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Mora, firmando un ejemplar de su libro (fotografía de Laura Rosal)

Entrevista

10 Ene 2020

Vicente Luis Mora, escritor, ensayista y crítico

“La gran amenaza de la literatura viene del sentimentalismo barato, morboso y exhibicionista”

Esther Peñas / Madrid

Su prosa es elegante manteniendo la levedad que invocaba Calvino en sus propuestas para el nuevo milenio (acaba de obtener la XIII Edición del Premio Málaga de Novela por su obra Centroeuropa). Como ensayista, molesta porque no atiende a bobos escrúpulos del buenismo ni de la corrección política, mucho menos del cinismo. Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970) disecciona este aguacero de lo sucedáneo en la literatura, esta tromba de falsificaciones que son, pese a que estén en algunos casos en las listas de más vendidos, puro teatro, en el peor de los sentidos. El resultado, el espléndido ensayo La huida de la imaginación (Pre-Textos).

Este relativismo del que habla en el ensayo (todo vale a la hora de escribir, las opiniones de los lectores son igualmente válidas, etc.), el descrédito del crítico (considerado un snob, un aristócrata –en el peor sentido del término-), ¿es irreparable? De ser así, ¿qué consecuencias pueda traer para la cultura?

Uno de los fenómenos más peligrosos que vivimos en la actualidad es la tendencia creciente a decir que todas las opiniones valen lo mismo, o que cualquier ideología vale igual que otra, por el hecho de ser opiniones o ideologías, como si por pertenecer a una misma categoría ontológica pudiesen tener un mismo estatus intelectual, o merecer el mismo reconocimiento. Como si una silla eléctrica de ejecución o un sillón masajeador de la espalda fuesen “iguales”, sólo porque ambos incorporan energía eléctrica. Si trasladamos esta epidemia igualadora al mundo de las opiniones literarias y artísticas, el resultado es que sería respetable aseverar que un poeta instagramero de moda tiene la misma calidad poética que Anne Carson. Pues no, eso no es una opinión, es una estupidez. Fórmese, lea un poco, estudie, eduque su gusto y opine después de pensar, sobre todo para no hacer el ridículo. Las consecuencias en términos culturales de estos procesos pueden ser devastadoras, porque cuando se entra en el pantanoso terreno del “todo vale igual”, todo acaba valiendo nada, y el criterio mercantil es el único en juego. Donde no hay criterios, hay propaganda.

En esa intimidación que padece la literatura por parte de lo no literario (como recoge en la afirmación de Gracq), ¿qué prevalecerá?

Creo que nos salva, al final, una tendencia natural en nuestra especie a la fabulación imaginativa como medio de supervivencia. Hasta el más pragmático de los tecnócratas comprende que sólo si puede imaginar un escenario de probabilidades será capaz de calcular las consecuencias de las decisiones que tome. Necesitamos imaginarnos en otros escenarios, emplazarnos en lo inexistente, sea plausible, posible o irracional. La literatura nos ofrece espléndidos mundos en los que perdernos, incluso éste, visto de maneras imaginativas; si sólo se leen textos basados en hechos reales burdamente presentados, uno acaba prefiriendo hechos reales más satisfactorios, como almorzar, darse un paseo, hacer el amor o pagar a Hacienda. La ficción también es ideal para sufrir menos dolencias. Me encanta leer porque cuando me sumerjo en una buena novela no me duele nada.

Menciona escritores (los que se inscriben en esa plúmbea moda de la literatura del yo –plúmbea en tanto que su factura es de baja intensidad, muy baja) que conocen el oficio, que han escrito desde otros ángulos, con distinta pulsión. ¿Ellos saben sus resultados mediocres o están tan mediatizados que han perdido perspectiva? ¿Hay también una estafa del escritor consigo mismo?

No me cabe duda. También sucede que muchos de esos escritores no han publicado obras de gran mérito en el campo de la ficción, por lo que es natural que no vean distinciones de calidad entre una cosa y la otra. Pero sí habrán advertido la facilidad que conlleva el 90% de la no ficción, lo sencillo que resulta aliñar un poco hechos reales y presentarlos como si fueran otra cosa. Todo es literatura, sí, pero esa me parece la forma más esquemática, adocenada y simple de literatura. Y no me cabe duda de que ellos son conscientes, precisamente porque han intentado antes escribir obras de mayor calado.

Para alguien que escribe y que no le interesa la tradición, ¿su afán es ‘convertirse en escritor’, la fama, más que el placer y el desafío de escribir?

La fama que puede tener un escritor es minúscula, pero es una fama prestigiada todavía. Esa es la razón por la que tantas personas del mundo del espectáculo y de la política en algún momento publican libros, incluso utilizando un escritor fantasma para lograrlo. Por eso creo que, como explica Sigrid Nunez en su deliciosa El amigo, hay tantos jóvenes en programas y talleres de escritura creativa que no quieren leer, lo único que desean es escribir. Quien no lee, lo único que puede redactar son ejercicios escolares con ínfulas. Hasta un adolescente precoz como Rimbaud era capaz de hacer poemas en latín, imitando a los clásicos. Con esto quiero decir que existe el talento precoz, pero no el adanismo literario.

