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Ignacio Castro

Entrevista

13 Sep 2023

Ignacio Castro, filósofo

«Es cada día más urgente volver a sentir y pensar con lo más atrasado de nosotros mismos»

Esther Peñas. Fotografía: Jorge Villa / Madrid

Al escritor y filósofo Guy Debord (1931-1994) le debemos el concepto «sociedad del espectáculo», el detalle apasionado de la «psicogeografía» (el análisis de cómo el entorno urbano afecta al comportamiento afectivo de los individuos) y la reivindicación radical del «détournement» o «desvío» (la posibilidad artística y política de distorsionar el significado de algún objeto creado por el capitalismo para producir un efecto crítico). Fue uno de los fundadores de la Internacional Letrista y de la Internacional Situacionista, ambas organizaciones revolucionarias de artistas e intelectuales. La producción ensayística de Debord es tan ingente como actual, llena de propuestas capaces de estimular los cuerpos más extintos. Psicogeografía, arquitectura y urbanismo (Asimétricas) recopila algunos de los textos más significativos del francés. Con el también filósofo Ignacio Castro (Madrid, 1952), responsable de una de las introducciones a los capítulos del libro, conversamos sobre las propuestas de Debord. 

Las tesis, las intuiciones, los hallazgos de Debord, ¿han aguantado bien el paso del tiempo o este las ha devastado sutilmente?

Desgraciadamente, la idea de que el nihilismo occidental huye de la existencia como de la peste, que el auténtico enemigo es la vida común y que la hilera incesante de demonios oficiales es un mero pretexto, está harto confirmada. La condición descarada de amos que nos intentan gobernar, con un gesto cada día más inclusivo, tiene un inmenso frío dentro. Aparentemente, la negación de la vida ha logrado tornarse cálida visibilidad, como si la forma móvil de la separación hubiera reencantado el capitalismo. Es como si la vieja y oxidada alienación se hiciera divertida y saltara a las pistas de baile. Debord tampoco se equivocó en la idea de que escapar al espectáculo exige subvertir la mutilación policial de la percepción, regresando a una especie de infancia armada. En resumen, creo que su «situacionismo» ha envejecido mejor que algunas estrategias posteriores, menos existenciales y más respetuosas con la supuesta seriedad de la historia.

Cuando habló por vez primera de «sociedad del espectáculo», ¿fue consciente de hasta dónde se ensancharían los límites de esa sociedad del sucedáneo que él preconizó?

Nadie podía imaginarlo. Tampoco nadie deseaba tal expansión. Con frecuencia, los visionarios rezan para que sus profecías no se cumplan y solo sean útiles como una advertencia apocalíptica. Lejos de esto, Debord casi se quedó corto, cosa que le costó bastante cara en su vida personal. Menos mal que no vio cómo una pandemia se funde con un espectáculo fúnebre del miedo, y un negocio multimillonario que introduce un estilo bovino de gobernanza. Ni cómo una matanza desgraciada, la de Ucrania, se convierte en una posibilidad fabulosa de imagen y venta de armas. Por no hablar de la exhibición inagotable que el mercado de la opinión ha encontrado en el desfile de las identidades y los cuerpos mutantes. En fin, esperemos que Guy haya alcanzado una especie de paz que, entre nosotros, solo parece posible cerca de un umbral en claroscuro.

Le Corbusier simbolizaba para Debord la metafísica capitalista. ¿A quién debe más Debord, al arquitecto, por oposición, o a Breton por afinidad de linaje?

La oposición al espectáculo capitalista puede a veces parecer en él crispada. Creo que es un equívoco, incluso una distorsión malévola. Como algunos críticos del sistema, Debord habla desde un vitalismo insobornable. En ese sentido, creo que debe más a la «anarquía coronada» de Artaud y Breton, así como a cierta antropología cultural que vuelve en algunos poetas. Incluyendo a Gracián, Manrique y visionarios españoles de distintas épocas. A Le Corbusier y a otros le debe mucho por oposición y espanto, pero creo que en Debord la cólera está envuelta por un manto de serenidad y distancia, a veces hasta salpicado de humor.

