Compartir en redes sociales

Díaz

Entrevista

1 Dic 2023

Rafael-José Díaz, poeta

«Hay que dormir un rato en el interior de la tierra, como si estuviéramos muertos»

Esther Peñas / Madrid

En el poemario La montaña de barro (El sastre de Apollinaire), Rafael-José Díaz (Santa Cruz de Tenerife, 1971) escoge pequeños instantes (trascendentes, inicuos, esféricos, mellados) en los que la atención deviene en centinela de lo posible, consciente de que ese barro no perdura en su forma original y, al tiempo, sabedora de que, una vez erigida, la orografía de la montaña permanece en quien la habita.   

¿Qué pesa más, los hechos o la memoria que hacemos de ellos?

Yo creo que la poesía está casada con el instante, pero mantiene relaciones adúlteras con los recuerdos. Lo que quiero decir es que, como sabemos, no existe nada fuera del momento presente, pero este es volátil, puro humo, un vacío atronador, una realidad que se nos escapa entre los dedos. La memoria es también parte de ese momento presente, pues cuando recordamos lo hacemos aquí y ahora. Sin embargo, como en la flecha lanzada por el arquero zen, ese aquí y ahora conecta con mundos imprevistos, huecos con los bordes llenos de cargas emocionales, todo un mundo fascinante que es nuestro y al mismo tiempo no lo es. En la memoria nos reconocemos otros y nadie a la vez; en el presente somos nosotros mismos devorados por el tiempo. De todo esto, sin duda, hablan con mucha más propiedad autores como Emily Dickinson, Henri Bergson, Antonio Machado, Marcel Proust, Virginia Woolf o Maurice Merleau-Ponty. Pero uno se echa al monte (nunca mejor dicho, tratándose de La montaña de barro) y especula a posteriori, como estoy haciendo ahora, sobre lo repentino, lo fugaz, lo pasajero y lo memorioso. Lo cierto es que en el momento de la escritura —esa magia— todo es pura confusión y al mismo tiempo sorprendentemente nítido. Vemos lo que tenemos delante, y eso que vemos nos ciega para que se abran ante nosotros avenidas especulares que nos llevan a momentos diversos que ya no existen pero sin los cuales no existiría lo que creemos que existe. Soñar lo recordado, vivir lo soñado y recordar lo vivido mientras lo vivimos: creo que en esa conjunción de paradojas se encuentra la clave de mi escritura, al menos la de este libro, La montaña de barro: lo geológico y lo ctónico, lo sólido y lo líquido, lo perpetuo y lo fugaz, el barro que somos y la montaña de la que formaremos parte un día, quizá. Cuando salió el libro, lo primero que hice fue llevar un ejemplar a la montaña: lo enterré allí, en un lugar que ni siquiera recuerdo. ¿O acaso soñé que lo hacía? Quizá algún día se encuentre ese libro de barro, fundido al fin con el cuerpo y con la tierra.
 
¿Cómo saber cuáles son los zapatos adecuados?

Ese es un aprendizaje de por vida. Hay que intentar saber cuándo descalzarse y cuándo ponerse unas botas para caminar sobre la nieve. En La montaña de barro estamos pisando constantemente un terreno movedizo, inestable. Se ha hablado muchas veces –y en ocasiones de forma abusiva– de la mirada como la instancia poética fundamental. «Una mirada subversiva», se dice; o «la mirada de tal poeta se demora en los intersticios de la realidad»; o cosas peores. Sin embargo, creo que la pisada está, en este sentido, muy infravalorada. Debería atenderse más a lo que se pisa, a por dónde se camina, a qué rutas se eligen para atravesar un bosque o en qué hondonadas hemos decidido detenernos para descansar o desaparecer. Mis textos surgen casi siempre de un recorrido. Creo que en ellos se parte de un lugar para llegar a otro, o para llegar al mismo lugar del que se partió, pero habiendo sufrido algún tipo de transformación. Este recorrido se extiende a veces a todo un libro, como es el caso en La montaña de barro. El libro surgió a partir de una imagen de la que quise tirar, como si fuera un hilo, hasta que me di cuenta de que la madeja estaba más enredada de la cuenta. Entonces decidí que tenía que introducirme en la madeja para intentar abrirme paso allí dentro. Pero eso sólo pueden hacerlo bien ciertos animales acostumbrados a excavar, como los topos. La poesía es como el acceso a una topera recién abandonada. Se está allí un instante, como alguien que visita inesperadamente una suntuosa mansión cuyos dueños acaban de marcharse por la amenaza de una guerra, por ejemplo. Es en esos instantes, instantes de éxtasis y de estruendos a lo lejos, instantes de incertidumbre y de alborozo, cuando se revela lo que el lugar quiere decirnos. Hay que dormir un rato en el interior de la tierra, como si estuviéramos muertos, para saber lo que de otro modo quedaría siempre fuera de nuestro alcance. 

