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Cubierta de 'La vida fácil'

Entrevista

5 Sep 2018

Chiara Giordano y Javier Echalecu, traductores

“Paradójicamente, el manicomio para la Merini es también un oasis infernal, una cárcel que encierra y protege”

Esther Peñas / Madrid

Como inconclusión, podríamos decir que Alda Merini, (Milán, 1931- 2009), en su pobreza, tuvo que imaginarlo todo. Y a partir de ahí consiguió abrir un hueco en medio del vacío donde habitar. Y escribir. La suya es una poesía  que estalla las costuras de los modos, los preceptos, las normas. El suyo es un modo de estar (en la vida, también en la palabra) místico, donde el cuerpo (y su gozo) y el espíritu (y su goce) se confunden, donde lo sagrado y lo profano se intercambian la muda, donde la sonrisa lo cría (y sana) todo. Chiara Giordano y Javier Echalecu han traducido uno de sus grandes textos, ‘La vida fácil. Silabario’ (Trama editorial) y nos acercan un poco más a esta milanesa, fumadora impenitente, pornógrafa de provocación y de vitalidad tan necesaria como un lucero.

 ¿Qué ha sido lo más gozoso y lo más complejo de traducir a la Merini?

Lo más complejo, quizá, ha sido el reto de dar a conocer al lector español una autora poco conocida aquí (y en cambio muy popular en Italia) a través de un texto que presenta características muy peculiares: un texto que no fue escrito sino dictado, en el que los editores decidieron intervenir lo menos posible y del que era necesario mantener la frescura, la oralidad, incluso cierto desorden del lenguaje y de las imágenes. Lo más gozoso, en cambio, ha sido el viaje: por un lado, el viaje literario, lingüístico, por entre los entresijos del texto y del universo Merini –universo en el que hemos tenido la oportunidad de adentrarnos como solo la labor de traducción permite hacer, y con los retos y estímulos de una traducción a cuatro manos – y, por otro, el viaje material por el norte de Italia durante el cual tomó cuerpo el primer borrador del texto y que nos llevó a conocer algunos de los lugares y de las personas que más habían marcado su vida: el barrio milanés de los Navigli, por ejemplo, o esa ya mítica casa-taller del editor y tipógrafo Alberto Casiraghi, a la que llegamos una neblinosa tarde de enero recibidos por el olor de la tinta y los tipos móviles, un sinfín de esculturas, dibujos y objetos acumulados al azar que habrían enamorado a André Breton, las miles y miles de plaquette de Pulcinoelefante –«mini-ediciones para libridinosos», así las llamaba Vanni Scheiwiller– y un gato de nombre Igor.  

¿Qué tiene, con su poesía incierta, de belleza inmensa?

Se nos ocurren sobre todo dos palabras: plasticidad y fuerza. Plasticidad de las imágenes –pienso, por ejemplo, en esa descripción tan erótica que hace del electroshock en «Historial clínico» o en un texto como «Milán», donde la ciudad se personifica en «una madre malvada [que] corre tras nosotros con las viejas pantuflas, con confeti en los ojos, con las manos huesudas» – y libertad frente a todo esnobismo, a todo filtro, a toda norma. En sus textos se mezclan de manera muy natural lo popular y lo culto, lo más cómico y lo más dramático, Safo y Caperucita Roja, y todo responde a un solo, único, mandamiento: escribir, escribir, escribir. 

El respeto que suscitaba la Merini entre sus compatriotas, ¿se debe a su querencia más por los arrabales que por las élites, por su punto loquito, por su humor..?

Efectivamente, como mencionábamos al principio, ha sido una autora muy popular, en el sentido, también, de muy cercana y muy querida. Era habitual verla bromear en el bar ‘Chimera de los Navigli’ o en ‘Libraccio’, una vieja librería de segunda mano en Via Corsico, o sentada en un banco fumando el vigésimo cigarro del día y charlando con los habitantes más extravagantes y olvidados del barrio. En la última parte de su vida, se hicieron cada vez más frecuentes sus apariciones en la tele y las colaboraciones con músicos, fotógrafos y pintores. Conocidísima una portada de 1997 de «Panorama» (revista que pocos definirían de elite) en la que aparece literalmente en pelotas: una mujer ya mayor, que se ríe de sí misma y de las convenciones sociales y que no se avergüenza de mostrar las cicatrices, los excesos y las imperfecciones del cuerpo, de un cuerpo real y «sediento de vida». Te confesaremos, de hecho, que fue esta foto la que, durante una comida, mostramos a Manuel Ortuño, editor de Trama, para animarlo a traducir el libro. Quedó fascinado, y el trabajo de edición nos parece impecable.

