
Entrevista
15 Sep 2023
Ángel Zapata, escritor y poeta
«La literatura, hoy, la hace mayormente gente que madruga y va al gimnasio y es una auténtica calamidad»
Esther Peñas / Madrid
«Ha dejado de ser un secreto que la Verdad se oculta cuando percibe que va a mudar la piel.» Asícomienza ‘A ojos cerrados’, unos de los poemas que componen Pleroma (Pepitas), el último título de Ángel Zapata (Madrid, 1961), un libro de aliento surrealista que, como el Nautilus, se adentra en las raíces del deseo, de lo siniestro, del estupor (con el que mira la sombra que nadie quiere reconocer). Todo ello con la belleza (convulsa) que nos procura siembre en su voz.
Pleroma, un término gnóstico que habla, en síntesis, de una caída. ¿Cuánto tiene la literatura de ello, de caída?
Es un tema realmente complejo. En los años 20 del pasado siglo, Heidegger reelaboró este concepto gnóstico de «caída», y habló de la caída como del estado natural del existente humano. Según él, tomamos la vida tal como nos la presentan. Aceptamos que las cosas son lo que los otros dicen que son. Vivimos para aquello que los otros dicen que se vive. Y creemos, hacemos, sentimos y deseamos lo que nos han enseñado a creer, hacer, sentir y desear. En resumen: Heidegger llama «caída» al hecho de que vivimos absorbidos por el mundo, invadidos por las opiniones y las creencias que flotan a nuestro alrededor, sin hacer contacto con aquello que más auténticamente somos. Y lo peor es que ni siquiera tenemos conciencia de ese extravío. En esta dirección, yo creo que la experiencia poética es precisamente una vía para sobreponerse a la caída. La poesía es una llamada a indagar y dar nombre a aquellos deseos, sentimientos y posibilidades (muchas veces radicalmente extraños) que están latentes en nuestro interior y que, sin embargo, no tienen palabra en el lenguaje de los otros. Aunque, al mismo tiempo, claro, hay una cantidad abrumadora de literatura cuya función es justamente la contraria: consolidar y dar consistencia a esa caída a la que con tanta facilidad nos entregamos, deformar y embotar la sensibilidad con respecto a las ideas y las experiencias que podrían encaminarnos a una posición distinta.
«Lo que hurtas cada noche a la locura, eso eres». ¿La noche es más fructífera, en lo vital y en lo artístico, que lo diurno? ¿Hay menos vesania a la luz del sol?
Pienso que no. Hay locura en el día y en la noche, por más que sean locuras distintas. La noche no podría ser «fructífera», en la medida en que el provecho no es un valor nocturno. Lo nocturno cae fuera de lo económico, está del lado del derroche y el gasto sin objeto. Y por eso la noche es mucho más afín a la dimensión de lo poético; o por lo menos de lo poético tal como algunos lo entendemos, aunque ahora seamos minoría. Si te fijas, la literatura, hoy, la hace mayormente gente que madruga y va al gimnasio y eso se nota, eso es una auténtica calamidad.
«Sé que hay tumbas provistas de periscopio para ver acercarse el día del Juicio Final». ¿Existe la justicia poética?
No, no existe. Pero es sabido que las sociedades reconocen a los individuos y las obras que se les parecen. Y en este sentido, es casi inevitable que no exista.
«No hay avales, me digo». ¿Cuáles son, de haberlos, los avales literarios de Zapata?
Tiene que ver con lo anterior: en esta sociedad, las instancias de validación están en bancarrota, y quien diga lo contrario es un ingenuo o un cómplice. Tradicionalmente, la literatura ha aspirado a validarse a través de dos instancias: el entorno académico y el mercado. Sin embargo, en la mente de todos están ahora mismo académicos grotescos, premios Nobel aberrantes, y libros que han sido superventas y que producen sonrojo. Aparte de que ni siquiera hablo de algo nuevo, y Balzac atestigua ya la profunda corrupción de la institución literaria en su memorable Ilusiones perdidas. De vez en cuando, eso sí, aparece por aquí o por allá el trabajo que le dedica a un autor un estudioso independiente y concienzudo, y esto es lo más parecido que puede encontrarse a un aval consistente y digno de ser tenido en cuenta. He sido y soy muy afortunado con este tipo de avales. Pero en general, ya digo, yo creo que un escritor o una escritora se avalan por su deseo y por su amor al trabajo de los que les han precedido. Esto es algo que después arde en los textos, en las obras. Y que no se puede ni evadir ni simular.
¿Cuánto de onírico hay en la escritura?
En la mayoría de los libros que veo ahora en los expositores de las librerías yo diría que muy poco o nada. Son libros escritos desde y para la conciencia. Lo cual sería irreprochable, desde luego, si no fuera porque en esta época lo que se entiende por «conciencia» es una especie de sonambulismo opaco, aquiescente y dócil, completamente ciego a las fuentes de lo espontáneo, lo vivo, lo libre y lo abierto al soplo de la inspiración.
Si «a un mundo se le juzga por sus azares», ¿por qué se juzga a un poeta?
No lo sé. Y lo digo muy de verdad. Si me atengo a mi experiencia, compruebo que no tengo una norma fija para enjuiciar a los poetas. Me encantan ciertos poetas que no tendrían que gustarme (por sus deficiencias formales o incluso por lo detestable de su posición personal), y me dejan frío otros poetas a los que considero impecables y con los que me une la más honda afinidad ideológica. Es así. En este terreno lo pasional me puede.
«El tiempo, un puñado de pétalos». ¿De qué depende que sean ajados, frescos, fructíferos, yermos?
