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Emilia Conejo

Entrevista

24 Nov 2023

Emilia Conejo, poeta y ensayista

«La poética de Di Giorgio está recorrida por una corriente telúrica muy palpable y muy vinculada a lo ancestral»

Esther Peñas / Madrid

Adentrarse en el mundo de la poeta Marosa Di Giorgio podría acercarse a una experiencia lisérgica que imprimiese en la memoria del corazón un arrebato místico, un rapto divino permanente. De la belleza de su escritura, decir que es una belleza poblada de muecas, colmos y demasías, más tendente al exceso que al sosiego de la proporción. Otra poeta (también impar y habitante de lo hermoso), Emilia Conejo (Madrid, 1975) ha publicado un ensayo sobre la escritura de la uruguaya: Dios palpitando entre las tomateras. Un diálogo con la poética salvaje de Marosa di Giorgio (Godall). Con ella con-versamos.

¿Qué hay de Emilia en Marosa?

Una apuesta por el exceso que se genera en la tensión. La búsqueda de una forma de recolocar el delirio para hacerlo habitable. Una militancia en el asombro… 

La frondosidad, la mirada sostenida en busca de lo maravilloso, la conformación de lo sagrado, la entronización de la sexualidad… el hecho de que biografía y obra se fundan en una misma manera de entender el mundo, ¿perjudica a la obra, por procurar una atención excesiva a lo biográfico?

Diría que esos elementos pertenecen a la mirada de Di Giorgio, y esa mirada se vuelca en su obra. Es la obra la que se desboca y se proyecta hacia el infinito; pero ese delirio no se contagia ni mana de una vida repleta de excesos y aventuras. Vida y obra parecen, eso sí, replegadas en sí mismas, pero es difícil atender en exceso a la primera, más allá de lo necesario, para encuadrar la segunda. La chacra familiar de Marosa tenía límites físicos; su jardín salvaje, no. 

¿Cómo es «ese animal salvaje» que habita a Marosa?

Seguramente esa pregunta se la formulara ella misma a lo largo de toda su vida, y la respuesta haya sido la totalidad de su obra. En cualquier caso, yo diría que ese animal tiene la fuerza oscura del monstruo de Lautréamont, la elegancia esteta del simbolismo y la sensualidad del mundo barroco; diría que es un animal oscuro, siniestro y siempre al acecho, pero al mismo tiempo una fuerza de la que mana sin pausa su escritura. Diría que es una bestia que no pretende domar, a la que se rinde a pesar del temor que le provoca, y que también busca, a partes iguales. Que es, además, un ente camaleónico, metamórfico hasta el paroxismo, que deviene vegetal, humano o divino. Diría, incluso, que son la propia memoria oculta y la poesía —fruto esta de la unión entre el terror y el ensueño, como ella misma afirmó en alguna ocasión— las que generan el animal salvaje al que pretenden dar caza, en un círculo que se alimenta hasta el infinito.

De su poética del exceso, ¿qué elementos destacaría?

Seguramente lo barroco, con todas sus manifestaciones. Comparemos dos tratamientos diferentes de un mismo motivo bíblico, el de Judith decapitando a Holofernes. Por un lado está, por ejemplo, el tratamiento que hace de él Sandro Boticelli; por otro el de Caravaggio o Artemisia Gentileschi. Este abordaje barroco es el que encontramos en la base de la obra de Di Giorgio: estamos en el momento justo en el que suceden la vida y la muerte, el instante de la transformación y el devenir, el tenebrismo, la violencia, el escorzo que apela al espectador y las figuras y motivos pletóricos y rebosantes a punto de salirse del marco. Es la mirada fija en el momento, al mismo tiempo efímero y crucial, infinito y dionisíaco, bello y siniestro. 

A menudo pienso también que los poemas de Di Giorgio podrían describirse como una suerte de bodegones barrocos puestos en movimiento a un ritmo frenético, bodegones de viandas dispuestas para un banquete divino, terrenal y carnal al mismo tiempo.

