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Aitana Monzón

Entrevista

5 Jul 2022

Aitana Monzón, poeta

«Creo en la belleza porque nada de esto durará por mucho tiempo»

Esther Peñas / Madrid

La civilización no era esto. Con este título, la tudelana Aitana Monzón obtuvo el Premio Espasa de Poesía en su cuarta edición, un diván dividido en cinco actos (no en tres, como propusiera Aristóteles, sino los cinco en los que, a juicio del poeta Horacio: exposición, acción ascendente, clímax, caída de la acción y resolución). Algo de esta parcelación conserva el poemario de Monzón, tan atento a la belleza.

¿Qué era, pues, la civilización?

Hay una cosa curiosa en las ruinas que ya grababa Piranesi en el siglo XVIII. Es esa belleza de los templos perdidos. Hay algo de hermoso en lo corroído, quizá sea porque la cámara, o el dibujo tiende a embellecer su significado. Un templo, como decía, un cuerpo tras el fragor de la batalla —no siempre guerra de hombres—, escarbar un mensaje en el papel fue la civilización. Entonces, siento que la civilización ha sido toda esa piedra erosionada. Y, a su vez, los huesos y el musgo enquistados en la tierra seca. Es decir, todo lo orgánico que, aun silente, descansa a nuestro alrededor y puede ser honrado. Pero la incomunicación, el silicio, o el píxel… ¿también brotarán detrás de nosotros? ¿También nos sobrevivirán y darán cuenta de que hemos sido?

¿Qué sucede «entre la ciudad tus leyes y yo»?

Existe un hueco, un intersticio entre los nombres. También entre los cuerpos amados. Qué ocurre detrás de las palabras, de qué manera ocultamos un mensaje —hermético o no— entre el propio lenguaje, qué acontece entre lo conocido y lo deseado. No puede encerrarse el pensamiento en una sola pregunta.

¿Cómo se cura «el orgullo herido»?

Con betadine.

¿Qué asfixia el peso de una ausencia?

La respuesta habita en la propia pregunta. Lo que pesa una desaparición. Donde antes hubo unas manos tibias, donde antes hubo una ciudad, donde antes hubo palabras y surcos, donde hubo calor y hubo hambre, donde hubo cosas que nombrar, donde hubo poetas y hubo noche y órbitas alrededor, y hubo espadas. Todo ese peso que cae y que acompaña al cuerpo cuando se precipita es el mismo peso de su ausencia, que se hace terrible y se deforma –como deforma el tiempo la memoria de un rostro o de una voz. Todo eso asfixia y hiere, no por su propio peso, sino por la erosión que deja, su fantasma, su descreación. Es la misma sensación que deja el mar. Igual que si nada hubiera existido.

¿Cuál es el tiempo de hospital? ¿Qué similitudes, de haberlas, tiene respecto del tiempo poético?

Al no ser narrativa, todo tiempo es tiempo poético. El hospital es lo que da conciencia del principio corrosivo del cuerpo, lo que advierte de la mortalidad. No es una novela y, por tanto, creo que es incorrecto hablar de similitudes o diferencias respecto al tiempo poético. Todo es poético. O nada es poético. El hospital sitúa la escena —de ahí que el libro esté dividido en actos y escenas—, da significado al libro y al espacio. Otro tiempo podría ser el de la iglesia copta, o el Serapeum, también lugares donde el decir y el recuerdo discurren.

¿Qué es para Aitana la belleza, ese «goce de lo terrible», como dice el verso en el que usted recuerda al verso elegíaco de Rilke?

