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Jaime D. Parra

Entrevista

3 Jul 2023

Jaime D. Parra, poeta

«La gran herida de Pizarnik fue la soledad de su gran proyecto vital y artístico»

Esther Peñas / Madrid

Nombres y figuras. Aproximaciones (Ónix) recoge un ramillete de poemas de la argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972) como «animales crueles, neurasténicos y tiernos», en palabras de Mandiargues, es una espléndida edición que respeta el original acordado entre la propia poeta y el pintor Antonio Beneyto (1934-2020), responsable de la primera publicación en España de la autora de La piedra de la locura. Piezas —algunas en prosa— que albergan la intensidad, el vuelo, la belleza (siniestra por momentos) propias de la de Avellaneda. Hablamos sobre ello con el autor del epílogo, el también poeta Jaime D. Parra (Almería, 1952)

En el frontispicio del libro encontramos las palabras de André Pierre de Mandiargues, a propósito de los poemas de Pizarnik, «animales un poco crueles, un poco neurasténicos y tiernos». ¿En qué proporción diría usted que se mezclan esos tres adjetivos en estos poemas?

Que Pierre de Mandiargues, Beneyto y la misma Pizarnik se sorprendieran al ver el poema como un animal —hoy diríamos sospechoso- es un indicio de que algo estaba cambiando. Cruel, neurasténico y tierno serían ingredientes que intervienen por igual en los poemas de Pizarnik, creados como fragmentos delirantes entre el miedo y el sueño, la rebeldía juvenil y la incertidumbre. Crueles, por necesidad de la técnica —surreal—; neurasténicos o extraños, por lo alucinados; tiernos, por su inocencia en grito. 

¿Qué importancia tiene el uso de las tintas a color en este poemario?

Mucha. El color tiene un trasfondo simbólico. Beneyto, el editor del librito, era pintor, y Pizarnik, la poeta, quería serlo. Ambos eran dibujantes y estilistas. De cierto visionarismo lírico, surreal. Él manejaba el color —el azul, sobre todo—. Ella manejaba la palabra —sopesada, mallarmeana—. Ambos, el fragmento. Él, más intuitivo; ella, más intelectual. Y al plantearse el tipo de tintas que usarían, Pizarnik le dejó hacer: mejor aquellas algo alucinadas que presentaran la verdadera transición de las Figuras de la ausencia (1968) a las Figuras de Presentimiento (1969), componentes del libro. Y se optó por el paso del verde diluido, color palmera, al azul eléctrico, delirante. Era como saltar del cielo al mar. En realidad, Beneyto quería resaltar los azules (que asociaba con Novalis y los surrealistas), y así apareció también este color en el tinte de las aguas (de ausencia) del vídeo Beneyto desdoblándose (Ed. de Adriana Hoyos, La huella del gato, Madrid, 2010) donde ella es rememorada, como una referencia. 

«No puedo hablar con mi voz sino con mis voces», ¿cuántas y cómo eran las distintas Pizarnik?

Pizarnik amaba el mundo de Nerval (y de Lautréamont), que había dicho: «El hombre es doble». Y adoraba esos libros de ambos, Aurelia y Maldoror, que tienen todas las voces dentro, y sintió dentro sí también  distintas voces, algunas extremas. Ya en cada libro se salta las personas del verbo, y muestra distintas caras y máscaras: oníricas, visionarias, sapienciales, lúdicas, ululantes, de extranjería, de allendidad… La poeta se desdobla, transforma, alquimiza. Vive en el lenguaje. Incluso se creó casas para su poética, como la casa sin tejado, propicia al poema en prosa. Maneja registros que van desde el embrujo lírico al juego de sonidos, desde el escalofrío del arpa herida al humorismo, pero siempre sosteniendo las riendas del poema, la vigilancia intelectual, la lucidez. Al borde, al límite, pero sin dejarse arrastrar, ni siquiera en la prosa —lo que reprochaba a Marosa di Giorgio—. 

¿El lenguaje era la única patria de la poeta?

La patria del/la poeta es el lenguaje, pero como imagen en exilio, como barca. El único refugio (para el/la disidente), sería el lenguaje, como escribe Hélène Cixous. El lenguaje como exilio, o el exilio como patria, como diría también María Zambrano: lo que debiera acoger, aunque con frecuencia se deja al poeta, solo, ante las puertas del desierto. La escritura es entonces un hechizo contra el silencio y la pérdida.

En su final, ¿pesó más cierto «fracaso lingüístico» o un desaliento existencial?

Creo que al final, pesó mucho la angustia vital, la carencia, la fuerza   hechizante de la sombra, la crisis, el miedo, el sinsentido; y la sensación de que todo se confabula detrás de unas pantallas brillantes para hacernos creer que seguimos vivos, y que la pieza que representamos tiene sentido. Fracaso lingüístico no lo hubo. No que no la dejara «decir». Porque el aspecto algebraico o kabalístico, que es el lingüístico, inherente a su condición de poeta de estirpe hebraica, le protegió siempre. Su triunfo vino precisamente de su hallazgo de un lenguaje adecuado para sí misma: la palabra siempre vino a ella. Estuvo ahí. Palabra hallada. Palabra para el cuerpo parlante. Escribió lo que Pizarnik.

¿Qué ausencia era la que más pesaba en la argentina?