Tampoco lo sé. Tal como la formulas, la pregunta apunta a un «arte de vivir», y me parece obvio que esta sociedad es ajena por esencia a cualquier forma de sabiduría. Donde otras sociedades enunciaban discursos sapienciales nosotros tenemos el discurso de la Ciencia. Y es profundamente cómico ver en las redes la proliferación de recetas, programas y fórmulas «científicas» que tienen por objeto la felicidad. Imagínate: el algoritmo de la felicidad, ¡nada menos! Pero volviendo a la pregunta, Proust ya advirtió que la posibilidad de recobrar el tiempo y salvarse de su dispersión era aleatoria y azarosa (escapa, desde luego, a la fantasía paranoica de control que subyace al cientificismo). Y entretanto, el tiempo es solo eso: una nube de copos cada vez más tenues precipitándose desde la altura, como vio tan bellamente Joyce.
Con lo sugerentes que son, ¿porqué no se permite el empleo de puntos suspensivos en los Santos Lugares?
Creo que la pregunta llega tarde. Desde marzo de 2020 hemos entrado en una realidad nueva, en la que ya no hay «porqués».
«Dicen que va a hacer frío para siempre». Los poemas que componen el libro parecieran una suerte de salmos invertidos, apocalípticos, más que de alabanza, de requiebro hacia el Thánatos…
Se podría entender así, en efecto. Pero solo en la medida en que la exaltación de la pulsión de muerte es lo que leo todos los días en los titulares de la prensa y lo que veo que la gente aplaude ahora, enfervorizados y sin el menor rubor. La pulsión de muerte está absolutamente desencadenada en esta sociedad y en este tiempo. Y Pleroma, en gran parte, lo que se propone es ser un espejo de esta destrucción implacable del sentido, un testimonio de este Nuevo Orden del Mundo patológico, absurdo, sádico y pesadillesco, sostenido y deseado positivamente por una inmensa y aterradora mayoría de la población.
Al tiempo tienen mucho de apotegmas, sentencias e incluso profecías hilvanadas… Al final, ¿queda «tan claro que todo fue para nada»?
Pleroma no es un libro de aforismos, sino de poemas en prosa, pero sí es verdad que muchos de los textos tienen una respiración intensamente aforística. Esto viene en parte de su adscripción al automatismo surrealista (el murmullo preconsciente que se capta en la escritura automática tiene muchas veces un tono «sentencioso»). Y también hay que achacarlo a que uno de sus referentes más inmediatos es la obra de mi admiradísimo Emil Cioran. También desde ahí se entiende que en el libro haya una veta muy fuerte de ese «umor» (sin hache) que Jacques Vaché definió magistralmente como «el sentimiento de la inutilidad teatral, y sin gracia, de todo».
La «vulva de la fatalidad» es fértil?
No, no lo es. Por definición, la fatalidad excluye lo impensado, lo repentino, lo nuevo. Yo no confío demasiado en ninguna de estas tres dimensiones, es obvio. Pero sé que están presentes también en la fibra más íntima de las cosas.
«El mar es de otro mundo» recoge citando a Pellegrini, uno de los surrealistas clásicos. El próximo año se celebra el centenario del movimiento al que Breton prendió la espita. ¿Qué ha aportado a la vida en general y a la literatura en particular el surrealismo?
Tal como yo lo veo, en el surrealismo culmina el gran rechazo a la civilización burguesa que inaugura el Romanticismo, y que desarrollaron los simbolistas y los decadentes. Su aportación a la cultura ha consistido en desplazar el eje de sentido sobre el que gira la vida humana, y empujarlo en dirección a la pasión amorosa, la imaginación, lo maravilloso, el extravío erótico, la experiencia poética, la utopía y el sueño. En el dominio del espíritu, el surrealismo ha sido la máxima expresión del anhelo libertario dentro del siglo XX. Su irradiación se percibe en corrientes de pensamiento tan relevantes como el freudomarxismo, la Contracultura de los años 60, la revolución sexual de la misma época, el situacionismo, el anticonformismo de los pensadores post-estructuralistas, y también en las bases teóricas y la sensibilidad que inspiraron la revuelta del mayo francés. La hermosa palabra «Désir» –sobre la que pivota el pensamiento de Lacan- no ocupa un lugar relevante en el repertorio léxico de Freud. Este «deseo» («único resorte del mundo», dice Breton) el psicoanalista francés lo toma en préstamo a la aventura surrealista.
El surrealismo, ¿ha sido asimilado por el sistema?
La verdad es que yo no veo ahora mismo ningún «sistema». Veo más bien un caos. Veo una guerra de mafias neofeudales por el dominio de los recursos energéticos declinantes, por las materias primas esenciales que se están agotando, y por el control totalitario de las poblaciones en estado no sé si de shock o de imbecilidad profunda. Con franqueza: echo de menos «el sistema» que asimilaría al surrealismo en su estructura.
¿Por qué habría que execrar algo para estar sano?
Bueno… imagino que por la misma razón que al comer masticamos los alimentos, y a veces nos sacamos de la boca algún fragmento que podría resultarnos dañino, ¿no? Yo sé que ahora el discurso y las prácticas sociales tienden a aislar, estigmatizar y/o linchar a los individuos que no tragan con todo. Y, sin embargo, tragar con todo puede ser un hábito de lo más nocivo, para el cuerpo y también para el espíritu. En los últimos años, la obediencia se ha convertido en un valor que cotiza al alza. Pero es un hecho que lo execrable existe. Y el deber de cualquier ser racional es execrarlo. Por eso desde muy pronto el surrealismo se puso bajo la advocación de la estrella de la mañana: Luzbel, el ángel de la rebelión, cuyo fulgor hace palidecer en el firmamento a todos los otros.