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Miquel Seguró

30 Abr 2018

Miquel Seguró, filósofo

“El misterio es la vida misma y eso es difícil de sobrellevar”

Esther Peñas / Madrid

Si lo raro es vivir, como decía Martín Gaite, si la vida es un abismo que arde y que (sólo a veces) ese arder regenera, si la vida es un permanente ensayo, una tentativa, un ejercicio de equilibrismo trapecista anímico y corporal… ¿qué nos reporta reflexionar sobre este acontecer mismo? En cualquier caso, hacer con la vida lo que la primavera hace con los cerezos, como escribió el poeta. Por ahí camina el pálpito. El filósofo Miquel Seguró (1979) nos invita en su último libro, ‘La vida también se piensa’ (Herder), a pensarla, a construir un criterio propio respecto de algunas cuestiones que la sostienen, a la vida misma: el amor, la libertad, lo sagrado…

Si lo raro es vivir, como decía Martín Gaite, si la vida es un abismo que arde y que (sólo a veces) ese arder regenera, si la vida es un permanente ensayo, una tentativa, un ejercicio de equilibrismo trapecista anímico y corporal… ¿qué nos reporta reflexionar sobre este acontecer mismo de la existencia? En cualquier caso, hacer con la vida lo que la primavera hace con los cerezos, como escribió el poeta. Por ahí camina el pálpito. El filósofo Miquel Seguró (1979) nos invita en su último libro, ‘La vida también se piensa’ (Herder), a pensarla, a construir un criterio propio respecto de algunas cuestiones que la sostienen, a la vida misma: el amor, la libertad, lo sagrado…

Si la vida se piensa, ¿se vive menos?


La vida se vive de muchas maneras y ninguna de ellas agota las posibilidades de vivirla de otro modo. La cuestión, pues, es cómo se vive. Hay quien dice que para vivir a fondo hay que pensar menos, lo que supondría dar por bueno que pensar es refrenar algo, seguramente el impulso espontaneo que anima el vivir. Pero paradójicamente eso ya es una consideración filosófica, porque si pensar es eso (refrenar, someter y controlar los impulsos) entonces se privilegia la noción de ratio frente a la de logos.


Me explico: razón remite a la palabra latina ratio que connota cálculo. Pero también podemos remitirla al logos griego, más polisémico, y que permitiría relacionar razón con palabra, discurso o argumento. No es lo mismo sostener que la razón es una capacidad que calcula, parcela, aquello que considera, que lo que hace es desarrollar un discurso alrededor de lo que toma como cuestión. Las implicaciones son muy distintas. En todo caso, a aquél que asuma que para vivir hay que pensar menos le diría que lo que es o deja de ser “razón” es ya de por sí una cuestión filosófica, y por lo tanto permanentemente abierta. Por eso le pediría qué motivos le hacen pensar eso.

Realmente, ¿existe un yo como tal o es una entelequia que nos construimos para sustentarnos?


Nos topamos con otro tema central y permanentemente abierto de la filosofía. Más allá de toda la amalgama de marcos sociales, antropológicos y hasta neurocientíficos que nos condicionan, que sin duda pesan y se dejan notar en la idea misma de lo que queremos decir por “yo”, mi posición al respecto es híbrida. Es decir, al empirismo le criticaría que, si el “yo” no es más que la colección de impresiones más o menos homogeneizadas, ¿cómo explicar la impresión, o afección externa, sin remitir a algo interno y diferente de lo experimentado?  Por definición una impresión es la reacción subjetiva ante algo que afecte a ese sujeto. Sin embargo, y al mismo tiempo, sostener que el “yo” puede conocerse es hacer de él un objeto, como si fuera “algo” que está ahí a disposición, obviando que el “verdadero” yo sería el que está observando a ese supuesto “yo”.


El “yo”, o el ser-mismo, o como se lo quiera llamar, escapa a cualquier objetivación. Por eso me parece sugestivo entenderlo con una imagen:  es una especie de foco que ilumina, pero que no puede iluminarse directamente. A ello habría que sumarle que no queda claro que el “yo” sea algo uniforme, por no decir que se hace muy difícil de hablar de un “yo” como una instancia clara y distinta. Freud dejó escrita mucha y consistente literatura al respecto.

¿Todo tiene que tener una explicación? ¿Por qué nos cuesta tanto convivir con el misterio, con lo inexplicable?


Agustín de Hipona decía que cuando le preguntaban qué era el tiempo, no podía explicarlo, a pesar de saber perfectamente lo que quería hablar. Es algo parecido a lo que acabamos de comentar acerca del “yo”. Por eso digo que la vida también se piensa. Porque solamente en el momento de reflexión, es decir, de alejamiento de aquello que se da por obvio, uno toma consciencia de que “vive” y las paradojas de lo que significa.


