa base solo puedo decir que no hay una meta marcada. La sociedad puede proporcionar el entorno y los medios, pero los ideales son variables y nos corresponde imaginarlos y revisarlos permanentemente. El humanismo puede guiarnos, pero es responsabilidad de cada uno sacar adelante su propio proyecto vital. Y lo mismo vale, en otro orden, para los grupos humanos. 

Que en torno a 2045 la muerte sea opcional, como predica Cordeiro, ¿es una tragedia o un triunfo radical?

Es más bien una farsa, y Cordeiro y sus colegas son unos farsantes que tal vez se la creen. La vida eterna ya la inventaron las religiones, y les ha dado siempre buenos réditos. A Cordeiro también se los da su nueva religión pseudocientífica. Está vinculado a una de esas empresas de criogenización a las que les va muy bien a costa de sus fieles difuntos. De todas formas, se llevará un buen fiasco, porque la muerte optativa queda muy lejos. ¿Sería un triunfo? No, desde luego, en esta sociedad. Si ya las desigualdades la hacen inestable, ¿imagina que es posible ensanchar todavía más la brecha social? Y, si por un milagro se popularizara la longevidad semieterna, repito, en una sociedad como esta, ¿cómo resolveríamos el problema demográfico, el envejecimiento, la sucesión revitalizadora de las generaciones? Algo así sería como la apoteosis de la desmesura que hace inviable nuestro modelo de civilización. ¿En 2045? ¡Ja! Si la ciencia puede lograr algo así, no será ahora. Tal vez algún día muy lejano sea posible en un mundo mucho más sabio que sepa y quiera gestionarlo.  

El azar, aquello imprevisible e incontrolable –llámese, por ejemplo COVID 19- es el principal enemigo del sistema?

El coronavirus o cualquier otra cosa que escape a nuestro control, incluyendo la propia inestabilidad del sistema. Y sí, llamémoslo azar. Los seres humanos tratamos de reducirlo adelantándonos a los imprevistos. La fantasía, la imaginación y la ciencia, son medios que han nacido al servicio de esa labor de supervivencia. Pero el azar sigue presente. Algunas batallas ganadas contra la ignorancia, contra la enfermedad o contra la precariedad han creado la ilusión de que lo controlamos todo, de que hemos sometido a la naturaleza. Tal vez de vez en cuando nos incomoda, con sus molestas inundaciones y tormentas, o con sus mosquitos transmisores de malaria en lugares lejanos, pero nada realmente serio que nos deba preocupar. Y en estas viene un pequeño organismo que ni siquiera consideramos algo vivo y lo pone todo patas arriba. Pero podría ser cualquier otra cosa que no controlamos, algo que actúa sigilosamente, como el calentamiento global, o nuestras propias pasiones, que se pueden desatar destructivamente en un mundo tan abigarrado y con sus piezas tan mal encajadas. No, el sistema no lo tiene todo bajo control. Más aún, dentro de él hay demasiados cabos sueltos (demasiado azar), y en algún momento todo se puede descoser.  

Si ni el gas natural (menos contaminante) ni las energías renovables bastan para sustituir el petróleo y el carbón, ¿cuál es la salida?

¿La salida para qué? ¿Para seguir la fiesta? Eso se acabó, y, si no ahora, se acabará muy pronto. Toda esta parafernalia se ha pagado con lagos de petróleo que se agotan. No hay un sustituto real. Desarrollo Sostenible o Green New Deal son bellas palabras, pero no se dejen engañar por las bellas palabras. Si se molestan en mirar los cálculos de los expertos que no trabajan al servicio del sistema sobre lo que se puede esperar de las energías renovables (en el libro encontrarán algunas referencias), verán que las cuentas no salen. Sí, ya sé, tenemos la energía nuclear de fisión, pero si tuviéramos que depender de ella tampoco daría para mantener la fiesta. Andan como locos buscando nuevas minas de uranio. ¿Y la fusión, qué? El año que viene, si dios quiere ¿O era el siglo que viene? Así que la única salida es el Decrecimiento, y repartir hasta donde dé. 

La provisión de minerales estratégicos causa guerras devastadoras (disculpe el pleonasmo). ¿Estaríamos dispuestos a renunciar a nuestros móviles, a ciertas comodidades de las que disfrutamos gracias a estos minerales para evitarlas?

Bueno, el virus parece haber producido un efecto santificador: mucha gente parece haberse despertado de un sueño y descubierto de pronto el valor de una vida más sencilla. Y todos dicen: “A partir de ahora el mundo será diferente”. Por otra parte, la capacidad que hemos demostrado para adaptarnos al confinamiento domiciliario, demostraría que podemos acostumbrarnos a cualquier cosa. Podría aprovecharse este estado de gracia. Me gustaría creerlo. Después de lo que estamos viendo, los gobernantes ya no podrán decir que las cosas son como son y no se pueden cambiar. Pero —y ojalá me equivoque— me temo que en cuanto la tormenta parezca alejarse, antes de que llegue la siguiente, los buenos sentimientos se replegarán de nuevo a sus cuarteles de invierno, y volveremos al sueño. 

¿Es posible pensar en pasar de sociedades a comunidades (donde el apoyo mutuo y un modo de vida más humano presidieran)?

Supongo que entiendo lo que quieres decir. A mí no me gustaría distinguir entre sociedades y comunidades. Una sociedad debería ser una comunidad. Pero si a lo que te refieres es a fortalecer los entornos más locales, sí creo que sería algo muy conveniente. De nuevo el virus nos ha enseñado que el modo como producimos y comercializamos nuestros productos, que viajan de acá para allá y de nuevo de allá para acá, para procesarlos, para embalarlos, para llevarlos de vuelta al origen, con un enorme despilfarro de energía y de recursos, y las deslocalizaciones, deja a las sociedades sin medios propios para defenderse cuando se produce un problema general. Eso, con independencia de que los entornos locales son más humanos. Pero los males de la globalización no deben hacernos renegar del ecumenismo.