¿De qué modo encaminarse «hacia el origen de la huida»?

Huimos porque no sabemos qué hacer con nuestra impaciencia. Así que, ya puestos a huir, lo mejor es dirigirse hacia el origen. ¿Qué es el origen? La respuesta fácil sería pensar en la infancia, en las primeras explosiones volcánicas que dieron lugar a una isla, en el comienzo de una etapa nueva de nuestras vidas o en la primera vez que probamos la miel amarga de la fricción amorosa. Lo que yo planteo en este libro, sin embargo, es otra cosa. «El origen de la huida», si no he entendido mal lo que quise decir, es ese momento en que nos separamos de nosotros mismos para aventurarnos en la otredad absoluta. Hay que estar preparados para dejar atrás cualquier noción de identidad. No niego que las identidades existan y que su función pueda ser necesaria en determinadas circunstancias. Pero en el terreno de la poesía —o de la escritura en su más libre concepción— el único amarre identitario es la propia lengua, que para colmo debe ser destruida, revolcada (en el barro) o revocada si se quiere acceder a lo que quiere decirse. Hay que huir hacia antes o huir hacia después. El origen puede estar perfectamente delante de nosotros: puede ser un árbol de ramas titilantes en el atardecer o una casa sin techumbre, expuesta como una osamenta en medio de un calvero. No somos sino seres que estamos huyendo todo el tiempo. Pero huir no significa exactamente evadirse o escapar. La huida es para mí un medio para descubrir lo que me atenaza o atemoriza, quizá para situarme en un promontorio desde el que ver mejor lo que me rodea. Huir es ir en la oscuridad –en la oscura u que ulula y aúlla– hacia el otro lado, con los ojos abiertos. 

«El miedo, que en otro tiempo te atenazaba, ahora se ha convertido en aventura y sigilo». ¿Qué hace posible esta transmutación?

Aquí se describe el proceso que hace que el joven se convierta en adulto. Hay una distancia que se ha ido atravesando a lo largo de los años. El joven que no se atrevía a internarse en determinados lugares hubo de superar sus miedos, romper con la timidez, dejar atrás las convenciones impuestas o autoimpuestas, las advertencias excesivas. Descubre territorios que lo aterrorizan y fascinan. Su curiosidad, o su deseo de ser otro, lo han llevado a afrontar los peligros de los bosques solitarios, de las noches sin luna, de los barrancos profundos y las grutas desconocidas. Se aventura porque, de otro modo, se quedaría petrificado en una versión de sí mismo que ya no le agrada. Y esto sirve también metafóricamente para aludir a la necesidad de no fijarse en una manera de escribir. Se da cuenta de que abomina de los clichés, de los métodos, de las etiquetas y de los sonsonetes. Lee lo escrito durante tantos años y se horroriza, como al parecer afirmó Puccini cuando, poco antes de morir, mientras escribía Turandot, miró hacia atrás y encontró que todo lo compuesto hasta entonces no tenía apenas valor (y uno admira tal grado de autocrítica, aunque en casos de genios como Puccini le parezca una tremenda injusticia). En cuanto al sigilo, me doy cuenta ahora (pero escribimos también con lo no consciente) de que alude, junto con la aventura, a un título de Lezama Lima: Aventuras sigilosas. No lo sabía, pero estoy descubriendo ahora que mi libro dialoga de algún modo, en la lejanía, en el recuerdo de lo leído hace mucho, en la distancia de lo nocturno y abismal, con aquel poema del cubano que empieza “Deseoso es aquel que huye de su madre” y termina “y ¿de dónde huimos, si no es de nuestras madres de quien huimos / que nunca quieren recomenzar el mismo naipe, la misma noche de igual ijada descomunal?”. Ahí, en los sinuosos meandros, en cada una de las fisuras y las acometidas de La montaña de barro, en las persecuciones y las huidas, en la forma de pararse a acechar y en los momentos precisos en los que se decide actuar como un perfecto cabeza de chorlito, está el freudiano recuerdo de la madre como un cepo, la madre como un origen, como un refugio inexpugnable, como el calor de una piel pegada para siempre a la nuestra. 

