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Borra

Entrevista

16 Oct 2023

Arturo Borra, poeta y escritor

«Los puntos ciegos procuran mantenernos a salvo del abismo»

Esther Peñas / Madrid

Casa heredada (Libros el Baal) es el primer libro de relatos del poeta Arturo Borra (Argentina, 1972). En él, la frondosidad de los asuntos expuestos interpelan al lector en cuestiones seminales para su identidad: qué hacer con lo que recibimos, con lo heredado, de qué modo hacerlo nuestro honrando al tiempo la memoria de quienes nos precedieron. Una apuesta por lo común, por la complejidad de los afectos que sostienen cuando acontece lo Real. Borra indaga en esa línea fronteriza que altera la certeza con la que jugamos los humanos, y lo hace con un lenguaje rotundo, con la enagua de lo lírico. Solo hay algo más enriquecedor que su lectura: la conversación con el autor.

Una casa heredada, ¿puede hacerse propia del todo?

Quizás de forma ineludible nos topamos con un límite. Cuando lo heredado se parece a la promesa de un hogar deseamos hacerlo nuestro, pero suele permanecer algo inapropiable. Apropiarse de una casa heredada sólo es posible si estamos en condiciones de derribar algunas de sus paredes, abrir espacios abandonados, modificar o rehacer sus habitaciones para habitar ahí. Incluso si logramos transformarla, una casa heredada es un lugar que nunca termina de pertenecernos... Ahí siguen, como un palimpsesto, las huellas de nuestros predecesores. 

¿De qué nos salva poner un nombre «a ese punto ciego» «que oficia de principio de todos los principios»?

Los puntos ciegos procuran mantenernos a salvo del abismo. Los simulacros (y las religiones instituidas apelan a ellos) son mitos de salvación o consuelos metafísicos: están ahí como pantallas que nos resguardan de nuestro desconocimiento, a fuerza de convertir saberes provisorios en certezas cerradas. En particular, ese «principio de todos los principios» nos priva de una interrogación radical sobre el universo desfondado en el que vivimos. El «punto ciego» quizás sea ese momento en el que una respuesta tentativa se petrifica interrumpiendo las preguntas decisivas, como si pudiera disipar nuestra incertidumbre persistente. 

¿Cuándo conviene empecinarse en aquellas puertas que no se abren?

Cuando no podemos dejar de escuchar cómo esas puertas se zarandean como cacharros viejos cayendo al suelo por una ráfaga repentina de viento. Incluso si permanecen en silencio, cerradas a toda vida, hace falta abrir sus cerrojos e interrogar los fantasmas que merodean dentro. No es una tarea que podamos hacer cada día porque supone trabajar con la angustia. De hecho, también están quienes prefieren cerrarlas a cal y canto. No hay prescripción general. Si uno regresa es por un dolor antiguo que no supo o no pudo conjurar: personajes que, como Pedro Páramo, quedan atrapados en un lugar espectral. El psicoanálisis, sin embargo, nos enseña que ese retorno (esa apertura a las puertas del inconsciente) puede ser profundamente emancipador.

Si un humano no puede vivir sin aire, ¿sin qué cosa no se puede escribir?

Sin ese ser humano que tiene dificultades para respirar, que no sabe cómo decir sus pasos efímeros como no sea mediante ese espejo incómodo que es la escritura. Dicho de forma paradójica: es la muerte la que nos impulsa a escribir. Y para hacerlo, necesitamos apelar a esa condición distintivamente humana que es el lenguaje articulado. A esas dos condiciones sumaría una tercera: sin cierta revuelta íntima, escribir se convierte en simple voluntad de distinción. Sin inconformismo, la escritura se convierte en una superficie dócil. 

De qué depende que «los fragmentos que componen un duelo» estén bien encajados?

No sé si encajan bien alguna vez, aunque elaborar un duelo quizás sea hacer que esos fragmentos no terminen de rompernos del todo, no al punto de impedirnos intentar construir un espacio habitable. Sus huellas permanecen ahí, como ausencias presentes. A pesar de eso, de un modo casi siempre imprevisible, algo así como la alegría reaparece, como si el duelo que arrastramos fuera alumbrado con una luz capaz de abrirse a lo inédito, especialmente a lo que todavía no vivimos, a lo que puede ser en su radical apertura. De algún modo, superar un duelo (o sobrellevarlo) es cerrar una puerta sabiendo que podemos traspasar su umbral sin que se nos vengan todas las estanterías encima.

¿Qué cambia a la hora de escribir el género por el que uno transite, poesía, relato…?

Quizás lo que cambia sean las formas diferenciadas a las que recurrimos para elaborar las mismas insistencias. Cada género tiene modalidades discursivas específicas -aunque puedan entrelazarse-, modos distintos de producir enunciados, desde aquellos que se sustraen a toda lógica argumentativa a los que se estructuran en un relato más o menos coherente que cuenta una historia de manera secuencial. Las inquietudes que subyacen a esas formas -incluyendo el ensayo y, en ocasiones, la epístola o la crítica literaria- se aglutinan como una especie de enjambre: desde la pregunta por nuestras herencias compartidas a nuestros modos de andar por esa casa común que de forma habitual descuidamos e incluso arruinamos. Hay una ética que atraviesa esa escritura en sus diferentes variantes: no hacer de las respuestas heredadas nuestra morada final. Las exigencias de cada género son diferentes, pero en todos aparece una zona de interrogación que se nutre y conecta con las demás. Puede que sea la misma búsqueda reflexiva por diferentes medios. 
 
¿Cómo llegar «allí donde brota toda intensidad»?