¿Fue fácil su vida?

Más bien lo contrario: fue una vida difícil y dolorosa, marcada por la locura, la marginalidad, la pobreza y el luto. Basta con hojear algunos de los textos de La vida fácil para darse cuenta de que, detrás de cada palabra, se esconde una herida, una pérdida, el eco de un electroshock. Y, sin embargo, el texto no deja en ningún momento de estar atravesado por cierto optimismo, por un humor que se posa en cada uno de los objetos y personajes que pueblan el libro, por una distancia que es capaz de transfigurar los pensamientos y recuerdos –incluso los más dolorosos– y de convertirlos en materia prima para la escritura. De ahí, quizá, el título del libro que, en el fondo, no es otra cosa que un inventario de historias, fantasías y encuentros que le permitieron hacer más llevadera, más fácil, la vida.

¿Qué huella le dejó su paso por distintos psiquiátricos?

Bueno, tenemos que recordar que su primer larguísimo internamiento en el Paolo Pini de Milán es anterior a la famosa Ley Basaglia, con la que se empezó a poner fin a los abusos, violencias y humillaciones perpetuadas en los hospitales psiquiátricos. Esto significa que al trastorno bipolar que le diagnosticaron se sumaron los traumas, físicos y psíquicos, provocados por la que se suponía que iba a ser su cura. Sin embargo, en la mayoría de sus obras –en Silabario, pero sobre todo en la que se considera su obra maestra, La tierra santa (traducido en 2002 por Jeanette L. Clariond para la Editorial Pre-Textos)–, el manicomio no es solo el fantasma «jorobado, deforme y cruel» que sigue visitándola por las noches o el Hades del que ha logrado regresar (como ese Orfeo que da título a su primer poemario, La presenza di Orfeo); es, también, y paradójicamente, un oasis infernal, una cárcel que a la vez encierra y protege: «después de que abrieran las puertas de la cárcel –leemos en «Palabra»– fui arrojada al único manicomio que hay en realidad: la vida».

¿Por qué era tan reticente a que sus poemas quedasen por escrito, a modificarlos después de ser dictados?

No nos podemos olvidar de que la escritura tenía para ella, en primer lugar, una función terapéutica y catártica; y, como en toda terapia, la palabra poética –para expresar de verdad su poder salvífico y lenitivo, su capacidad de tantear lo no simbolizable (lo Real, que diría Lacan)– tenía que expresarse sin límites ni filtros, incorporando todas sus contradicciones, sus fallos y deslices. Aunque también tiene que ver, en nuestra opinión, con lo que mencionábamos antes: el deseo como motor principal de la escritura, deseo que brota con violencia y furor, arrastrando todo afán de perfección formal, de selección o labor limae. Era una autora sumamente prolífica y muy pocas personas pudieron escoger, editar y corregir sus textos: la gran filóloga y crítica literaria Maria Corti –que protagoniza uno de los textos de La vida fácil, «Sopa»– fue una de ellas. 

“Concibo el pecado como la ‘summa’ teológica de mis deseos”. Ya aquí se manifiesta de manera sutil esa llamada mística que cerró su ciclo poético…

Efectivamente, la última fase de su producción poética se caracteriza por una religiosidad cada vez más marcada –aquí en España, Vaso Roto ha publicado en la traducción de Jeanette Clariond varios poemarios pertenecientes a su llamada fase mística: Cuerpo de amor, Magnificat, La carne de los ángeles y Francisco–, si bien en sus primeras obras –la ya citada Tierra Santa o Vacío de amor (traducida por Mercedes Arriaga Flórez y Jenaro Talens y publicada por Cálamo)– ya se vislumbra esa difícil simbiosis entre lo sacro y lo profano, lo material y lo espiritual, que encontramos en algunos textos de La vida fácil. Una religiosidad que, como en los poemas de Santa Teresa o San Juan de la Cruz, nunca se separa de la tierra, del cuerpo, de una carne que vibra, sufre y desea.