Creo que fue el deseo, y no la palabra, el que la dejó a solas con su sed. Su destino (¿dirigido?). Creo que ella buscaba algo grande que la salvara (incluso de sí misma). ¿Eros? ¿Un agarre? ¿Un hecho relacionado? Signos de ansiedad, los hay. Encuentro, al leerla, la sensación de una búsqueda incesante de algo tangible que siempre se escapa por alguna parte.    

Cubierta del libro¿Qué hizo de Pizarnik alguien que perteneciera al «linaje de los nómadas»? 

Su ir. Ya en su origen se halla el viento de los nómadas, el éxodo: la familia venía de los países del Este, y habría llegado de otros; y en Buenos Aires, en cuanto podía, soñaba con marchar a otra parte, que sería el origen de otro sitio de nuevo: Barcelona, París, Nueva York. ¿La huida? ¿Escapar? ¿Un destino itinerante? Ese era un motivo, una tentación desde los románticos, y antes en su estipe. Pero huir, migrar ¿hacia dónde?, diría un autor del mundo andalusí. Algo que significara libertad. Siempre otra parte.

Usted habla de «heridas» e «incisiones». ¿Cuál era la gran herida de Pizarnik?

Como en el caso de Cirlot —otro amante del kabalismo lingüístico—, la gran herida de Pizarnik fue la soledad de su gran proyecto vital y artístico. Y la gran soledad del cosmos (visto como una cicatriz en la noche). Se parece el dolor a un gran universo, podría haber dicho con Emily Dickinson.

¿Qué tuvo Alejandra que no tenía el de Flora, su nombre de nacimiento?

Misterio. Filos. Extrañeza. Voluntad de cambio, otredad. Rito del paso. Proceso iniciático. «Alejandra» es una palabra como una espada, alargada, con filo, con punta, tajante, con ritmo sonoro sobre la «a», vocal abierta, alargándose: a-le-jan-dra. Una palabra lobo. Palabra que camina. Que salta. Y taladra. “Alejandra  alejandra  /  debajo estoy yo / alejandra”. Parece un mantra. O un conjuro mágico. Y además con ciertas resonancias de nombres magnánimos: los zares, Proust. La palabra “Flora” es redonda, sin aristas, quieta, dócil, vegetal, perfumada solamente. No más. Flora no habría podido escribir sobre La condesa sangrienta.

¿Qué descubriremos cuando se publiquen sus Diarios sin censura?

Algo del otro lado. Ya en lo publicado nos sorprende mucho.

¿A quién podríamos citar como poetas «descendientes» de la estirpe de Pizarnik?

La mayoría de la poesía de mujeres —y una parte de la de hombres— en la actualidad le es deudora en algo. Desde los años setenta, con el boom de la poesía de mujeres en todo el mundo, unas cuantas poetas se convierten en guía en sus distintas lenguas. En lengua española una de ellas es Pizarnik. Su concepto del poema y su actitud vital, su responsabilidad como mujer y artista le convierten en un modelo a seguir (y no solo en castellano). Poetas como Olvido García Valdés, Neus Aguado, Rosa Lentini, Concha García, Teresa Shaw, Ana Nuño, Carmen Borja, Carlota Caulfield, María Negroni, Amalia Iglesias, Eva Hibernia, Goya Gutiérrez, Amalia Sanchís, Corina Oproae, Adriana Hoyos, y otras varias que aparecen, por ejemplo, en Alejandra Pizarnik y sus múltiples voces (Ed. Huso, Madrid, 2021), al menos en algún momento, algo captaron -no hablo de influencias- de su actitud rompedora: sobre todo, como pionera, en su búsqueda no solo lingüística, abridora de caminos, como dice Júlia Bel. Citas, homenajes, títulos, evocaciones, estudios, referencias varias a ella, así lo confirman. Lo contrario también es cierto: Pizarnik debe mucho de su reconocimiento actual a la lucha de unas abnegadas personas: Antonio Beneyto, Alejandro Pontenla, Cristina Piña, Olga Orozco, Ivonne Bordelois, Frank Graziano, Ana Nuño, Marta I. Moià, Ana Becciu, Anna Soncini, Inés Malinov, César Aira, Patricia Venti, Andrea Ostrov, Carlota Caulfield, Ana María Rodríguez, María Isabel Calle, Mariana di Ció, Mayda Bustamante, y las incluidas En la otra orilla de la noche (Roma, Aracne, 2012), por citar algunas de ellas. Algunas/os son compañeros/as de viaje, más que seguidores. En cualquier caso, quizás, donde más ha irrumpido su nombre, últimamente, es en las generaciones más jóvenes, especialmente de mujeres, del siglo XXI, que han visto en ella (junto a otras), en varios aspectos, uno de sus referentes: Elena Medel, Berta García Faet, Ana Merino, Natalia Litvinova, Laia López Manrique, Verónica Aranda, Ale Oseguera, María Sevilla, María Lorente, Princesa Inca, María Heredia, entre otras, (ya conocida suficientemente la autora), no han ocultado su admiración por ella.         
       
Con Nombres y figuras, que editó Antonio Beneyto en 1969, siendo una desconocida, y que ahora reedita La Nueva Biblioteca Íntima (Ònix Ed., Barcelona, 2023), se introdujo por primera vez el nombre de Pizarnik en España. Fue el comienzo de lo visible. El primer reconocimiento. «¿Quién es Alejandra Pizarnik?», se preguntaba alguien entonces. «¿Quién es Alejandra Pizarnik?», responde Beneyto un poco antes de morir, en 2018: Pizarnik, mi amiga, «es hoy la poeta más amada de cuantas escriben en castellano».