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Emilia Conejo

Entrevista

27 Jul 2022

Emilia Conejo, poeta

«No veo otra forma de estar en el mundo que no sea el conflicto y la pelea, incluso desde la alegría y la belleza»

Esther Peñas / Madrid

Emilia Conejo (Madrid, 1975) escribe con una mano que tantea las paredes de la gruta surrealista y otra que gira la rueda de una rueca antigua, de severidad de ancestro. Su poesía se abre a pólvora y no se cierra más que con la promesa de brotar, incesante, de nuevo. Su último poemario, De acá (Godall ediciones) canta la infancia y la insensatez precisa de quien ama. 

«No se escapen. No huya nadie, que la fronda nos advierte. No canta dos veces». ¿De qué conviene huir?

Conviene huir de la traición a la vida, conviene huir del no ser consciente del valor del instante, de la compañía, del milagro absoluto que es que estemos cada día en la tierra; conviene huir de todo lo que nos separa del amor, conviene huir de la tiranía del para qué, del funcionalismo, de la productividad; conviene huir de la falta de gratitud hacia la vida, hacia uno mismo y hacia quienes nos rodean. Entre otras cosas de las que también hay que huir.

¿Cómo saber si uno está traicionando la vida?

Cuando no la valora ni la aprecia, cuando no se adentra en ella con todas sus consecuencias, cuando no es capaz de ver su luz, la está traicionando.

Aunque uno sepa de antemano que va a perder, ¿hay que pelearlo?

Pelear, ¿por qué?

Por aquello que uno sabe de antemano que va a perder…

Por supuesto, claro. ¿Sabemos de antemano que vamos a perder? Es casi un lugar común decir que el camino es el destino, y que es una belleza absoluta lo que sucede entre las bambalinas de la vida, lo que no se muestra, lo que no se ve; ahí hay una lucha constante. Uno de los valores más bellos que tenemos es la privacidad, la intimidad, y creo que dentro de ellas está el conflicto, y el conflicto es un gran punto de partida, para la vida, para la poesía. Y si partes de ese conflicto siempre estás peleando, sin saber a dónde vas a llegar. A veces hay que descansar, pero nunca abandonar.

Disculpe la categoría de la cita, pero, hace años, escuché a Bárbara Rey comentar en una entrevista, a propósito de un amor, que «sabía desde el primer momento que esa relación no tenía futuro, pero aun así la peleé hasta el final». Me vino a la cabeza, de pronto…

Si citas a Bárbara Rey puedo citar a John le Carré, a través de Muñoz Molina: «para conservar la dignidad hay que ser un héroe». Creo que la mayor parte de las luchas son interiores, no se muestran, esas luchas son las que te hacen estar en la vida. No veo otra forma de estar en el mundo que no sea el conflicto y la pelea, incluso desde la alegría y la belleza; hay muy pocos momentos en los que no hay pelea.

De Bárbara Rey a John le Carré, pasando por Luis Alberto de Cuenca, quien me dijo en una ocasión que «en el amor se puede perder todo salvo la dignidad». 

Y tú, ¿qué crees?

Que por amor, uno está legitimado a perder todo…

Absolutamente, y a veces es maravilloso perderla. He descubierto, en los últimos doce años, dimensiones del amor que no sabía que existían, que me han transformado en otra persona. Creo que cómo amamos y cómo nos han amado es lo que nos constituye. Sí, merece la pena perderlo todo por un buen amor, porque hay muy pocos.

Sabiendo —sin arrogancia—, que uno «no puede absorber una molécula de dolor ajeno», ¿cómo se acompaña, se cuida, se arropa ese dolor ajeno?

Es una gran diferencia, cuidar y acompañar; se habla mucho de la teoría de los cuidados, pero uno puede cuidar a un ser que depende de él, tus hijos, por ejemplo, pero a un ser a quien amas, a quien miras a la misma altura, no puedes cuidarlo, sino acompañarlo. Esa es la gran diferencia que nos salva de meternos en situaciones que no podemos cambiar y en las que podemos hacer mucho mal al intentar cuidar. La clave es acompañar, no se sabe hasta dónde; el arropo es algo maravilloso, tiene que ver con la ternura; el cuidado, con las personas que no se pueden valer por sí mismas, y la compañía tiene que ver con personas a las que amamos en igualdad de condiciones. 