Pero también me gustaría recalcar que, especialmente en su obra poética, no se trata de un exceso incontrolado, sino tenso, que se distiende y contiene a voluntad de Marosa. En el ensayo me refiero a un ritual sufí en el que las mujeres danzan hasta entrar en trance, pero en ese desenfreno no están solas, sino que reciben la ayuda de otra persona que las sujeta literalmente —a menudo con un pañuelo alrededor de la cintura— para evitar que se lastimen. Esta contención no es otra cosa, por lo tanto, que un refinamiento del desenfreno, del exceso de los estados extáticos. Creo que eso es, también, Marosa di Giorgio y creo que es lo que ella, consciente o inconscientemente, hace con quien la lee. 

Di Giorgio tiene una concepción de la belleza un tanto siniestra, convulsa, en cualquier caso poco canónica. ¿Qué es lo que le fascina a usted de ella?

La belleza de Di Giorgio no repele lo oscuro, lo grotesco, lo monstruoso del ser humano, sino que lo cobija y acoge como el ser hambriento y fallido que es, que somos. La belleza apolínea me produce a menudo una cierta tristeza, puesto que no da cuenta de esa profundidad de lo humano y lo animal y, sin pretenderlo, subraya un vacío que no llenan la proporción y el comedimiento, por muy excelsos que estos sean. Lo convulso, lo monstruoso, lo siniestro como un bajo continuo o un tam tam sobre el que se escribe, elevado a la máxima potencia en el vuelo poético, genera un conflicto estético y filosófico en el que se puede dar un fogonazo de revelación. Es el vuelo y el barro; la alondra y el gusano. La esencia refulgente de nuestra complejidad. 
 
Esa vocación de unificar lo sagrado y la sensualidad, ¿la convierte en una mística atópica?

No lo creo. Yo me he referido a ella como a una beguina del siglo XX, precisamente para enmarcarla en una tradición mística en la que el cuerpo no es un elemento extraño. Son muy hermosas las descripciones de las beguinas que hace Luisa Muraro en su estudio sobre la mística femenina, El dios de las mujeres, y sobre lo excepcional que es sentir esa experiencia durante un instante de vida cotidiana. En el libro me refiero también al concepto de erotismo sagrado de Bataille, para quien precisamente el erotismo es una disolución de las formas constituidas, y es precisamente mediante la carnalidad como se produce esa unión con lo otro que hace que se pueda quebrar el aislamiento del ser. Pero hay muchas tradiciones que combinan lo sagrado y la sensualidad, y no solo la sensualidad en el erotismo, sino la de aquello que percibimos con los sentidos —el tacto, el olfato, el gusto—, ese «encontrar a dios entre los pucheros» de Teresa de Jesús. Creo que Di Giorgio no está sola en esa unión. 

«Dios ya me quería, me amó siempre con voracidad». ¿Qué representa Dios en la poética de Marosa?

Ese sustantivo, voracidad, me parece esencial; da la clave del sentir de Di Giorgio hacia lo divino. Ella creció y se mantuvo en un sentimiento religioso enmarcado en la cosmogonía judeocristiana, pero realmente su forma de entender este sentimiento rebasa el marco de un cristianismo ortodoxo y se adentra en un panteísmo que da cabida a muchas tradiciones. De ahí que ella se refiera a las máscaras de Dios y afirme en una ocasión que «todo son máscaras de lo que es». 

El Dios de Di Giorgio es, en realidad, muy parecido al de las cosmogonías antiguas y de los relatos mitológicos, en los que lo divino y lo humano conviven (de ahí que Roberto Echavarren comparara Los papeles salvajes con Las metamorfosis de Ovidio). Y esta convivencia está regida por el poder incontrolable y a menudo arbitrario de la divinidad, así como por los continuos intercambios, ensamblajes y fusiones entre todos los seres de la naturaleza. Ella se consideraba a sí misma heredera de lo druídico (uno de sus poemarios se titula Druida y así firmaba en ocasiones), y su poética está recorrida por una corriente telúrica muy palpable y muy vinculada a lo ancestral. Por todo ello, a pesar de la iconografía judeocristiana que aparece en sus papeles, su divinidad tiene mucho del dios Pan y de Dioniso. 

