
Entrevista
13 Nov 2023
Alicia Dujovne Ortiz, ensayista y escritora
«Dora Maar encarna una fascinante contradicción entre la independencia y la sumisión»
Esther Peñas / Madrid
El escritor Michel Leiris la llamaba «el lirio negro». Fue íntima amiga de Jaqueline Lamba, de Éluard, de Giacometti, Breton… amó y fue amada por Picasso, buscó refugio en la fe, vivió la ocupación francesa, la huida de su padre, la muerte al teléfono de su madre. Dora Maar, una de las fotógrafas más importantes de la primera mitad del XX, que retrató la pobreza de los barrios parisinos con la misma ternura que habilidad e inspiración tenía para sus collages y fotomontajes. La escritora Alicia Dujovne Ortiz (Buenos Aires, 1940) publica un ensayo sobre la surrealista, Dora Maar. Prisionera de la mirada (Vaso Roto). Lo presentará el próximo miércoles, 15 de noviembre, en Machado Libros, en Madrid.
Que Dora Maar fuese «prisionera de la mirada», ¿en qué lugar la coloca respecto de la disciplina que ejerció, la fotografía?
Según sus propias palabras, todo comenzó en su infancia, cuando, al oír el mínimo movimiento en su cuarto, sus padres corrían la cortina que separaba su cuarto del de la niña y la miraban con una mezcla de angustia y fascinación. Hay un hilo conductor entre la Dora-prisionera de la mirada de sus padres y la Dora que invierte los papeles y ejerce el poder de mirar y de capturar imágenes a través de la fotografía. Los y las fotógrafas detentan ese poder, hasta el punto de que, en la cultura andina, dejarse fotografiar equivale a dejarse robar el alma, pero Dora había sido «presa del ojo» y, al colocarlo en la máquina fotográfica, daba vuelta inconscientemente a su sentimiento infantil y se convertía en ladrona de almas.
¿Qué es lo que más la fascina de este personaje?
Quizás la contradicción profunda entre la mujer que, por una parte, se fascina a su vez con la mirada, la invierte, se vuelve fotógrafa y, frente a las escenas eróticas en boga dentro del grupo surrealista, cae en el voyerismo (es ella quien fotografía las escenas) y, por otra, la mujer de un rigor moral que desemboca en el fanatismo y en la conversión religiosa. Es una contradicción entre la independencia y la sumisión: la libertad de la mujer y de la artista, y el sometimiento al deseo de Picasso, que le impone tomar las fotos y que, al pintar sus retratos, la «encarcela» y la destruye con la mirada.
A lo largo de esta investigación, ¿qué hallazgo es el que más le ha impresionado?
Sin duda, las fotografías tomadas por Dora en los bajos fondos de Barcelona, en las calles de Londres o dentro de su estudio, con escenas que parecerían premonitorias: las ancianas miserables aferradas a un paquete informe que tal vez contenga una fortuna oculta o, tal vez, la nada —imágenes de la vieja señora avara en la que habrá de convertirse—, o los niños que juegan a arquearse hacia atrás en la actitud exacta que su propio cuerpo adoptaría en el hospital Saint-Anne de París cuando la sometieron a los electrochoques. Todas esas fotografías transmiten una angustia perceptible en las arcadas invertidas de los techos de piedra, en el largo cuello deforme de la mujer con cabeza de tortuga y, por supuesto, en la que se titula Ubú rey, una bestezuela irreconocible que inspira piedad y repulsión, que quizás sea el feto de un armadillo y que resume todo el horror de la víctima ante un mundo oscuro y absurdo. Al abandonar la fotografía por indicación de Picasso, Dora dejó de lado su verdadera visión de ese mundo, única y original dentro del arte de nuestra época.
¿Cree que su convulsa biografía ha opacado la proyección de su obra?
Es probable que así haya sido, pero lo que fundamentalmente la opacó fue el hecho de haber abandonado en plena juventud, y en pleno auge de su creatividad, su auténtico camino artístico, la fotografía, para dedicarse a la pintura, en la que le costó muchos años encontrarse a sí misma. Una Dora Maar madura que hubiera proseguido la exploración de su propio camino tal vez no habría sido opacada, aunque también es cierto que su celebridad personal proviene de su vida convulsa y de su relación con Picasso. En una palabra, lo mismo que la oscureció como artista la reveló como persona.
