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Cubierta del libro

Lecturas

3 Abr 2023

La editorial Dilema publica el último poemario de Luisa Pallarés

A propósito de 'La incinación justa'

Esther Peñas / Madrid

La poesía es la experiencia de un cuestionamiento. En este caso, de la viviencia de dos personas en una residencia. Sus padres. Asistir al final de sus días es un proceso ambivalente, como quien contempla las ruinas, uno reconoce el fulgor, la pasión, lo cotidiano de los gestos que apenas si cuenta con la energía suficiente para cumplirse y, al tiempo, no puede sino habitarse por la compasión, que etimológicamente significa «sufrir juntos». Las ruinas requieren de la memoria para mantener su dignidad. La memoria de quien mira y acompaña o de quien es mirado y se sostiene. La poesía abre la existencia a su estar-en-cuestión constante sin respuestas. El poeta, en La inclinación justa se observa bien, no escribe para expresarse, mucho menos para desahogarse, el acto poético no consiste (o no solo, ni principalmente) en la expresión de una interioridad, sino en el don de una diferencia en la subjetividad, una conjunción por disyunción, diríamos. El arte en general y la poesía en particular, en tanto que alegoría de la vida, es una expresión que cobre sentido al saber que la vida misma de la que la poesía o el arte es metáfora no es un texto legible y que no se deja leer jamás si no es través de sus propias metáforas. 

¿Cuál es la inclinación justa, la adecuada, esa inclinación que permite cierta ductilidad para mirar y para dejar que lo mirado se nos cuente, se nos revele, nos conmueve? ¿Qué ángulo exacto arroja los grados para que la temperatura sea la propicia y predisponga el encuentro? Porque la poesía no es sino un encuentro, por lo general nunca unívoco. Porque podríamos pensar que un poemario que gravita sobre el discurrir de la vida en un asilo, o geriátrico, o residencia pudiera ser deprimente. Pero solo deprime lo que se rechaza como extraño, aquello en lo que uno no puede (o no quiere) sentirse parte. «Desprecio a quien huye de nuestro olor», leemos. Hay dolor en estos versos, como hay dolor en algunos lugares, también en un hospital, pero hay a su vez una red discreta de afectos que hacen posible que en este tipo de espacios se encienda la lumbre. «lo importante/es rozarnos con palabras,/animales que se rascan entre sí,/ el jardín nos amnistía». 

La inclinación justa (Dilema), escrito por Luisa Pallarés El poemario nos habla de noventa habitaciones. No habla de casa. La casa es algo así como la geografía de nuestra extensión. La casa es lo propio, no tanto en el sentido de propiedad como de pertenencia, como aquellos que nos constituye, como aquello que somos. Pero Luisa se centra en uno de los elementos de la casa, las habitaciones, porque no transcurre exactamente en una casa, aunque la poeta lo haga, de algún modo posible, al habitar ese lugar de noventa habitaciones. Solo se habita el lugar que nos permite ser y estar, que nos reúne. Allí donde el presente es puro, casi a la fuerza. «¿Dónde iremos cuando se haya caído/ todo lo que ordenadamente amábamos?», «¿Dónde se entierra/ el yo después de haber vivido?».

El poemario de Luisa nos recuerda algo que, de tan sencillo y prístino, olvidamos a menudo: que la vid se recibe simplemente estando. Se la acoge, a la vida, dejándose acoger. «Este es el hogar de las desapariciones», se nos dice, al tiempo que leemos que en ese hogar, ese hogar de noventa habitaciones, «la vida aún es apacible». Esto contrasta radicalmente con la vida que llevamos, la vida que en apariencia es más vida porque, escamoteando la contingencia, jugamos a pensar que tiene por delante más años, más tiempo. Nuestras vidas son muchas cosas salvo apacibles. Porque detestan lo sencillo. Y la memoria de lo importante: «Mi cielo será el rostro que de mí recuerdes,/ atraviesa mi luz cuando camines».
Escribió Baudelaire que «en ciertos estados del alma casi sobrenaturales, la profundidad de la vida se revela enteramente en cualquier espectáculo ordinario que tengamos ante los ojos: se vuelve su símbolo». De esto nos habla La inclinación justa, esa que permite el contacto y el impacto del otro, de lo otro, y no una imposición de nuestros sobre la exterioridad. Es una dialéctica sin solución posible, es una búsqueda de sentido, como sucede en el poema. ¿Qué significa la vida de cada cual? Nada, si no hacemos de ella una parábola, un fruto al que regamos con sentido, llena de misterio, de irracionalidad, de belleza y dolor. Así como no hay palabra aislada sino sintagma, es decir, conjunto, lo común, nuestras vidas transcurren entre las pérdidas y los hallazgos, con vista panorámica. 

Luisa pareciera atisbar por las cerraduras de cada una de estas noventa habitaciones para que viéramos un retazo de las vidas que transcurren en su interior, para que el lector componga el tapiz. Hay «conciencia compartida». Una liturgia del compartir. Como quien parte el pan, que no parte sino que reúne. 

«Si tú caes me quedaré sin esquina», escribe Luisa. Lo desconocido siempre cuestiona a lo propio, muestra otras posibilidades, nos ofrece otras perspectivas, nos saca de la seguridad de lo ya conocido, de lo ya vivido. Enriquece, dilata. Como este tiempo del poemario que se ensancha. Es un tiempo horizontal porque parece no transcurrir, tan acostumbrados como estamos a sentir el tiempo solo cuando lo cebamos de actividades. El tiempo de la soledad, del silencio, de la no acción, de la mirada que interroga no le interesa al sistema. Porque no consume, aunque nos consuma. Pero el tiempo del que nos habla Luisa sobre todo es vertical, por ahonda, porque se queda inscrito en nuestra memoria, porque nos des-coloca. Es un tiempo de lo pequeño, de lo que nadie puede darse a sí mismo, la alteridad. La diferencia. La fragilidad. «Aquí hacemos amistad con los que no elegimos». 

«Envejecer/ con poco adorno, terminar sin fatiga». ¿Hay algo más deseable que esto? Sobre todo cuando uno contempla cómo se van sus padres y se reconoce en ellos, porque cada cual, apenas si somos esos dos viejitos.