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Ángel Ortego, junto a un mural de Bécquer, y sosteniendo en las manos un libro de la poeta Alejandra Pizarnik

Entrevista

3 Mar 2021

Ángel Ortego, poeta

«Siempre hay una leve brisa que hace levantar la vista hacia un futuro que lo cambie todo, sin cambiar nada»

Esther Peñas / Madrid

Manual de salto (editorial Talón de Aquiles) es un poemario denso, de una honda introspección que abre escotillas, lucernarios, huecos y grietas para filtrar la luz de la consciencia. Manual de salto se habla, sobre todo, a sí mismo, como descubriéndose a golpe de verso impregnado de autenticidad. Con este su primer poemario, Ángel Ortego acampa en la gravedad de la palabra.

Cuando uno escribe, ¿hacia dónde salta?

Supongo que hacia la fe propia, personal, única, construida con retales e hilos de experiencia que hacen el escalón más alto, o más bajo; también hacia el recuerdo, enquistado como un silencio, mezclado -no agitado- con la imaginación que da forma al paisaje que lo rodea. Cuando uno que escribe esto escribe, salta hacia lo desconocido, sin guion, dejándose llevar por esa escritura automática que hace emerger los secretos más oscuros, o las verdades como puños que golpean el alma. Escribir (versar) es un acto de confesión, una verdad que duele porque ya no existe. Fue, pero ya no es, ya sólo quedan las sílabas que la delimitan, la voz que la recuerda.

¿Cuál es «la verdad que arde»?

La voz que calla, la que, aun teniendo cada sílaba retenida entre los labios, cada momento de aliento marcado matemáticamente para ser pronunciado, no puede articular debido al más feroz de los miedos, que es el romper la realidad real, no la que los ojos miran o la que las manos palpan. Y esa verdad tallada sobrevive como llama eterna, como hierro incandescente en los labios que, un día, hablan en el idioma universal del silencio.

Una «herida indiscreta» ¿duele más, es más profunda, o más insoportable?

Es la más exacta, bajo los cánones de este humilde poeta. Si hubiera una escala de dolor, no entraría entre los números. Si fuera visible, no sería más profunda. Al ser insoportable, es herida presente, invisible, distinta a las heridas del hambre o de la sed.

¿Qué encuentra el poeta entre «los restos del naufragio»?

El momento exacto, la luz que guía las mil noches de aquel entonces, las palabras labradas que formaron el futuro en el que vivo (divago). La fecha exacta en que murió uno y nació otro, pero siempre el mismo, que regresa siempre al hogar del recuerdo, a la mirada congelada por las palabras que no nacieron.

¿Por qué escribe Ángel Ortego? ¿Por qué poesía?

Porque no quiero callar. Porque callé muchos años, y esos años no volverán. Porque podría haberme dedicado a otros oficios, a otros ministerios más complacientes, o gratificantes. Pero decidí nadar a contracorriente, y encontré en la cesura del verso, en la voz quebrada del encabalgamiento, mi mejor abrigo. Puedo contar mil anécdotas y novelas, imaginar personajes y epopeyas, pero sólo la poesía desnuda mi voz y la hace sincera.

¿No hay «un lugar al final del invierno»? ¿Qué hace falta para que lo haya?

No ha llegado ese lugar, pero siempre hay un milímetro de esperanza, una mirada que abra las puertas, una voz desde la distancia. Pese al pesimismo interior, siempre hay una leve brisa que hace levantar la vista hacia un futuro que lo cambie todo, sin cambiar nada. Un nombre que nombrar que vuelva a reescribirlo todo.

La poesía es eso, «prórrogas del instante»?

Siempre. Si recordar es volver al corazón, la poesía siempre nos (me) habla de un pasado que dejó huellas talladas en el interior; es revivir cada instante y dejarlo tallado en el papel como confirmación de una verdad que, con el tiempo, se difumina en la niebla. Anquilosado en ese instante, sólo la poesía me permite ser sincero con ese momento, y revivirlo por doloroso que sea para dejar constancia de que lo viví. Fue. Existió.

«En un mundo suspendido por la belleza de lo irreal». ¿Qué es, para Ángel Ortego, la belleza?

Es la búsqueda constante, eterna, saciar la sed, callar el hambre. Es el sueño perseguido por un niño, dibujar las alas de un vuelo largamente pospuesto, nombrar el nombre que lo nombra todo. Y que lo llena.

¿Qué desmiente a las palabras?

A las mías, nada. Son sinceras, nacidas del deseo de gritar, ahogadas por el silencio de la corriente. Mis palabras nacen de mí, ornamentadas o vestidas, pero mías para expresar lo que quiero. Recuerdan, beben, claman aquello que vivieron. Quizás, lo más real que tengo.

«Nadie es espejismo/ en el nombre que lo convoca». ¿Qué dice de cada uno de nosotros nuestro nombre?

Nos da forma, carne y sangre, alma, recuerdos. Ángel es mi segundo nombre, durante años callado, innombrado, aguardando. Cuando despertó y me habló, entendí que era mi yo más absoluto, el que está lejos de las facturas y de las alarmas, el nombre que me define exactamente, el nombre de las alas que me permiten volar con la poesía.

¿Es más rápida la aurora o la lengua?

En el chasquido de la lengua reside toda una aurora, fugaz, intensa, efímera. La aurora es el momento que la lengua recrea, que dibuja en un beso, que pronuncia en un recuerdo. Son tan rápidas como el instante que las dibuja quiera que sean. O son tan amables como una tarde sin fin que durará mil años o mil páginas (lo que antes llegue). 

¿Qué sucede si «nos aferramos a unas manos que ya no son nuestras»?

Que nos dejamos arrastrar por la corriente, que callamos nuestra fe, que olvidamos nuestro nombre. Ya no somos si no lo que los demás quieren que seamos. Cuesta mucho volver a ser. Hay que pagar un peaje muy grande. La edad nos permite disimular, pero el daño de no ser es herida profunda. De las que duelen.