Cubierta del libro¿Qué le ha animado a decantarse por la prosa poética o el poema en prosa?

Desde que empecé a escribir combiné el poema en verso con el poema en prosa. Textos anteriores a mi primer libro, El canto en el umbral, estaban ya escritos en una prosa que no sabría si llamar poética (este tipo de marbetes siempre son sospechosos). Me estoy refiriendo sobre todo a las series “Detrás de tu nombre” y “La crepitación”, escritas entre 1991 y 1994, y que, como quedaron inéditas, incluí muchos años después, en 2009, en un libro titulado precisamente Detrás de tu nombre. Me doy cuenta también ahora –las entrevistas sirven a veces para que uno se encuentre con estas sorpresas– de que La montaña de barro dialoga en cierto modo con esas dos series que podrían constituir un díptico sobre el deseo y la ausencia. En cierto modo, se cierra un círculo –aunque en poesía los círculos no se cierran nunca: se vuelven espirales– que comenzó hace muchos años con esta frase: «dónde se guarda la palabra que puede hacerte venir». Por entonces leía yo apasionadamente a Edmond Jabès, el poeta de la palabra que conjura, de la ausencia que irradia, y me parece que, si algo he evolucionado desde entonces, se debe a que no concibo ahora la palabra como si estuviera guardada en un lugar desconocido ni como un método casi mágico para propiciar la aparición de lo deseado, sino como un hilo o una baba precarios que vamos dejando atrás a medida que avanzamos. No es que la palabra haya perdido fuerza –habrá quien opine que sí, y estaría dispuesto a debatirlo–, sino que se ha vuelto más consciente de sus propias limitaciones. Por otra parte, la elección de la prosa en este caso se debió a una razón sencilla: inicialmente creí que estaba brotando una especie de novela, o al menos una narración que se extendería lo suficiente como para considerarla más o menos ambiciosa. Lo que ocurrió fue que a las primeras de cambio todo se vino abajo, me refiero a ese intento de narración abarcadora, y me di cuenta de que los fragmentos que iban quedando guardaban de algún modo el recuerdo, o la huella, de aquel relato, pero que en sí mismos eran textos con cierta independencia situados en un territorio fronterizo entre el poema, el apunte, la narración y la prosa poética. Al final me di cuenta de que el libro admitía varias lecturas. ¿Qué más se puede pedir?
 
¿Qué peligros entraña «desandar las huellas de otro»?

Este libro, se ha dicho, explora desde el lenguaje de la literatura una temática (creo que hay más, pero centrémonos en esta) poco frecuente: el cruising. Se trata de una práctica en la que estar alerta es fundamental. En la oscuridad, cualquier pequeña señal, el brillo de una camiseta blanca, el resplandor de un cigarrillo, el chasquido de unos pasos o el susurro de una conversación, son indicios de presencia. Y esa presencia es lo que busca el solitario que explora las zonas de cruising. Lo que ocurre es que, visto con la distancia del recuerdo, el tiovivo de las persecuciones parece en ocasiones una práctica disparatada. ¿Qué hacemos en medio de la nada persiguiendo rastros, olores, rumores de pasos? Esas huellas ajenas que desandamos nos conducen siempre al vacío de nosotros mismos. Estamos muertos, pero nos deseamos. Perseguimos un vacío que promete plenitud. No existimos, pero todavía no hemos desaparecido. Aparecemos de la nada, pero somos intangibles. Nos desvanecemos, pero seguimos deseándonos. Y la belleza de los cuerpos, que pudo o no estar a nuestro alcance, o mucho más cerca, en nuestros dedos, junto a nuestra piel, ¿qué trasluce sino un proyecto de desaparición definitiva, irreversible? Estamos enfermos de soledad y nos reunimos en un lugar despoblado para probar los sinsabores de la ocultación, el vicio de la evanescencia. 