El libro se ha convertido en un producto. Sin embargo, en general, la gente preferirá unos buenos zapatos, una comida elaborada con buenas materias primas, un abrigo que, aunque cueste más dinero, cumpla su función (proteger del frío y pesar poco, por ejemplo). Sin embargo, con los ‘productos del alma’, no es tan exquisito, ¿por qué? 

El libro es un producto desde hace siglos, pero antes se le reconocían otras potencialidades y dimensiones. Ahora, en cambio, para la mayoría de las personas es simplemente eso, un producto. Se le pide el mismo nivel de satisfacción que a una lechuga envasada en plástico: que no esté mala, que no esté podrida. Antes se le presuponían más cualidades. Cuanto más y mejor lee una persona, más les exige a los libros que lee.

Escojo dos ejemplos antitéticos: La vida de Adele y Cero en conducta. Ambas películas reflejan la realidad. ¿Cuándo se traspasa esa mirada y se hace compleja y magistral –caso del segundo ejemplo- y cuándo es una recreación que no aporta nada –el primero-?

No he visto Cero en conducta, pero sí La vida de Adèle y Boyhood, y las dos me han parecido igual de aburridas y pretenciosas, porque sus directores han pensado que el “efecto de realidad” se consigue con la propia realidad, lo que es un error categorial. Estoy escribiendo un ensayo sobre las poéticas del realismo, donde intentaré explicar el origen de esta confusión.

Una de sus tesis es que la gente prefiere el verismo, lo apegado a ‘la realidad’, lo que se parece tanto a lo intrascendente que podríamos casi escribirlo sin esfuerzo cada uno de nosotros, pero después engulle fake news, toma la ficción por realidad (esto se ve en la gente que consume series, lo que ve en ellas lo toma como dogma). ¿Cómo se compaginan ambas actitudes? Por un lado importa poco la verdad, por otro se demanda ‘verdad’ en la literatura.

Sí, esto es algo que me hace mucha gracia, y que alguna vez he comentado. Quizá la gente busque más verdad en los libros porque piensa que gracias a ellos podrá identificarla mejor, o algo así, cuando por naturaleza todo lo que se incluya en un libro, salvo que sea la reproducción magnetofónica de una conversación real, es por naturaleza “manipulado”. Desde el momento en que aparezca algún tipo de voz o narrador que sostenga una narración o relato, por más voluntad testimonial que tenga, la verdad salta por la ventana. Lo único que queda es el lastre retórico y discursivo que deja el intento de perseguirla, lastre al que denomino “el peso de lo real” en La huida de la imaginación.

¿En qué momento comenzamos a querer “ser complacidos” en vez de instruidos?

Para resumir, cuando buscamos espectáculo por escrito. Cuando nos conformamos con ser hipnotizados por los “efectos especiales”, o por el morbo, en vez de buscar la calidad de una buena historia, de un buen lenguaje narrativo o, si es posible —y es lo deseable—, de un argumento fascinante contado con buena retórica y estructura adecuada.

La poesía parecía resistir el embate de lo ramplón, sin embargo, si uno coge las listas de lo más vendido, se encuentra con sucedáneos –por ser generosa en el calificativo-.  ¿También está en jaque?

La buena poesía no está en jaque, porque sus lectores reales siempre saben encontrarla. El problema es de otra índole: la confusión que se intenta generar entre la poesía y unos productos de ínfima calidad, para obtener los pocos réditos institucionales y de prestigios que le quedan a la primera. Es decir: como he intentado explicar mi blog, estos poetas Instagram no sólo quiere el dinero y la fama mediática, sino que además quieren un respeto como poetas que son incapaces de ganarse en el único lugar donde deben conquistarlo: en el poema.

Cuánto de responsabilidad tienen las editoriales. Pienso, por ejemplo, en ‘escritores’ con sentencias de plagio a sus espaldas (no una, varias) y, sin embargo, las editoriales siguen publicándolos…

El hecho de que usted haya colocado la palabra escritores entre comillas me hace creer que no todo está perdido, que aún hay esperanza y que las personas inteligentes saben discriminar a los escritores de las factorías publicitarias disfrazadas de autor.

Como apunta, ¿es la cursilería el gran agravio que se puede cometer contra la literatura?

Más que cursilería, que también, la gran amenaza de la literatura viene del sentimentalismo barato, morboso y exhibicionista. La literatura no puede ser un lacrimógeno anuncio de turrón o de lotería de Navidad, ni utilizar los mismos elementos que la prensa rosa.

¿Por qué “nada realmente valioso se entiende desde el principio”?

Me parece obvio. Basta pensar en la propia vida, en el ingente tiempo que nos lleva comenzar a orientarnos en la oscuridad de su selva.