¿Qué papel desempeñó la religión en sus últimos años?
Como Dora murió a los noventa años, hubo varias etapas en su relación con lo divino. Al principio se trató de un misticismo auténtico y liberador, tal como aparece en sus poemas y en algunos de sus cuadros, pero su religiosidad se fue volviendo convencional, una obediencia ciega a ciertos dogmas estrechos que desembocó en el antisemitismo.
Hay cierta tendencia (también en su ensayo) en demonizar la figura de Breton, pero lo cierto es que alentó a muchas mujeres surrealistas que le guardaron una lealtad y que recibieron una influencia estética y teórica de él sin cuya obra en ellas sería otra muy distinta… victimizándolas se las priva de la libertad que ejercieron respecto de Breton y el grupo original…
Mi biografía de Dora Maar fue publicada en francés antes que en castellano y en varios otros idiomas, hace exactamente veinte años, en 2003, cuando la «tendencia» a demonizar a Breton (yo diría cuestionar) aún no existía. Prueba de ello es la reacción indignada por parte de la prensa y de muchos lectores franceses cuando salió ese libro: yo me había tomado el atrevimiento inimaginable de criticar a un intocable. En realidad, se trata de una desmitificación parcial, más irónica que furibunda, a la que reivindico porque se apoya en testimonios directos de mujeres surrealistas, como Gisèle Prassinos. Ensalzada por Breton mientras fue la nena de catorce años que escribía frases geniales dentro de la óptica del surrealismo, como si hubiera sido la encarnación viviente de la escritura «dictada» y del «estado de distracción superior», Gisèle fue dejada de lado cuando pretendió ser una verdadera escritora. Para el surrealismo, la mujer era una niña o una vampiresa, no una artista en el sentido profesional y adulto de la palabra. La idea de que Breton las alentó y de que ellas le guardaron lealtad, como usted dice, como a un líder o como a gurú, parecería encerrar lo contrario de lo que se intenta decir con esas palabras. Por mi parte, considero que las artistas del grupo se inspiraron en las intuiciones de Breton porque las encontraban, con toda razón, maravillosas, estimulantes y exaltantes, pero que, inversamente a lo que sucedió con los varones, debieron luchar para hacerlas suyas y para ser reconocidas como creadoras de verdad. Por motivos personales y familiares (soy hija de una escritora feminista, Alicia Ortiz, y de un editor comunista, Carlos Dujovne, a quienes les debo una libertad absoluta que no me vi obligada a ganarme con mi propio esfuerzo), la victimización de la mujer en general y de la artista o intelectual en particular no me resulta afín. Dicho lo cual, cuando una mujer es víctima lo compruebo y lo sostengo, y mi larga investigación acerca de Dora y los surrealistas me conduce a afirmar que muchas mujeres surrealistas vivieron el drama del oscurecimiento. El que hoy comencemos a sacarlas a la luz prueba que las cosas están cambiando, aunque sea de a poco.
De su paso por la consulta de Lacan, ¿Dora salió más recompuesta?
No sabemos si fue Lacan quien le recetó los electrochoques, pero sí que el tratamiento psicoanalítico duró solo unos pocos meses. Dora había tenido un brote psicótico cuando, al cabo de una relación que duró diez años, Picasso la dejó por una mujer más joven, también pintora, Françoise Gilot (antes de Françoise, Dora se había visto obligada a compartirlo con Marie-Thérèse Walter; un dúo de amantes, la morena y la rubia, cuya rivalidad Picasso se complacía en exacerbar). En el momento en que comenzó su cura ya se advertían las tendencias religiosas de Dora, que Lacan alentó, situando a Dora dentro del grupo de personas que giran alrededor de la cultura, pero en papeles secundarios. Para ellas, pensaba, nada mejor que la obediencia a un dogma o el ingreso a una iglesia, sea esta cual fuere. Al aplicarle su teoría y al situarla en ese papel, Lacan desconoció y desestimó la potencia creadora de su paciente. Me pregunto si, para Dora, retomar la fotografía de sus años juveniles y largarse a las calles con su cámara al hombro no habría sido más sanador que volverse la «chupacirios» en que se convirtió, aislada del mundo, encerrada entre cuatro paredes durante cuarenta años y tan sometida a la religión como hasta entonces lo había estado al genio de Picasso.