¿Cuál es el sentido de la falta?

La falta es un estado, estado vital.

Entonces, ¿la falta en sí misma es el sentido..?

No, la falta es el estado de partida, que nunca se consigue paliar del todo, pero el sentido no es estar en la falta; por lo general, nos movemos porque estamos en la falta y tratamos de paliar esa falta, el anhelo de absoluto; creo que hay que regodearse en la falta, habitar ese estado de falta, de deseo, de carencia, y verlo como un lugar en el que hay que aguantar la tensión y generar una tensión creativa, que regenere la vitalidad, pero no eliminar la falta por todos los medios. Soy capaz de vivir en ese estado y no siempre quiero que termine. Otra cosa es cuando has perdido a alguien, pero en tanto que estado de carencia como vacío vital que no tiene que estar reflejado objetivamente en lo que te rodea, puede ser muy fructífero. Todo tiende hacia el discurso de que hay que cumplir el deseo para que surja otro nuevo, pero el deseo, la espera, la falta son valores en sí mismo, muy fructíferos, inseparables —hay que recordarlo— del dolor. Me acuerdo de ese verso de Pedro Salinas: «no quiero que te vayas, dolor, última forma de amar». 

Hablando de Salinas, ¿la vida transcurre entre los pronombres?

Sobre todo entre el nosotros. En mi primer libro no utilicé prácticamente el yo, que me resulta un pronombre peligroso, una especie de fiera que llevamos dentro y si alimentamos demasiado nos devora. El nosotros incluye el yo, incluye todo. El pronombre más bello en el que quiero que transcurra la vida es ese, precisamente, nosotros.

Y nosotras, jajaja…

¡Y nosotres!

«Lo sagrado es hoy una promesa que entretejen dos meñiques». ¿Qué perdemos de perder lo sagrado?

El sentido. El sentido es lo sagrado, reconocer qué es lo sagrado para uno, sobre todo si el camino ha sido abandonar sistemas en los que lo sagrado tenía una razón de ser, y edificar de nuevo alrededor de lo sagrado, entendiendo y sintiendo qué es lo sagrado para cada uno. Si perdemos eso, en mi caso, perdemos el sentido.

Cubierta 'De acá'¿Lo sagrado está acá?

Siempre. Lo que pasa es que acá es muy amplio, en el acá cabe la sensación de lo sublime, lo que trasciende el acá; me resultaba muy pedante hablar de una trascendencia inmanente hasta que lo leí en un artículo sobre neomisticismo. Es un acá en el que entra más allá de lo que perciben los sentidos, algo superior a uno mismo, entre el sentimiento oceánico y la sensación de disolución de uno con lo demás, de olvidar quién eres y al tiempo recordarlo y sentirlo muy claramente. Pero está acá.

¿Qué palabra habría que «prohibirle al alma» y «por debajo de qué altura»?

Creo que hay que salvaguardar la magia en la infancia, en la edad adulta también, pero sobre todo en la infancia; habría que desterrar todo aquel léxico que prohíba o que aleje a un niño de la magia, por ejemplo, el que haga decir a un niño «no sirvo para nada»; eso no debería estar nunca en la boca de un niño, porque supone que sabe de la existencia de un rendimiento frente al que no está a la altura. 

Niño de Elche dijo en una entrevista que «uno deja de ser niño instantes antes de morir…»

Ojalá fuera así, pero creo que no, que hay una presión tremenda para matar al niño, sin saber siquiera que el niño es un ser bien complejo, no solo alguien pendiente del asombro, del momento; un niño sufre el dolor con una intensidad que no nos imaginamos los adultos; Bruno Schulz habla de «madurar hacia la infancia», y creo que sí, que el reto es ese, recuperar una cierta intensidad que tiene que ver con la infancia, que hemos perdido en la edad adulta. Por eso, la persona que deja de ser niño momentos antes de la muerte es afortunada.

Blake, Giordano Bruno, Walt Whitman… ¿qué nombres conforman la constelación familiar de Emilia?

