Compartir en redes sociales

Susmozas

Entrevista

16 Oct 2020

Tere Susmozas, poeta

“Todo nace de la luz, incluso la noche”

Esther Peñas / Madrid

Imaginen un territorio ceniciento, con una luz que no calienta, donde huele a derrota e incertidumbre, un lugar en el que el tiempo envisca habitantes (también lectores), una ciudad que podría ser prontuario de catástrofes, pero con la dignidad de lo bello impregnando cada una de sus calles. Más o menos, Nox. Más o menos, Estación intemperie (Torremozas), de Tere Susmozas (Madrid, 1974).

¿Qué es lo más inquietante y lo más fascinante de la ciudad de Nox, donde están ambientadas buena parte de las narraciones, tan pesadillescas?

Lo más inquietante es que es una ciudad en ruinas, a la que uno siempre accede como un extranjero que debe reconstruirla desde el derrumbe de sus fragmentos. Por otro lado, lo más fascinante es que el tiempo no transcurre de un modo sucesivo, con lo que cualquier cosa puede acontecer a quien, intentando conectar con lo más íntimo de sí mismo, transite por sus calles.

Si tuviera que resumir esta ciudad, lo haría con una frase tuya: “Parecía que no iba a amanecer nunca”. ¿Te reconoces en esa síntesis?

Me reconozco, sí, porque siempre veo las cosas bajo una luz un tanto crepuscular. De esa percepción ensombrecida surge, precisamente, mi escritura. Por otro lado, decía Henry D. Thoreau que “solo alborea el día para el cual estamos despiertos”, y en una especie de duermevela -entre el sueño como revelación y la vigilia-, están muchos de los personajes del libro.

¿Existe “la ciudad vertical”, Nox?

Sí, pero no tiene unas coordenadas definidas, un lugar fijo en el espacio o en el tiempo. Va desde lo real, pasando por el deseo y, quizá, su punto más elevado sea inalcanzable porque en él habita lo imposible. Está en nosotros mismos y merece la pena recorrer sus pasadizos, descifrar los nombres de sus calles, cruzar sus puentes para acceder a todas y cada una de sus áreas de luz y penumbra. 

¿Conviene gritar cuando alguien encuentra una segunda boca en su pecho? 

Conviene mejor dejarla hablar primero. Escuchar, si es posible, lo que tiene que decir. “Mordaza-aleteo”, el cuento al que aludes, habla del intento de su protagonista de silenciar todas esas voces que resuenan en nosotros. Y que, en ocasiones, hablando casi al unísono, no nos aportan más que confusión, desconcierto. Acallarlas es casi imposible. Implicaría entrar en lo que María Zambrano definió como “el tiempo de la psique”, donde el pensamiento no tiene cabida. O lo que es lo mismo: habitar en un sueño donde todo es movido por las circunstancias mientras la conciencia permanece callada, dormida. 

Hay palabras que, a lo largo de los cuentos, van quedando escritas en diferentes lugares (un tronco, una ventana, en el agua, en la piel sangrante…): Temblor, Huérfano, Fuga, Duda, Nadie. Todo un campo semántico que aglutina los cuentos. ¿No hay narración posible del lado de la dicha?

Sí la hay, pero en mi escritura tiene un recorrido muy corto. A la hora de escribir prefiero colocarme en el lado del vacío, la angustia. En el caso de esos cuentos que citas, lo que hace de los protagonistas seres incompletos o los sitúa lejos de la plenitud que desean, emerge en el paisaje en forma de palabra escrita. Esa palabra es tan solo una aproximación a lo que están sintiendo. La definición exacta estaría en el plano de lo indecible, ahí donde las palabras no alcanzan.

Si la oscuridad “no se mueve. Late”. ¿Qué hace la luz?

Hace lo mismo. Luz y oscuridad van unidas, no podrían ser la una sin la otra. Donde hay mucha luz, la sombra también es más profunda. Quizá porque todo nace de la luz, incluso la noche. 

¿Por qué “los ojos siempre se salvan de cualquier incendio”?

Porque son el órgano de la luz, de la conciencia. Los únicos que después de mirar de cara al fuego, al derrumbe o a la herida, pueden crear una proyección nueva. Deformando el sentimiento, cercenando la memoria, ponen en fuga a la sombra a favor de la luz, sustituyendo el dolor de lo real por la reconfortante unidad de una imagen. En el cuento “El lago de los insomnes”, del que extraes esa frase, su protagonista hace cada noche recuento de todas las fisuras que le dejó la infancia, en un intento de recomponer su propia imagen. 