Usted da buena cuenta de la intensidad de la relación con Picasso. ¿Puede entenderse a Dora sin Picasso y viceversa?
Para ser justos, si de arte se trata, a Picasso se lo puede entender perfectamente sin Dora, a la que le doblaba la edad, mientras que Dora estaba en los inicios de su carrera artística cuando conoció a Picasso. No podemos saber qué habría sido de ella sin él, aunque para ese momento ya tuviera su camino marcado, pero resulta claro que el drama de su vida fue haber caído entre las redes de un genio manipulador que, como artista, le cortó las alas. Pero si hablamos de amor, por llamarlo de alguna manera, la relación entre el sometido y el dominante se construye de a dos, y el dominante, o el «perverso narcisista», necesita del sometido tanto como éste de él. En ese sentido, ambos estuvieron unidos hasta el final, ella escribiéndole cartas interminables donde trataba de convertirlo al catolicismo y él leyéndolas con interés y satisfacción ante la mirada furiosa de su última mujer, Jacqueline Roque. Agregaré que Jacqueline se suicidó tras la muerte de Picasso, tal como Marie-Thérèse lo había hecho unos años atrás.
De las distintas fotografías de la autora, ¿por cuál siente usted especial querencia?
Todas las de Man Ray son exquisitas, en particular la de esa Dora que coloca sobre su frente sus manos maravillosas como si fueran joyas (fue la fotografía que maravilló a Picasso antes de conocerla), pero la más depurada es la que figura en la portada de mi libro: solo el rostro de Dora enmarcado por el brazo, un rostro dibujado con exactitud, con precisión, inmóvil, inmutable y de una total seriedad (no se conoce ninguna foto de Dora sonriendo ni mucho menos riendo), con su boca demasiado ancha que le agrega cierta rudeza, su nariz perfecta y sus ojos soñadores donde ya anida cierta inquietud, cierta fragilidad. Esa fotografía la muestra en todo el esplendor de su belleza blanca y negra (Michel Leiris la llamaba «el lirio negro»).
Cuando desplaza la fotografía por la pintura, ¿en qué cambia su manera de mirar el mundo?
Al principio, de modo inevitable, imita la pintura de Picasso, y hasta intenta vengarse de los retratos en los que él la refleja cada vez más deshecha, más destruida, mostrándolo a su vez con su cabeza redonda y sus rasgos poco refinados. Lo que he llamado la «inversión de la mirada» resulta aún más evidente cuando Dora se retrata a sí misma como «la mujer que llora», burda imitación de esos cuadros en que Picasso se solaza en mostrarla con los ojos enloquecidos y las lágrimas que le cortan la mejilla, como puñales. Son cuadros poco interesantes, realizados con una materia espesa que los vuelve pesados, macizos. Hasta que encuentra su veta, su expresión, vale decir, hasta que libera el soplo, en el sentido de la respiración y del espíritu. Árboles de las orillas del Sena, de un verde claro, como globos, inflados por un viento interior, o paisajes del Luberon, la tierra seca y marrón del Sur de Francia donde se encuentra la casa de Ménerbes que fue el regalo de despedida de Picasso. Una tierra austera sobrevolada por un cielo en movimiento, donde el viento de los árboles se ha desprendido y se ha vuelto libre. La pintura de Dora Maar no es tan única ni tan original como su fotografía, pero es suya, la ha logrado con esfuerzo y tesón, revela el tremendo trabajo realizado para desprenderse de la influencia de Picasso y merece ser rescatada.
¿Qué hace de las fotografías de Maar objetos únicos y tan fascinantes?
En uno de sus poemas, Dora hablaba de la «fatalidad de los objetos». Creo que sus fotografías son «fatales» en la medida en que no podrían haber sido distintas de lo que fueron. Dora se dejaba llevar por sus visiones interiores, aunque la trabajadora obsesiva que siempre fue las pulió y perfeccionó hasta el límite de lo posible, pero en sus fotografías accedió a ese instante de perfección en que una imagen se vuelve indispensable y absoluta. Son instantes en los que la artista o el artista creen reconocer una imagen preexistente, no inventarla sino volver a ver lo que de alguna manera ya estaba allí. Pocas obras, por excelentes que sean, surgen de ese reencuentro misterioso.