Olga Orozco, que es una voz que me tumbó desde el primer poema que leí; empiezo a escribir poesía muy tarde, a los 33 años; está relacionado con la maternidad, y con ese descubrimiento de dimensiones del amor que desconocía, y hasta entonces conocía solo voces poéticas malditas, biografías terribles. Con Olga Orozco descubro una trascendencia y un fondo onírico imparable, y continúo bebiendo en ella. También Vicente Huidobro, cuya poesía, durante muchos años, me servía de sacacorchos; nunca lo he abandonado. Marosa di Giorgio, que no sé cómo entró en mi vida, con su trascendencia ligada a lo material y lo carnal, ese erotismo suyo como una hipersensibilidad con el mundo. Fue un enorme descubrimiento Olga Novo, con la que compartí muchas de las inquietudes que yo tenía respecto de la maternidad, en la manera en que habla a su hija; mi primer libro de poesía está dedicado a mi hija, el segundo, a mi hijo. Ese amor maternal, vinculado a una tradición del surrealismo, me conmovió, porque ¿dónde están las madres surrealistas? Thoreau me calma, como la filosofía de Pierre Hadot o Eugenio Trías…

¿Conviene «encadenarse a la sorpresa»? 

Encadenarse es un verbo fuerte, pero tiene esa imagen de salvar algo; la sorpresa, ese proteger el asombro, lo sagrado, es fundamental, y sí, hay que hacerlo como ejercicio espiritual, porque —si te dejas llevar— todo te lleva a la programación, lo predecible, y para mí la sorpresa es como el trabajo. Dice Mestre que «Las estrellas para quien se las trabajas». Eso mismo, las estrellas hay que trabajárselas.

La alegría, esa alegría «que no se parece a las vanguardias», ¿es una gracia o voluntad?

Ambas. Hay un tipo de alegría que se puede buscar y que se puede encontrar, que tiene que ver con el entusiasmo, un entusiasmo intelectual que tiene que ver con las vanguardias (para mi), y con una comprensión que va más allá del momento, que exige una educación, al igual que hay una educación estética, una educación académica, ha de haber una educación en la alegría; igual que uno se prepara para el ayuno, ha de prepararse para la alegría. Y luego hay una gracia, y eso es lo que nos sorprende. Una gracia y un darse cuenta de la gracia. Hay una alegría que te asalta, y una alegría que es la que uno se prepara para ver, para recibir, para contener. Pierre Hadot, citando un verso de Fausto: «es bello estar, pero es más bello estar siendo». Hay una alegría, pero hay que darse cuenta de esa alegría. 

«Nadie se llama a sí mismo por su nombre». ¿Cómo se llama a sí misma Emilia?

Ay…desde luego, no poeta, y he tardado mucho en llamarme mujer, en llamarme madre… 

«El mundo es un poco más bello cuando alguien recupera la fe». ¿Qué hace falta para ello, hasta qué punto se puede recuperar?

La fe se pierde continuamente; tengo una amiga que habla del «efecto trucha», que la coges e inmediatamente se va, no se mantiene. La fe se recupera entrando en contacto con seres, vivos y muertos, que te recuerdan la complejidad y la belleza de estar vivo. Sin lo simbólico, a mí al menos, resultaría muy difícil recuperar la fe. Me acuerdo de esa frase de Robert Desnos: «no creo en Dios pero tengo el sentido del infinito». 

El amor, ¿es fe o certeza?

Las dos cosas; el amor sin fe evidentemente no funciona; hay un inmenso, largo y libre poema que se escribe en el amor, que implica muchos momentos agridulces, decisiones que no tienen que ver con el momento sino con ramificaciones del amor, y si no hay fe es muy difícil caminar juntos a largo plazo.

¿Se escribe desde la melancolía o desde el deseo?

Yo, desde el deseo, pero me siento un poco mayor y llega esa melancolía… Se puede escribir desde ambos lugares, el deseo tiene un punto de acción; la melancolía es un estado al que uno se abandona, aunque sea activa. El deseo implica rabia, furia, muchas emociones que la melancolía no conoce.