Estar vivo comporta, al menos a mí, una sensación ambigua. Es algo muy familiar, tanto que es obvio decir que se vive. Pero cuando uno lo piensa con detenimiento, es una de extrañeza absoluta. ¿Por qué vivo? ¿Por qué en esta época? ¿Por qué con este cuerpo? ¿Quién o qué lo ha decidido? Claro, son preguntas sin respuesta, se dice, pero que están ahí, y aunque se puedan obviar (“jamás lo sabrás”, me decían de pequeño) no por eso dejan de ser preguntas del todo pertinentes.
Me parece muy es sugerente que hables de misterio y no de enigma. Gómez Caffarena escribió un precioso libro que se llamaba así, “El enigma y el misterio”. El enigma es el ser humano, algo que se puede descifrar en cierto modo (somos biología, cultura, relato, experiencia, esperanza…), pero el misterio es la vida misma (“Dios”, para algunos, “materia” para otros, “nada” quizás para unos cuantos), y lo misterioso nos trasciende, nos deja con todo abierto, y eso es difícil de sobrellevar. Hay que acostumbrase a aceptar que controlamos muy poco, y eso es a lo que la filosofía nos entrena. Filosofía es una aspiración, no una consecución. Es querer saber, no administrar una determinada sabiduría. Así que por propia idiosincrasia es inquietud.

¿Por qué tiene más fama ser cerebral que apasionado?


¡A mí me sucede lo contrario! ¡“No pienses tanto”, me recomiendan! “Déjate llevar”. Y yo les pregunto, ¿que me dejar llevar por qué cosa o por quién? ¿Y hacia dónde? Y entonces dan media vuelta y me dan por un caso perdido, jajaja.
La pasión, como sugiere su etimología, nos pone a merced de algo. Somos pasivos. Y eso está bien, en parte, porque nos enseña a convivir con lo que no controlamos. Hay reacciones que jamás sospechamos que tendríamos, y las tenemos. Y eso nos sorprende, y hasta aterra. Sin embargo, también somos seres activos, responsables, y podemos hacernos cargo, dar respuesta, de nuestra reacción. Eso es lo que a mi juicio nos diferencia de la animalidad, que es impulsiva. Por eso somos seres éticos.
Seguramente lo específicamente humano sea la capacidad de compaginar las dos esferas, la pasional, si la entendemos como emoción, y la racional, si la entendemos como la capacidad de interactuar con ese substrato y darle un sentido al relato de vida que vamos construyendo. Xavier Zubiri hablaba de razón sentiente, y creo que es una manera muy pertinente de aproximarse a la realidad multifocal que representamos: cuerpo y mente, emoción y razón. ¡Todo un proyecto de vida!

Habla de la lucidez del deseo, pero lo cierto es que, curiosamente, no es tan fácil saber con exactitud qué deseamos, ¿cómo es esto?


Utilizo esta expresión al referirme a Platón. Al referirse él al eros, a la dimensión erótica del amor, traza un itinerario que va de lo relativo a lo bello en sí, lo perfecto, lo absoluto. El deseo es esa fuerza motriz que nos conduce por la vida, por eso tiene un punto de “lucidez”.
Se desea lo que se considera bueno, apetecible y que abre las puertas a una experiencia superior, o por lo menos más profunda, que completa nuestro vivir. El drama adviene cuando luego, una vez conseguido lo deseado o completado su ciclo, se cae en la cuenta de que aquello ya no es ni tan bello, ni tan perfecto, ni tan absoluto como aparecía. Y entonces es fácil que se sienta nostalgia.  A mi modo de ver eso sucede en virtud precisamente de la lucidez del deseo. Es decir, es probable que tras la melancolía que nace tras constatar que perdimos la pasión, que aquello ya no nos llena ni interpela como antes, consideremos que nos hemos equivocado, o en el mejor de los casos que hemos agotado el ciclo de aquello deseado, sí, pero no ponemos en duda que deseamos lo mejor, lo pleno, lo que nos lleva a la búsqueda de nuevas expectativas de realizar nuestras aspiraciones y capacidades. Y así el contador vuelve a ponerse a cero.
Enfocada así la cosa, es fácil deducir que la vida es deseo, un proceso inacabado de búsqueda de plenitud, un itinerario interminable de experiencias. Eso a lo que Schopenhauer llamaba voluntad.