Moriré, lo sé, sin saber la belleza. Moriré por la belleza, como diría Dickinson. La belleza, igual que el saber, es inasible. O, tal vez, si depende de la naturaleza, tienda a ser finita. En cualquier caso, creo que, como seres humanos, no está en nuestra mano decir qué es o qué deja de ser la belleza. O, más que decir, provocar la belleza. Me refiero a una belleza artificial. Pero esto es tan subjetivo como el propio gusto de cada uno. “La belleza no es nada sino el principio de lo terrible”, escribió Rilke. Y lo terrible reside en aquello que vive, que respira y que se irá ahuecando e irá muriendo, o acabará ensuciado por la mano del hombre. Pero la belleza tampoco ha de asociarse con un solo sentido. ¿Por qué la belleza tiende a asociarse con la vista? Un atardecer es hermoso, ¿pero no es bello también oler, saborear, tocar el milagro del pan? ¿O no es bella también la jácara de Granados? La belleza, si acaso existe, ha de ser algo sencillo. O endiabladamente complejo, pero de apariencia sencilla. Como el mar. No sé qué es para Aitana la belleza, ¿hay que saberlo?, ¿va cambiando con los años lo que creemos bello?, ¿puede resultarnos bello lo feo? Escribía Simone Weil que la belleza promete siempre y no da nada, y que lo sagrado en el arte es la belleza. No sé qué es esto. Yo me siento frente al mar muchas tardes, sea en la cala, sea en mi pensamiento, y creo, y sé, y conozco, y temo, y comprendo, y deseo, y amo, y no entiendo, y no comprendo, y no sé, y no conozco. Pero hay algo sagrado en la belleza, algo que está fuera del alcance humano y quizá por eso asusta, porque es grandiosa y tal vez por eso sea temida. Pero es temida porque está muy por encima de nosotros, y por eso la adoramos y la ansiamos. Creo en la belleza porque nada de esto durará por mucho tiempo. Porque me iré de esta cala, ficticia o no, pero la belleza de las olas seguirá viviendo. No puedo alcanzar la belleza, tampoco puedo alcanzar el conocimiento. Pero aguanto la belleza, como diría Carson. Pero aguanto y soy y veo el mar y creo. Esto me basta. 

Morir en Venecia, ¿es asegurarse la posteridad?

«Una ciudad es un mundo cuando se ama a uno de sus habitantes», Durrell dixit. Morir en Venecia no significa nada si uno muere solo, en ciudad extranjera, lejos de todo contacto o de toda influencia. Es triste, pero es así. La posteridad la aseguran los que aman. Y de eso sabemos mucho en este país. Hay quienes mueren en naufragios, en incendios, en atentados, en tiroteos, en guerras o en exilios. ¿Sabemos sus nombres? Mejor aún, ¿queremos conocer sus nombres? Muchos de estos cuerpos irán a parar a fosas comunes. Entonces, es el deber de quien ama hacer inmortal a quien ha muerto. Uno puede morir en Venecia, uno puede ser asaetado en Ostia, u olvidado en Collioure, o en México. Y seguramente uno puede morir fuera de su país porque ha defendido la libertad de su país. Entonces, si los vivos, si aquellos en el poder —digámoslo claro, los políticos—no construyen un sepelio digno, un panteón para aquellos que caen en Venecia, no se asegura su posteridad. Los conceptos de fama y de gloria ya existían en tiempos del Beowulf. Seguramente mucho antes. Un caballero consigue la fama y la gloria no por aquello que ha hecho en vida, que también, sino porque una vez muerto, alguien más poderoso le ha asegurado la posteridad. Alguien poderoso como un poeta, como un rey, como un presidente, o como un amigo. Y porque todo está conectado, vuelvo al tema de España. Morir en Venecia no es asegurarse la posteridad. Si uno muere en Venecia, en Collioure, en México, solo recordará la deuda histórica que tiene su país con los cadáveres. Aquellos poetas, aquellos pensadores muertos fuera de España solo alcanzarán la posteridad si los políticos de hoy –a quienes parece no interesar la cultura, el pensamiento, la literatura– construyen un panteón de personas ilustres que soñaron con un país más libre, más igualitario y más generoso. 

¿Cuál es el maridaje entre «palabra» y «conocimiento»?

Es bonita la palabra maridar, ¿no?, unirse armoniosamente. Pero no veo el maridaje stricto sensu entre palabra y conocimiento. No son dos sabores que tengan que «casar». Es decir, son términos conectados, claro, pero no necesariamente correlativos o complementarios. Tampoco son tangibles, entonces no pueden maridarse. En todo caso, al ser ideas inasibles, se refuerza esa incomunicación. O, más bien, esa conexión puramente vacía que nos acompaña en estos tiempos. Me viene muy bien, precisamente, el concepto de maridar. ¿Por qué utilizamos expresiones resultonas o que «están de moda» si podemos utilizar otras más sencillas con un significado óptimo? Me cito a mí misma —cosa que odio, pero creo que sirve en este caso— porque «fablar la babel no dice nada / sólo demuestra el susurro del vacío».

¿Son antagónicas la mano que cuida de la mano que escribe?

Al contrario. Para mí, la mano ha de cuidar y ha de escribir. Ha de cuidar, porque vive, y ha de escribir para seguir viviendo. La mano capaz de hacer estas dos cosas, no necesariamente al mismo tiempo, es una mano capaz de conocer, de comprender al débil. Recordemos que, si por algo estamos hoy aquí, es porque una vez fuimos capaces de ponernos en pie. Es decir, de utilizar las manos. Ser útiles para los demás.

¿Qué hace falta para uno «se acostumbre al canto»?

Sentir profundos el hueco y la espina.