Nunca se llega, pero podemos caminar en esa dirección... No sé siquiera si podríamos sostenernos en un punto de máxima intensidad. En lo personal, si algo he buscado en mi vida es ese hontanar, ahí donde brota el manantial en el que podemos calmar nuestra sed, aunque sea de manera momentánea. La apuesta por la intensidad, en este sentido, es lo contrario al mero pasatiempo. Implica hurgar en nuestras añoranzas y, no en pocas ocasiones, hace tambalear nuestras casas. Hay que estar dispuestos a cavar en el suelo para sentir ese temblor vital.    

Pienso en la pieza ‘En el cuarto’. ¿Cuánto de delirio tiene la escritura?

No voy a decir que la escritura nace con el delirio. Sería difícil defender este vínculo entre locura y literatura como una invariante. Sin embargo, al menos ciertas formas de escritura, se constituyen en su distancia con lo que llamamos, de forma convencional, «realidad». Es cierto que cada proyecto de escritura plantea relaciones específicas con lo referencial. Sin embargo, y a pesar del realismo, ¿qué suele ser la ficción literaria sino delirio hecho verosímil? En lo delirante, al perder de vista la realidad, imaginamos otras posibilidades de ser e incluso otros mundos. El delirio muestra la contingencia del presente y eso, en una época que se presenta como necesaria e inevitable, me parece impagable. Delirando desafiamos los escombros que nos han dejado como herencia. 

¿Por qué «pasar inadvertido es vital»?

Es vital, sobre todo, cuando queremos construir un punto de fuga, derribar una pared y salir de las jaulas en las que nos movemos (incluso si son a cielo abierto). A contramano del afán de visibilidad, tan fantaseado como denegado, la condición para abrir un hueco o crear una grieta es que ningún policía (y hay mucho control invisible ejercido desde una presunta «normalidad») nos detenga. Pasar inadvertidos hace más difícil la tarea de vigilancia que, de forma omnipresente, atraviesa a nuestras sociedades del control. Afortunadamente, también hay espacios íntimos en los que podemos desnudarnos sin esperar el golpe más o menos previsible...  

Un espacio propio, con la ausencia de los otros, ¿es posible, deseable, perverso?

Al menos en la modernidad, ese espacio propio no sólo es posible sino ineludible: algo así como la contraparte de la individuación. No me refiero a la «solitud» -el simple hecho de estar solos- sino, como dice Fay Bound Alberti, a la «soledad» como sentimiento que nace de esa ausencia de los otros. Pero no toda soledad es indeseada ni significa privación. Por eso diría que hay un espacio propio que hay que defender, una soledad habitada que hace falta reivindicar en una sociedad que no cesa de patologizarla, interpretándola como “pandemia” para vender sus recetarios de felicidad, que van mucho más allá de la industria propiamente farmacéutica: parejas espléndidas que nos aguardan a la vuelta de la esquina virtual, viajes –del tipo ”todo incluido”- que prometen una felicidad súbita, grupos de singles, terapias de autoayuda, etc. Es un asunto político: reivindicar el goce del secreto e incluso el «derecho a la opacidad» del que nos habla Édouard Glissant. En definitiva, en vez de huir, también podemos hacer de la soledad una condición para crear espacios simbólicos diferentes, abrirnos a otras experiencias, tejer nuevos vínculos. ¿No es eso, en definitiva, lo que nos exige la práctica de la escritura? Claro que hay algo perverso en ese espacio en tanto cuestiona lo normalizado. Pero puesto que lo normalizado se parece cada vez más a la naturalización de la muerte, a la indiferencia ante los estragos sistémicos que se producen a cada instante, no pienso que esa perversión sea negativa o implique algún daño. Sí pone en juego algo así como la posibilidad de que nosotros, como seres deseantes, podamos rebelarnos contra las ruinas y gozar nuestras singularidades sin complejos. ¿Cómo podríamos encontrarnos con el otro en tanto otro sin haber ahondando en nosotros mismos?

«Fingiendo al menos que nuestro mandatario dicta la ley que yo quiero». ¿Qué porción de libertad tenemos en este sistema? ¿Cuánto de engaño y autoengaño somos capaces de soportar?

Si tenemos algún margen de libertad es porque lo conquistamos. Ensanchamos ese margen, aunque sea de forma exigua e insuficiente, cuando asumimos que este sistema es una especie de jaula flexible que no puede impedir que ejerzamos nuestra libertad condicionada. Pero nos olvidamos con demasiada frecuencia que esa libertad supone el ejercicio del disenso, la posibilidad del desencuentro, la infelicidad -si me apuras- en ciertos momentos. La «libertad de consumo», en verdad, es un eslogan publicitario. El consumismo no es nada diferente a la promesa de un consumo ilimitado a la que sólo una elite privilegiada puede acceder (aunque, en última instancia, tampoco obtenga la satisfacción prometida). Pero esa libertad no se diferencia en absoluto del poder económico. La apuesta por la autonomía -individual y colectiva- supone algo radicalmente diferente: afrontar el momento de la decisión sin la aprobación de un gran Otro. Como no tenemos una garantía metafísica que nos proteja, darnos una ley propia conlleva múltiples peligros, comenzando por el riesgo a la excomunión, especialmente, si usamos esa ley propia para cuestionar un orden heredado. Si un ser humano -como decía Nietzsche- vale por la verdad que es capaz de soportar, habrá que indicar su contrapartida contemporánea: la sociedad del engaño en la que vivimos. No es sorprendente: nos han entrenado para ello y nuestra capacidad de mentirnos es ilimitada. Contra la institucionalización de la mentira, que ahora se presenta con la tontería de la «posverdad», habrá que insistir en esas prácticas de libertad que, bajo el espíritu de la crítica y a pesar de los malos pronósticos, persisten para (re)construir la casa del mundo.