¿Por qué es importante una ética individual, si la sociedad nos demuestra a cada instante que, como dijo Hobbes, el hombre es un lobo para los otros?


Si la ética tiene que ver con el carácter, con el sentido propio que le damos a las cosas, entonces vivir es desarrollar el sentido, el carácter, del relato que nos procuramos. Al mismo tiempo, somos seres sociales, y estoy plenamente convencido de que lo que dice Stuart Mill, cuando sugiere que mi libertad termina donde comienza la del otro, y que cuanta más felicidad haya, mejor será una sociedad, es totalmente cierto.
En el libro sugiero la expresión egoísmo ético, que a mi modo de ver permite conjugar las dimensiones individual y comunitaria, ya que al buscar mi bien, descubro que no soy tan diferente de los demás. Sin embargo, queriendo lo mismo, no todos lo buscamos de la misma manera. Por eso hay que compatibilizar lo particular con lo comunitario. Y ahí es donde propongo compaginar Kant, y el imperativo de tratarnos a cada uno de nosotros y a la vez (es decir, nosotros mismos y los demás) como fines en sí mismos, con la prudencia aristotélica que anima a encontrar el justo medio provechoso para todos en cada uno de las situaciones con las que nos vamos encontrando.
En nuestras manos está hacer del mundo un lugar mejor y más feliz. Si uno atiende a los grandes males que nos azotan, se dará cuenta que muchos son evitables. El hambre, la explotación, las guerras, el racismo, el machismo… verdaderas lacras. Por eso lo desesperante es constatar que no aprendemos y que seguimos infringiéndonos dolor gratuito unos a otros. Es absurdo, incluso desde un punto de vista utilitarista, porque todo esto revierte negativamente a nivel particular, ya que del mismo que hoy son los otros los que sufren injusticia, mañana puedo ser yo.

¿Cómo sabe uno que su manera de obrar, de pensar, de sentir, es la correcta, es ‘buena’?


Quien lo sepa que venga y nos lo explique, porque yo no lo sé. En todo caso, sí puedo proponer algo que va, empero, en sentido contrario. Es decir, en tratar de evitar lo malo. En una reciente traducción al castellano de un libro suyo, Judith Shklar propone que la política liberal tenga como prioridad evitar lo malo y desactivar todo lo que potencie su perpetuación y expansión. “El liberalismo del miedo es una respuesta a estas realidades innegables y, por tanto, se concentra en el control de los daños” (El liberalismo del miedo, p. 51).
A veces nos entregamos a grandes elucubraciones acerca de lo bueno, al bien, incluso en mayúsculas, y su contenido, olvidando que al lado pueden estar requiriendo de nuestra ayuda para afrontar un determinado problema. Algo muy concreto. Por eso creo que es más fácil llegar al consenso de que la muerte de un niño, la hambruna, la explotación despiadada de tantos prójimos, la violencia machista o el dolor que tantas personas que sufren en soledad no son ningún bien, y que es algo que nos hace a todos responsables del presente y del futuro que como humanidad nos estamos dando. 
Llevando tu pregunta a nivel personal, lo bueno para mí sería lo que nos hace felices, en el sentido aristotélico del término (eudaimonia, buen ánimo), lo que nos vuelve a llevar a la necesidad de compaginar proyecto individual con dimensión comunitaria, porque son las dos caras de la misma moneda.

¿Qué tal se lleva lo humano con lo divino?


Lo divino es una dimensión esencial de lo humano en, al menos, un sentido: es una pregunta, consubstancial, a la experiencia humana. Creo que todos podemos convenir que lo divino, entendido como la dimensión que canaliza las cuestiones fundantes de la vida, forma parte del horizonte de la experiencia antropológica. Luego, el sentido de la respuesta que se dé a esa pregunta dibuja un horizonte de experiencia humana que cada cual deberá trazar. Es decir, determinar de si es realmente es importante para él/ella saber si existe lo divino, de qué modo y qué implicaciones tiene eso para su vida.
En este punto me siento muy cercano a lo que propone Karl Jaspers. Considero que hay una Trascendencia que nos interpela, por eso nos preguntamos acerca de ella, pero no hay manera de conocerla ni de ponerle nombre. Por eso es Trascendencia. Aunque también puede que sea una proyección necesaria de la razón, una mera idea regulativa, como diría Kant. Pero en todo caso forma parte de la pregunta por la vida, de ahí que cualquier nombre que elijamos para ella no sea más que eso, un nombre, una cifra, un símbolo, de aquello a lo que remite. “Dios”, “caos”, “energía”, “vacío” o “Vida” son maneras de hablar de esa Trascendencia, por eso dicen más de nosotros que de lo divino. Así interpreto que lo propone Jaspers y así lo asumo yo.