Fortalecer lo local no puede significar una vuelta al tribalismo. Compartimos un solo mundo, somos integrantes del mismo ecosistema (de Gaia, por decirlo de otro modo), nada de lo que hacemos es ajeno a los demás, y eso requiere fortalecer el cosmopolitismo. Necesitamos cooperar para mantener la gran empresa del conocimiento, o para revertir el calentamiento global. Y está ese otro pequeño detalle: la ayuda mutua. Así que se trata de aprender a combinar mejor las escalas. No hay contradicción. 

Facebook apagó su sistema de Inteligencia Artificial cuando descubrió que se autoprogramaba en un código que ni los informáticos entendían y que se comunicaba con otros dispositivos de Inteligencia Artificial sin ningún concurso humano. ¿Dónde habría que situar los límites de la IA?

No estoy seguro de qué había realmente detrás de aquella noticia. Imagino que no estaba exenta de sensacionalismo, ante un funcionamiento inesperado. Pero después de todo lo que he leído para escribir el libro, tengo la impresión de que una auténtica Inteligencia Artificial con objetivos propios, si fuera posible, está todavía muy lejos. Eso no significa que no tengamos que preocuparnos. El peligro está en delegar la toma de decisiones. Puede ser razonable hacerlo, por ejemplo, cuando se trata de automatismos que mejoran nuestras reacciones, como en un coche sin conductor, pero eso no sería más que una prótesis de nosotros mismos, una herramienta. Sin embargo, no podemos delegar en el coche a dónde ir, ni dejar en manos de un sistema automático la decisión de disparar un arma, o si invertir en armas o en un hospital. Lo más simple que se puede decir sobre esto es que debemos tener siempre la última palabra y que es necesario legislar sobre qué es lo que se puede delegar en los robots, y establecer órganos eficaces de vigilancia. Compañías como Google, Microsoft o Facebook operan hoy con enorme opacidad e impunidad. 

¿Podrá seguir hablándose de ‘hombre’ o nuestra raza, como tal, sufrirá –está experimentándolo ya- tal mutación que será otra cosa?

Frente a lo que he dicho sobre la muerte opcional o sobre la Inteligencia Artificial Fuerte (verdaderamente inteligente), me parece que la posibilidad de transformación humana es, en algunos aspectos, mucho más cercana. Hay cosas como la replicación de la mente, o la simbiosis de la mente con la Inteligencia Artificial, que (suponiendo que fueran posibles) serán ciencia ficción durante mucho tiempo. Igual que la inmortalidad, nosotros no lo veremos, y menos en una sociedad tan desequilibrada como la nuestra. Pero la genética tiene ya algunas capacidades técnicas para alterar nuestro código fuente. Todavía está lejos de hacer con seguridad humanos a la carta y menos aún humanos con facultades aumentadas, pero ya se hace selección de embriones y está disponible la ingeniería de modificación genética, cuya restricción en humanos ha sido violada ya al menos en un caso que saltó a la prensa en 2018. Esto es muy preocupante, porque se trata de una técnica que permite ya alterar el código cuando no se conocen todas las consecuencias. De momento lo contiene la bioética, pero no tenemos suficientes garantías de que sea suficiente. Si la Humanidad consigue salir de la actual ratonera más sabia y más equilibrada, y sin perder sus actuales conocimientos, tendrá que enfrentarse en serio al problema de la preservación de la naturaleza humana. Mientras tanto, debemos tener algo más que prudencia, porque nuestro conocimiento del cerebro y del ecosistema genético son todavía demasiado inmaduros. Y hasta es posible que todas las especulaciones que hagamos sobre hasta dónde llevar las tecnologías de transformación humana se conviertan en un simple brindis al sol, si nos pierde nuestra soberbia y no resolvemos nuestros actuales problemas. 

Sobre lo que podría ocurrir a largo plazo, solo podemos fantasear. Casi nada de lo que parece estable lo es realmente, y así se ha desplegado, a partir de una humilde bacteria, toda la variedad de la biosfera, incluyendo la formación de la especie humana. Por eso, no sé lo que una sociedad más sabia podría o debería decidir sobre la integridad específica. Pero nosotros, tan ignorantes de las consecuencias, no podemos decidir ya, por ellos, superar ese límite. Esa será su responsabilidad. 

Especulemos, ¿en qué nos va a cambiar el Covid 19?

Creo que he respondido ya antes, a la pregunta de a qué estaríamos dispuestos a renunciar. El virus parece habernos despertado de un sueño y alertado sobre nuestra estrambótica forma de vida. Parece que ahora estaríamos más dispuestos a adoptar unos hábitos más sencillos y sostenibles, más adaptados a los recursos disponibles, y todo eso. Espero que no nos pase como a los pacientes de la película Despertares, que tras un breve periodo de lucidez volvieron a caer en la catalepsia. Ojalá aprovecháramos el actual estado de ánimo para intentar lo que parecía imposible. Pero reconozco que no soy muy optimista. 

Supongo que los guardianes de Babel querrán restaurar su torre, pero es posible que los boquetes que ha dejado esta pandemia sean demasiado grandes. A pesar de ellos, el mundo que viene no permitirá ya para las mismas alegrías que el pasado, así que la ventana de oportunidad para cambiar las reglas seguirá abierta por algún tiempo. Si no la aprovechamos, prepárense para una larga Edad Media.    

Permíteme decir, para terminar, que todo lo dicho no dejan de ser respuestas simples a preguntas complejas. Espero que sirvan para animar a leer el libro.