«Después de la experiencia del abismo», ¿qué cambia en la vida de uno?

Bueno, cambia todo. Porque a partir de entonces todo es abismo. Lo que antes parecía un lugar estable, seguro, ahora se ha convertido en un precipicio. Aprendemos a pisar con mucho tiento, a hablar en voz baja, a respirar sin aspavientos, todas esas aventuras sigilosas que hacen que la vida sea a partir de entonces un encuentro constante con el vacío. Recuerdo al poeta Claudio Rodríguez, en una conversación que mantuvimos en Tenerife hacia 1996, decir que cada día era para él la posibilidad de una aventura. Se refería a aventuras reales, estoy seguro, pero no del tipo de las vividas por los exploradores, los navegantes o los astronautas, sino a las aventuras cotidianas, experimentadas con tal intensidad que son capaces de transformarnos aunque a veces no nos demos cuenta. ¿No es cada poema de, por ejemplo, Emily Dickinson el trasunto de aventuras profundamente transformadoras, aventuras vividas en su jardín, donde un pájaro revolotea en torno a una flor o donde un rayo de luz se demora como si fuera una música? En este sentido, un poema de Sarah Kirsch, un cuarteto de Haydn, una película de Bresson, un cuadro de Klee, una escultura de Brancusi o un cuento de Amparo Dávila son una aventura. Y con cada aventura nos asomamos al abismo. 

«Cualquier realidad queda desgastada». ¿También el poema?

Sí, el poema se desgasta en cada lectura. Para eso está. Nos da una breve luz, que intentamos capturar y conservar en nosotros, y luego se apaga. Hasta que llega otro lector, que podemos ser nosotros mismos en otro momento, y volvemos a frotarlo, como una lámpara mágica, para que vuelva a darnos algo de luz. Los poemas son como genios encerrados en esas lámparas mágicas que alguien olvidó en cuevas casi inaccesibles. Los lectores son espeleólogos que se adentran hasta esas simas sin demasiadas esperanzas. El resplandor del encuentro puede ocurrir o no. Pero el poema está ahí, y por muy desgastado que esté, si se lo sabe frotar correctamente (y esto es muy importante saberlo hacer no sólo con los poemas), será capaz de sorprendernos y entregarnos la magia de su misterio. 

¿Cuántos otros hay en cada cual?

Depende siempre del cada cual. Yo creo que somos una antología, como Pessoa, aunque la mayoría de nosotros no haya inventado heterónimos (algo que no es nada fácil después de que el poeta portugués se implicara tan a fondo en esa radical fragmentación del yo). Pensemos en las posibilidades ínfimas de ser quienes somos. Estamos aquí de puro milagro. «Florecemos en un abismo», dice el gran poeta venezolano Rafael Cadenas. Cada día nos levantamos de una muerte de siete u ocho horas y volvemos a aparecer en el mundo, pero quien aparece es en el fondo otro. Somos los dobles de nosotros mismos. Nos conocemos a través del espejo, pero el del espejo también es otro. Es otro el otro que cada cual advierte en nosotros. Y los otros que habitan en nosotros son también otros respecto de sí mismos. Hay quienes se han sometido a viajes chamánicos (en África, en determinadas zonas de México, en la India) para saber quiénes son. Y lo que han descubierto los ha aterrorizado y fascinado a la vez. Creo que la poesía, salvando las distancias, se parece un poco a eso. Viajamos porque nos han dicho que somos alguien, pero queremos conocer al nadie que nos habita. Y ese nadie resulta ser muchos, tantos como vivencias hemos vivido, tantos como amantes hemos tenido, tantos como poemas hemos escrito, tantos, en definitiva, como muertes hemos muerto.