¿Por qué tiene –al menos en apariencia- que estar reñido lo filosófico con lo religioso y ambos con lo científico?


Porque difieren en la manera de proceder. Siguiendo con Jaspers, él plantea una confrontación entre fe revelada y fe filosófica. Así que, para la filosofía, la religión, y en el caso de que la haya, la revelación, es fundamentalmente pregunta, experiencia de cuestionamiento. Para la religión, en cambio, su mensaje pretende ser un tipo de respuesta, una forma de interpretar la realidad y de religarse a algo que explica y desvela el mundo. Y eso, creo, vale tanto para el cristianismo como para el budismo, para el teísmo como para el nihilismo religioso. 
Asimismo, ciencia y filosofía se parecen, pues constituyen una aproximación a la vida desde la experiencia humana, y no desde lo que la trasciende. Por eso hasta el triunfo de la Ilustración ambas iban a menudo de la mano. De hecho, ciencia proviene de scientia, en latín conocimiento. Con el triunfo del positivismo, sin embargo, la ciencia pasó a criticar también lo que consideraba excesos dialécticos de la filosofía, una especie de residuo de los grandes relatos religiosos, barnizados con una capa de estructura racional. La ciencia se convertía en el tribunal que todo lo juzgaba. Hoy día aún pervive algo de este mito, como si “ciencia” fuera algo obvio y no sujeto a debate (Karl Popper tendría no pocas cosas que decir al respecto).
Con todo, y aunque el neopositivismo estableciera que las proposiciones metafísicas no tuvieran sentido, yo estoy de acuerdo con Zubiri en aquello de que la filosofía es materialmente igual a la metafísica. Y por eso siempre habrá pregunta filosófica. Hay cuestiones que nos exceden, y aun así no podemos dejar de hacérnoslas. Eso es la metafísica para mí: el incesante flujo de debate alrededor de estas cuestiones fundantes (Kant). ¿O es que acaso la pregunta de “por qué existe algo y no más bien nada” no aglutina cantidad de experiencias tan esenciales como son la finitud, la contingencia, la pregunta por el sentido de las cosas, etc.? Siempre habrá preguntas, así que siempre habrá filosofía.

¿Qué tal se nos da a los españoles esto de ‘filosofar’?


Pues tan bien o tan mal como en otros países. No soy de los que se sienten tentados a privilegiar una tradición o un país por encima de otro en lo que concierne a la tradición filosófica. Pongo un ejemplo: el año pasado celebramos el 400 aniversario de la muerte de Francisco Suárez, un autor prácticamente desconocido en nuestro país y sin embargo muy respetado fuera. Heidegger decía de él que había sido el filósofo más decisivo para el advenimiento de la filosofía moderna. Y así fue. Se ha demostrado que sin él la transición a la modernidad hubiese sido otra. Descartes estudió, de hecho, con sus Disputaciones metafísicas, y en Wolff o Kant se aprecian consideraciones ontológicas que remiten a Suárez. Y sin embargo, insisto, en nuestro país es apenas conocido. 
¿Qué quiero decir con esto? Que en el sur de Europa tendemos a menoscabar nuestra capacidad de generar discurso filosófico, y con ello nuestras tradiciones. Claro que para ello habría que tener un mayor apoyo institucional y no hacer de la filosofía algo accesorio en la formación de nuestros escolares, por ejemplo. Porque, como se está demostrando, hay demanda de filosofía, y la hay porque hay necesidad de pensamiento crítico y de capacidad discursiva. Lo problemático es enfocar esto como el reflejo de una moda o reducirlo  a una especie de saber práctico al servicio de una demanda concreta y puntual: ¿qué hacer con un determinado conflicto empresarial de principios? ¿Cómo cohesionar moralmente un grupo profesional? ¿o de qué modo enfocar dilemas bioéticos como la eutanasia o la interacción genética? 
Sí, la filosofía debe afrontar estos debates y desarrollarlos, e incluso proponer otros que apenas hoy oteamos (el transhumanismo, por ejemplo). Pero filosofía es más que eso: es una manera de estar en el mundo, un modo de relacionarlos con la experiencia de vivir y un modo crítico de revisar el mundo que vamos construyendo. Solamente labrándola, dándole tiempo y abriéndose a su múltiple disciplinariedad podremos llevarla a la vida y sacarle mayor provecho a nuestro proyecto de existencia. Ese es, por lo menos, mi convencimiento personal, por eso para mí la vida también se piensa.

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