¿Por qué “todos los mudos son embusteros”?

Bueno, eso es lo que intuye el protagonista del microcuento “Estación intemperie”, que da título al libro.  Se adentra en las calles de la ciudad de Nox desconfiando de todo, incluso del silencio de un mudo que le sale al encuentro. Y es que tal vez sea más sensato dudar de las cosas que buscar certezas. Además, fue precisamente uno de los maestros del cuento, Jorge Luis Borges, quien dijo que “la duda es uno de los nombres de la inteligencia”.

Cuando una mano reemplaza al corazón, ¿cómo se escribe? ¿cómo se ama?

Precisamente con la mano abierta, tendida. Eso es lo que hace el protagonista del cuento “Constelado y frío” -que reúne muchos de los elementos que luego aparecen diseminados en el resto de los relatos-, consciente de que amar consiste más en dar que en recibir. De ahí esa imagen de una mano dentro del pecho de una estatua de hielo, extendiendo y plegando sus dedos, como un corazón que se expande y se contrae en cada latido.

Hay binomios bellísimos triscando las historias: Hombre-cometa, caudal-sollozo, umbral-promesa, ciudad-osario, arañas-gotas… ¿qué tiene que tener una imagen para que nos traspase, para que nos conmueva?

Debe ser pregnante, perdurable. Como un puente que nos lleva a otra orilla, o una puerta que se abre a otro mundo de significados posibles. Con ella, las palabras, sin dejar de ser ellas mismas, deben trascender al propio lenguaje. En mi escritura siempre intento que las imágenes vayan unidas a una emoción.

¿Si tuviéramos un Barómetro del Tedio, ¿qué diría a propósito de las novedades literarias? ¿Y si midiera la voz del poeta?

Sobre las novedades literarias diría que los temas son recurrentes y las estructuras se repiten casi hasta la saciedad. Pero también es cierto que se editan muchos libros cada año. En medio de ese entorno editorial tan saturado, encontramos el destello de algunos libros que sí lograrán superar la criba del tiempo, y que, aportando novedad, se apoyan también en la tradición literaria. Son muchos los autores que a lo largo de la historia de la literatura han poetizado el tedio de la existencia. Algunos de ellos, como Baudelaire, Valéry, Pessoa o Cernuda, forman parte de esa familia literaria que yo misma tomo como referencia a la hora de escribir.

Si las “cuatro direcciones sustentan un mismo vacío”, ¿Hacia dónde dejarse ir?

Si acaso hacia donde sopla el viento que nos mantendrá a flote un poco más de tiempo. Aunque considero que ningún viento es favorable para quien no sabe a dónde se dirige. Al menos eso sucede en el cuento “El hombre-cometa”, que es una metáfora de la quiebra de identidad del sujeto contemporáneo en el anonimato y el caos de las grandes urbes.

Búhos, lechuzas, palomas… el libro parece un Arca de Noé, pero hay una insistencia en el blanco de algunos animales, un elefante blanco y una loba blanca. ¿Por qué has decidido que sean tan importantes para la trama?

Surgieron de manera inconsciente durante el proceso de escritura. No son animales a los que rescatar, como en el Arca de Noé, sino más bien que nos rescatan. En el caso del elefante blanco –y, además, sin trompa- de “Desequilibrio exacto” refleja lo frágil, lo quebrado del mundo. La loba blanca de “La soledad más plena” vendría a ser metáfora del ímpetu que proporciona el deseo. 

Jugar ¿es lo único que puede vencer la pereza que provoca el mundo? 

En el relato “La inconsistencia de las cosas” al que aludes, lo único que rescata a su protagonista de un miedo paralizante a la nada disolvente -que para que pueda entrar en escena toma la forma de una niebla densa, cegadora-, es observar cómo una pareja juega, se divierte, totalmente ajena a esa amenaza. Quizá no sea la única manera, pero un modo de superar la inercia que asemeja un día a otro día, en la que nos sentimos poco más que simples engranajes de una maquinaria, sea desplegar el imaginario y dejarnos llevar por nuestros impulsos más lúdicos.