“Abrid los libros religiosamente, no los miréis por encima, pues encierran la valentía de nuestros padres”. ¿Quiénes son los mentores poéticos de la Merini?

Los poetas Eugenio Montale, Salvatore Quasimodo, Giovanni Raboni, Maria Luisa Spaziani; los críticos Giacinto Spagnoletti y Maria Corti; los editores Giovanni y Vanni Scheiwiller; Giorgio Manganelli, con quien empezó, aún jovencísima, a conocer esa «ciénaga definitiva» que es la neurosis… Fueron muchos los que sostuvieron y guiaron a la autora en sus comienzos y son muchísimas las referencias literarias que podemos encontrar en sus textos («de niña –escribe en uno de los textos de Silabario– tenía una gran colección de libros. Leía tanto, que me habría hecho cenizas con ellos»), y sin embargo, su principal mentora ha sido sin duda la vida misma, las vivencias dentro y fuera del manicomio.

Para la Merini, ¿“la neurosis es tan solo una sospecha divina”?

Sí y no. Es cierto que la mayoría de su producción poética se construye alrededor de la experiencia de la enfermedad y el dolor, que su palabra no para de asomarse a los abismos de la psique y de enfrentarse a lo indecible, a la imposibilidad de articular una gramática de la locura (los visionarios Cantos órficos del poeta italiano Dino Campana, de hecho, son otra referencia fundamental); sin embargo, ya Maria Corti, en su prólogo a Vacío de amor, nos invita a «resistir la tentación de dilatar las leyendas que se forman acerca de la locura, del desorden mental, del horror cotidiano, como mitos de lo imaginario». También en Merini, en suma, la relación entre neurosis e iluminación poética está lejos de ser unívoca o directa: por sí sola, en la locura no hay fertilidad alguna; y la propia Merini era muy consciente de eso.

“La calumnia es producto del desconocimiento o de la falta de un bien soñado”. Sin embargo, la Merini no a la calumnia pero sí era tendente a la fabulación…

Quizá sea una de las cosas más divertidas de su biografía: ese listado de relaciones inventadas y presuntos amores que algún supuesto protagonista tuvo que desmentir… «Toda la literatura –escribe la autora citando a Manganelli– no es más que mentira» y en efecto La vida fácil es, también, una gran autoficción en la que se entrelazan las dimensiones de la verdad y de la mentira, del recuerdo y de la imaginación. Ni siquiera en los textos más explícitamente autobiográficos parece que le importe a Merini ser fiel a la realidad. Lo que le importa está mucho más allá, y la mentira es un camino tan válido como cualquier otro.

“La pierna erótica, mansamente abandonada en la cama, es un cebo natural para el no descanso”. Lo erótico, ¿qué papel cumple en su poesía?

El impulso erótico es, sin duda, uno de los ejes fundamentales de su poesía. Como ya hemos recordado hablando de su fase mística, en Merini la relación con la escritura es siempre carnal y física: la libido es lo que permite mediar entre la crudeza de las vivencias y el sonido de las palabras; sin ella, no habría nada más que balbuceo. De ahí la centralidad que adquiere en sus textos el cuerpo del amado (en una operación retórica, por cierto, que subvierte los códigos de la tradición poética occidental, donde el cuerpo de la mujer era la principal fuente de inspiración de un yo poético tradicionalmente masculino). 

De entre los textos de ‘Silabario’, ¿cuál recomiendan para quien no haya leído nada de la Merini?

«Camelias» e «Historial clínico» son, probablemente, los más perturbadores; al traducir «Sujetador» y «Fregadero» nos reímos mucho; mientras que textos como «Teléfono», «Manos», «Agenda telefónica» o «Cigarrillos» abren una rendija sobre su vida y su escritura.