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Lovecraft

Los Raros

20 Abr 2020

El escritor minoritario creó una de las cosmogonías más estimulantes de la literatura

Lovecraft, el agorero cósmico

Esther Peñas /

Lovecraft era un tipo extraño. Su obra literaria contiene la fabulosa valía de haber creado una cosmogonía propia. No es pequeña la trucha. Los mitos del Cthultu. Nacido en Providence, en 1890, perdió a su padre pronto, y apenas pudo verlo, ya que estaba confinado en un psiquiátrico. La madre proyectó su colección de neurosis sobre el atildado Lovecraft, al que convenció de ser feo y enfermizo, evitándole, además, cualquier contacto con niños de su edad para preservarlo. Así que no le quedó otra que buscar un punto de fuga para quebrar la inercia del desastre: escribir.

Como no le asistía fe en credo alguno, empezó a imaginar sus propias deidades, gnósticas la mayoría de ellas, es decir, dioses que disfrutan haciendo la puñeta –se me disculpe lo castizo- a los humanos. Dioses que habitaron el espacio cósmico y que no necesitan al hombre en absoluto. Dioses que engendran monstruos y antihéroes oscuros. Dioses informes, para los que la palabra, al tratar de describirlos, se suspende. Dioses que se acercan a tarascas cetáceas.
 
Pesimista y reaccionario, noctívago entusiasta, hacía de sus recurrentes pesadillas carne de ofrenda, transmutando miedo por goce. A los treinta años, la pérdida de su madre y, en consecuencia, la merma de su renta, lo obligó a buscar trabajo allí donde su destreza le daba margen. Comenzó a publicar cuentos y, para su sorpresa, a recibir cartas de entusiastas lectores, lo que fue puliendo su carácter hosco y asustadizo en alegre y seguro, respondiendo largas epístolas a su recua de adeptos: hay datadas más de cien mil cartas a amigos, colaboradores y colegas en las que, además de desplegar un generoso humor, participa de reveladores detalles de sus relatos. Su estilo también se modificó, pasando de lo onírico y dunsaniano de sus primeros relatos a un realismo casi neurótico de su etapa de madurez, en los que trataba de articular científicamente sus narraciones.
 
Admiraba a dos autores por encima del resto: Lord Dunsany y Edgar A. Poe. Del primero, al que no se atrevió a saludar después de una conferencia a la que asistió como oyente, incorporó en sus relatos las extrañas divinidades y fuerzas elementales, además de las geografías imaginarias. Y sentía fascinación por lo que simbolizaba el aristócrata (la elegancia, la fama, el aplomo). 
 
De Poe tomó la querencia a mostrar los demonios que presiden nuestra mente y la expresividad para el desconcierto. En las montañas de la locura es un homenaje a Las aventuras de Arthur Gordon Pym, la única –e inconclusa- novela de Poe, la más onírica, compleja, poética. 
 
Sí, Lovecraft conoció el amor, pero no muy de cerca. Se llamaba Sonia Greene, diez años mayor que él; acaso el sustrato edipiano de la relación la llevó al traste poco después de la boda. Hay anécdotas de amigos que reflejan el rechazo patológico de Lovecraft siquiera a hablar de sexo. Quizás le resultaba un tema incestuoso. Poco a poco, volvió a su antigua amargura y misantropía. Murió de fallo renal, en 1937.
 
Escritor minoritario, la honda pesadumbre que arrastra es la de su materialismo. Quería creer en sus creaciones arquetípicas y numinosas, pero su naturaleza atea, científica, lo impedía. Sin embargo, construyó una religión. Una religión estética, obvio, sacada de la costilla de un escéptico.
 
Los Mitos de Cthulhu hablan de seres que no eran, stricto sensu, materiales, pero tampoco espirituales. Los Primigenios, expulsados, cual prelados Adanes, a planos ignotos del espacio, a repliegues del tiempo. Se inmiscuyen en los asuntos humanos. Y provocan sectas que los adoran, y a las que desprecian. Hay muchos: el que yace muerto en la ciudad submarina de R’lyeh; Azathot, un dios idiota y ciego que reina desde un trono negro alzado sobre la cúspide del caos; El que camina sobre el viento, desterrado a los desiertos árticos; Shub-Niggurath, la Cabra de los Mil Hijos…
 
De estos cuentos lovecraftianos salieron otros muchos escritos por otros autores que fueron completando el ciclo. Una camarilla como cónclave del terror cósmico. August Derleth creó los Dioses Arquetípicos, antagonistas de los Primordiales. Por ejemplo. Hay, incluso, libros malditos dentro de los libros (el archiconocido Necronomicon, sí, pero también los Cantos de Dhol, las Revelaciones de Glaaki…)
 
"No hay en el mundo fortuna mayor, creo, que la incapacidad de la mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas. Algunos teósofos han sospechado la majestuosa grandeza del ciclo cósmico del que nuestro mundo y nuestra raza no son más que fugaces incidentes. Han señalado extrañas supervivencias en términos que nos helarían la sangre si no estuviesen disfrazados por un blando optimismo. Pero no son ellos los que me han dado la fugaz visión de esos dones prohibidos, que me estremecen cuando pienso en ellos, y me enloquecen cuando sueño con ellos. Esa visión, como toda temible visión de la verdad, surgió de una unión casual de elementos diversos; en este caso, el artículo de un viejo periódico y las notas de un profesor ya fallecido. Espero que ningún otro logre llevar a cabo esta unión; yo, por cierto, si vivo, no añadiré voluntariamente un sólo eslabón a tan espantosa cadena. Creo, por otra parte, que el profesor había decidido, también, no revelar lo que sabía, y que si no hubiese muerto repentinamente, hubiera destruido sus notas”. Palabra de Lovecraft.
 
La estructura de sus historias se repite una y otra vez, con querencia a la analepsis (llámese flashback, si procede): por lo general, alguien ha contemplado el horror y avisa al resto de la especie de lo que se avecina; su estilo, barroco, cargante, abrumador en detalles científicos que justifiquen lo que no es probable y, a pesar de ello, captura. Y a pesar de que resulta la antítesis de lectura grácil (ligera, que diría Italo Calvino en sus conferencias para el nuevo milenio) es difícil no quedar atrapado por una especie de resina consistente. Quizás la razón sea que nos sentimos como semillas de chía ante el cosmos, nada, Lovecraft nos coloca en nuestra absoluta insignificancia; quizás por su maestría en describir el horror que causa en los humanos lo inefable. Y lo mejor, lo mejor, es que a la postre, después del punto y final, el lector nunca queda a salvo. 
 
De Lovecraft resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y pomposamente gemadas de los cantos ya amorosos, ya místicos, ya desesperados de este poeta, ya que en ellos está contenido un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.

 

(Crónica publicada en 'cermi.es 387, en la sección 'Los raros')