A su juicio, ¿qué hace de Marosa una poeta única, impar, como fueran —en otro orden de cosas— Dickinson o Merini, por cierto, las tres con una religiosidad heterodoxa? ¿Se le ocurre algún nombre actual que transite por esta infancia disparatada tan de di Giorgio?

Di Giorgio afirmó alguna vez que cada escritor es un solitario, y aunque ella reconoce un parentesco espiritual con algunos poetas (Dylan Thomas, Emily Dickinson, Odysseus Elytis, Delmira Agustini), no hubo en ella una necesidad ni un intento de pertenecer a una generación o un movimiento.

Marosa se concentra toda su vida en crear su propio mundo poético, sin distraerse apenas de ello. La Santa María de Onetti o la Comala de Rulfo son la chacra de Di Giorgio. Pero hay un giro que es exclusivamente femenino y es el que da Di Giorgio al hacer de la sexualidad, el erotismo y el deseo femeninos el eje alrededor del cual gira su investigación poética, el centro de esa obra que no termina nunca, que mana y mana. Y lo hace sin renunciar a su catolicismo, sino todo lo contrario: ensanchándolo y enriqueciéndolo. En este sentido comparte con Dickinson esa capacidad de crear ilimitadamente y abrir las puertas de su casa al infinito, desde esa habitación «con vistas a la eternidad», como escribió una de las traductoras de esta última al francés, Claire Malroux. También Marosa podría haber dicho lo que le dijo Dickinson a su sobrina cuando la invitó a su habitación y cerró con llave: «Matty, here is freedom».  

En cuanto a poetas actuales, me cuesta mucho comparar a Di Giorgio, pero quizá en España, quien aborda la infancia y la pubertad con una estética vanguardista, dislocada, exuberante y posmoderna; libre, pero al mismo tiempo tensa y fibrosa, sea Berta García Faet.

Cubierta del libroHumor y poesía es un maridaje bastante complicado que, sin embargo, fluye en una deliciosa simbiosis en el caso de Marosa. ¿Cómo lo consigue?

El humor de Marosa se aleja de lo zafio y lo obvio; es delicado y sutil, pero delicado como los pétalos de las flores carnívoras y sutil como las esporas de las setas venenosas. En su obra, el lenguaje y las implicaciones necesarias para que se dé el humor no se sueltan nunca, hay una tensión que mantiene la medida exacta. El primer Romanticismo alemán se refería al Witz como el elemento capaz de generar una chispa entre lo finito y lo infinito, de establecer relaciones entre entes alejados, que es lo que hacen tanto el humor como la poesía. El Witz, emparentado con el witt británico, se suele traducir en el contexto de la filosofía como «agudeza», pero en el alemán actual y en un registro familiar, Witz significa, simplemente, broma o chiste. 

¿Qué lugar ocupa Di Giorgio en la poesía latinoamericana? 

Se ha hablado hasta la saciedad de la condición de «rara» de Di Giorgio, pero creo que hay que poner este adjetivo en contexto. Y para ello es importante mencionar la recopilación de retratos de poetas que publicara Rubén Darío bajo el título Los raros, y que recogía alrededor de veinte poetas, entre los que estaban Verlaine, Poe, Lautréamont o Rachilde. Varias décadas más tarde y cerca de un siglo después de la publicación de Los cantos de Maldoror, el crítico uruguayo Ángel Rama hizo su propia recopilación, que tituló Aquí. Cien años de raros, y que incluye a Marosa (junto con Amanda Berenguer, Felisberto Hernández u Horacio Quiroga, entre otros). Rama encuadra a estos autores en una literatura de la imaginación, una literatura que pone elementos del fantástico, de lo maravilloso y de lo onírico al servicio de una exploración vital. Se trata de una línea de trabajo que bebe del simbolismo francés y que de forma no central pero sí firme ha estado presente en la literatura latinoamericana. 