¿Qué propone al individuo la práctica de la deriva, esa incursión azarosa por la ciudad que extrae directamente la magia del desorden?

Entiendo que propone una potencia de metamorfosis anímica, sin necesidad de medicar el cuerpo, a diferencia de tanto partidario actual de reconstruirse con hormonas y cirugía punta. La deriva es una incursión aleatoria por la exterioridad que nos afecta, por los rincones de una psicogeografía que puede devolvernos a un modo de ser menos temeroso. Es posible que la deriva sea parte de la guerra que le interesaba. En este caso, una guerrilla silenciosa dirigida contra nuestra patética busca de identidad y reconocimiento.

Una de las continuas denuncias de Debord es la falta de deseo, su ausencia (sustituida por compensaciones en el capitalismo). ¿Cómo es posible, si el hombre es un ser deseante casi por naturaleza, que nos den semejante gato por liebre?

El deseo nos mantiene abiertos a una interioridad más abrupta que cualquier exterior turístico. Abiertos, en otras palabras, a una naturaleza que es cualquier cosa menos naturalista, tranquilizadora o segura. De ahí que el deseo siempre esté tentado de venderse al goce de los bienes que circulan, un fetichismo de la mercancía que, al fin y al cabo, ofrece volver a casa, al útero seguro del narcisismo individual y social. No es tan extraño que los simulacros funcionen, ya que permiten al sujeto alejarse en masa del peligro de vivir, siempre singular.

¿Merece la pena vivir en el «mínimo vital» que denuncia Debord?

Si ese mínimo vital lo dictase el sueño, la brújula secreta de cada quien, podría ser aceptable. ¿Quién decide hoy qué es mínimo y qué es intolerable? El problema ocurre cuando, en el régimen espectacular integrado, el mínimo vital lo decide un Estado-mercado que quiere mantenernos con un hilo de vida, en el mínimo vital necesario para seguir encerrados y produciendo. Reproduciendo así la miseria mental que es la base del cierre consumista de las situaciones. Entiendo que el situacionismo es una forma de infiltrarse, ingresando al interior de la prisión espectacular para disolverla por dentro.
  
¿Hasta qué punto es posible, a día de hoy, construir por nosotros mismos nuestra propia vida?

No creo que Debord dejase de creer que una construcción duradera; a diferencia de los decorados capitalistas, ha de hacerse sobre la base de una escucha a la constelación natal, recibida en el rostro y el genio de la infancia. Tenemos para ello todo lo que se necesita, la parte de noche que nos toca. El problema es que lo primero que se le expropia a la gente es esa «nada» que, asumida, nos permitiría partir, romper amarras con el muelle de las dependencias inyectadas.  

Para el filósofo, nuestra vida íntima podría servir a la causa de la más cotidiana revolución. ¿Cómo?

Entrando en los signos del miedo. Es, en realidad, una vieja sabiduría, de la que se hace eco Debord y que también recogen otros. Es cada día más urgente volver a sentir y pensar con lo más atrasado de nosotros mismos. Solo nuestro subdesarrollo constitutivo, una borrosa escena primordial que nos ha engendrado, puede librarnos de la fascinación que ejerce la circulación incesante de las imágenes. Esto significa poner en lo onírico, en la forma de respirar, una posibilidad más alta que esta estadística realizada, toda la contabilidad sensible de la información y la economía.

«No se trata de aliviar los síntomas, sino de erradicar la enfermedad». Parafraseando a Thachert, ¿no hay alternativa a este sistema?

Psicológica, culturalmente el «sistema» es la promesa de no regresar más a un paisaje azaroso, a la geografía contingente que nos ha engendrado. Por esa promesa espectacular de separación, lo religioso acaba triunfando a través de las causas más laicas y alternativas. Hay una profunda complicidad del individuo medio con la alienación caliente que se le ofrece, pues esta le promete la acumulación capital de un «nivel de vida» que permita la ilusión de una nueva cualidad, libre por fin de los demonios del suelo. Es una trampa, pero doblemente eficaz porque actúa sobre lo más lábil de las vidas modernas, su temor a pararse en lo ahistórico que está bajo el cemento y la arquitectura urbana.