Otra vertiente en la que se suele encuadrar a Marosa di Giorgio es la del Neobarroco latinoamericano (o neobarroso en su vertiente rioplatense), que si bien es fundamental, tampoco es una tendencia mayoritaria. 

«Las flores al poder siempre». Toda una declaración de principios… Me gustaría que nos explicara la simbología de la vegetación y, de otro lado, la de su bestiario.

Hölderin afirmaba que la naturaleza son los diferentes trajes de Dios, y en Marosa la vegetación y lo animal forman parte de esas múltiples manifestaciones de lo divino a las que me referí antes. Y, como también afirmé, lo divino y la naturaleza son salvajes, violentos e indómitos. Pero, además, se difuminan los límites entre lo humano, lo animal y lo vegetal. Y de nuevo aquí vuelve a coincidir con Emily Dickinson, que en una carta le dice a un amigo que está ansiosa por presentarle a unas flores nuevas de su jardín. En Di Giorgio la vegetación se humaniza, los humanos se animalizan y todo está penetrado por lo divino. Los antiguos celtas se referían a los poetas como los videntes del bosque o «derwydd», palabra galesa de la que probablemente derivara «druida», de quienes, como he dicho ya, Marosa se consideraba heredera.

Dentro de esa disolución de límites, Marosa juega con la idea de que este nombre sea una flor que plantaron en su casa: «Marosa es el nombre de una planta italiana, fantástica; cada tanto da una flor sumamente abrillantada. Parece ser que esta flor fue traída de las Galias, o no: pero formó parte de los rituales druídicos. Así decían siempre en mi casa. A lo mejor inventaron todo. Inventaron el nombre Marosa». 

En cuanto a su bestiario, es especialmente rica la simbología alrededor de la liebre y la mariposa, entre otros animales. La liebre representa la fertilidad, la procreación, los ciclos de la vida, la lujuria y la fecundidad, pero también la ligereza y la velocidad. En el caso de Di Giorgio, además, lo simbólico y lo vital están unidos, puesto que es un animal con el que ella convive en el entorno de su infancia. Su identificación con el animal llega hasta el punto de escribir transformada en él. Y además, explica, la poesía es «la liebre mágica». En cuanto a la mariposa, es tal vez el símbolo por excelencia de la metamorfosis, de ese devenir y esas transformaciones sin pausa que se dan en su poética. Y, de nuevo, el nombre de Marosa está contenido en la palabra «mariposa». Además, la mariposa es la forma que toma la diosa Psique al elevarse, y es el símbolo del alma, así que de nuevo es insecto y elevación, como todo el mundo digiorgiano. Y a menudo, la encarnación de lo siniestro, como cuando adquiere tamaño humano. 

¿Cómo se manejaba di Giorgio durante la dictadura militar montevideana, alguien tan a la contra del orden marcial?

Muchos de los autores que escribían una literatura explícitamente comprometida, política, marcada por un deseo de reivindicación, tuvieron que exiliarse durante la dictadura. En el caso de autores que cultivaban esa literatura de la imaginación a la que me he referido anteriormente, se dio como rasgo común la creación de una atmósfera de angustia, de miedo, que abunda en los textos de Marosa, tal y como explica Silvia Goldman en un artículo de próxima aparición. Marosa di Giorgio se aleja de una poesía marcadamente política para concentrarse en crear un espacio, un locus amoenus poemático, que le permite respirar dentro de ese clima general de asfixia. 

Pero, además, la investigación en el deseo, el erotismo y la sexualidad —especialmente si es si es desde lo femenino— está siempre reñida con los sistemas totalitarios, y Di Giorgio hace de lo personal e íntimo el centro de su investigación, y en ese escenario que ella crea abole el régimen moral imperante durante la dictadura. 
 

En el principio de Marosa, ¿fue el Jardín o el Verbo?

Quizás sean inseparables. Ella cuenta que hasta los cuatro años fue una niña «normal», pero que a esa edad «se emparentó con la magnolia». Es así como describe su primer rapto poético, indisociable del jardín. Lo poético viene dado, por un lado, por su habitáculo vital, esa chacra familiar en la que crece, llena de frutales y fauna salvaje; y por otro, por el interés de su propia familia por las letras. Su madre leía a sus hijas Nidia y Marosa poemas de Rubén Darío y Delmira Agustini; su abuelo tenía una gran biblioteca; y su padre le pedía a su mujer, Clementina, que le leyera en alto al final de la jornada en el campo. La ocupación preferida de Marosa fue, desde muy pequeña, mirar la naturaleza, pero la palabra la acompañó desde el principio no solo para nombrar, sino para crear nombrando. 

«La boda es con el lenguaje», escribió. ¿Su relación con él, con el lenguaje, la sostuvo, algo que no pudo hacer con Pizarnik?

El lenguaje, pero también su infancia fue fundamental, y su familia, como explico arriba. Y el teatro, que cultivó durante más de veinte años. Esta combinación ensanchó el habitáculo interior de Marosa, que ella fue llenando a lo largo de su vida. Esa combinación: poesía, teatro, naturaleza, memoria de la infancia y una familia que la sostuvo fueron fundamentales para su desarrollo. 

¿Cuánto de auténtico tiene el personaje que construyó de sí misma?

Mucho, si no todo. Creo que no existe un solo testimonio de ella en el que no sintamos que es ella misma, una sola anécdota contada por familiares o amigos, un texto, una costumbre… El único personaje que ella crea es tal vez el de los recitales, sus «misas», en las que ella oficiaba como sacerdotisa y «recitatriz», y ahí sí intervenían sus dotes para el teatro. Fuera del escenario y sobre el papel, era ella. Y en el escenario, era ella con una máscara, la de la artista. Tanto la mujer, Marosa di Giorgio, como el personaje de Marosa son seres visitados, visionarios, que viven siempre en la poesía, y en una literatura que ella consideraba a un tiempo realista y mágica. 

El jardín, tan presente en la obra de Marosa, ¿tiene más que ver con el Edén o con Bomarzo?

El jardín de Marosa di Giorgio tiene algo de Bomarzo, algo del Edén, algo de selva, algo del jardín inglés romántico y de bosque de robles, seguramente de muchos otros jardines. De Bomarzo tiene lo monstruoso; el de Marosa es sin duda un jardín lleno de monstruos en el que también se invita al lector a olvidarse del tiempo, o a vivir en unas coordenadas temporales más cercanas al Kairós que a Cronos. No obstante, lo monstruoso en Marosa se diferencia en que está siempre vivo y en continuo cambio, y en que es muy femenino. Jimena Néspolo se ha referido a la «maternidad monstruosa» de los personajes marosianos, que paren piedras preciosas, flores, animales. Otras veces, los monstruos están fuera, en las lindes del bosque o del huerto, o dentro de la casa, como esa mariposa inmensa pegada al techo o esa violeta gigante que se enrosca alrededor de una niña. En otras ocasiones, lo monstruoso está en las divinidades, los ángeles, los diablos, pero nada es estático como las rocas de Bomarzo. 

Del Edén tiene sin duda la curiosidad femenina, el miedo por ello, la certeza de la presencia de Dios, pero no es un jardín idílico. En él la llamada del deseo está muy presente y no hay castigo moral, sino una suspensión de la moralidad. La hoja de parra del Edén es aquí las ramificaciones infinitas de la jungla, una fronda tupida que se aparta una y otra vez. 

Compártame un verso de Marosa que merezca la alegría recordar para siempre…

Hay tantos… Vayan como muestra estos:

debajo de la fina seda iba una locura de fuego

Y estuve en el alba de los dioses / cuando ellos inventaron los tomates.