¿Existe, a día de hoy, algún teórico del vuelo de Debord?

No es fácil, pero nunca debemos subestimar el papel generatriz de las humillaciones. Hace falta una mezcla de desparpajo vital y cólera teórica que roza lo inconcebible. Para mi gusto, muy distintos a Debord, al menos se podrían nombrar a tres pensadores vivos: Giorgio Agamben, Alain Badiou y Julien Coupat. Desde el terror de nuestra simulada «inmanencia», estos tres agnósticos se hacen las preguntas teológicas más urgentes. Con muy distintos tonos, formación y referencias, los tres han intentado prolongar la llama de una insurrección que es tan impolítica como política. Seguro que hay otros nombres, que sería prolijo enumerar. Si repasamos el Post-Scriptum de Deleuze, focalizado en un poder-surf de geometría variable, veremos que los ecos de Debord llegan lejos. Como él pilló al vuelo la ambición polimorfa de un odio que tiende a confundirse con nuestra forma de divertirnos, es esperable que vivan de Debord muchos otros. Sabiendo o sin saberlo, querrán volver a firmar un pacto con el diablo y convertirse en serpientes, en agentes dobles de este mundo adormecido.

¿Comparte la afirmación de Debord según la cual el patrimonio artístico ha de ser usado con fines de propaganda?

Como tenía un humor endiablado, con frecuencia no sabemos a qué estaba jugando. Disparaba en direcciones imprevistas. A veces parecía ceder a consignas vanguardistas que le precedieron. Sin embargo, como él tomaba el arte como primera forma de una verdad tan común como escondida, quién sabe, quizá quería librar el patrimonio artístico de la siesta del museo y expandirlo como forma de vida. Ya sabe, conservar dejando ser, dejando caer: buscando la eternidad de lo caduco, como Duchamp o Cage.

Le devuelvo una pregunta que se hace el también filósofo: ¿Por qué los medios existentes, que permitirían vivir bajo el signo del deseo y del juego, sirven para crear nuevas y peores alienaciones?

No hay avance sin retroceso. En el sentido reactivo de la palabra, la idolatría siempre vuelve. La humanidad tiene miedo al devenir real, a ese azar objetivo que amenaza con rehacernos, de ahí que siempre derribe un dios para cambiarlo por otro más actual y mortífero. Alguien ha dicho que París, por poner un ejemplo clásico, es una de las ciudades más eclesiásticas del mundo. Creo que Debord sonreiría con la idea.

¿Qué importancia tienen los conceptos de «azar» y «juego» en el pensamiento de Debord?

Son capitales. El dios de Debord no hace más que jugar a los dados. Lo imagino, en este sentido, más cerca de Heisenberg o Shrödinger que de Einstein, todavía demasiado newtoniano. No siento a Debord demasiado lejano del dios niño que pedía Nietzsche, muy similar a cierta inocencia afrodisíaca a la que Heráclito rendía culto.

A juicio de Debord, ¿qué cosas nos esclavizan?

Tengo que repetirme. El miedo a vivir, a darle forma al acontecimiento de una otredad que nos atraviesa y no cabe en ninguna situación. Creo que él pensaba que los amos externos se arraigan en esa primera concesión. Si cedemos en nuestra más íntima indeterminación, cedemos también en el primer territorio desde el cual podríamos ejercer una fuerza.

Si atendiéramos a las propuestas de la psicogeografía, ¿de qué modo mejoraría nuestra vida?

En varios importantes. Sería un modo de dejar entrar la medicina de lo impersonal, de unas afueras que expanden nuestros cuerpos y nuestras mentes. Por paradójico que parezca, se trataría de curarnos de los miedos inyectados con el espanto de existir. Esto nos libraría a la vez del temor a la opinión pública, que hoy nos atenaza, y del narcisismo de nuestra supuesta diferencia, este afán de reconocimiento donde encontramos un ansiado sedante.
 

(Entrevista publicada en cermi.es)