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Cubierta del libro

Entrevista

23 Nov 2018

Carlos Thibaut y Antonio Gómez Ramos, filósofos

“La amargura se corresponde con el conocimiento de que lo perdido en el trauma de la injusticia, de la violencia, es en última instancia irreparable”

Esther Peñas / Madrid

La amargura. Un sentimiento con el que no siempre resulta fácil convivir, para con uno mismo, para con los otros. Pero la amargura no solo se expresa y está vinculada a una esfera más o menos privada. El espacio público, la actuación política ha ocasionado a lo largo de la historia enormes dosis de amargura a distintos colectivos y personas cuando no se produce un reconocimiento del daño causado a las víctimas. Carlos Thiebaut (Madrid, 1949), catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III, y Antonio Gómez Ramos (Madrid, 1962), profesor de Filosofía en esa misma universidad, acaban de publicar ‘Las razones de la amargura’ (Herder), en el que reivindicar una atención específica al resentimiento, más allá de la mirada de la psicología moral.

¿Cómo podríamos definir la amargura?

Antonio Gómez Ramos (AGR): En el contexto de este libro sobre el resentimiento, la amargura vendría a ser la sensación que le queda al resentido que no ha podido o no ha sabido curar su resentimiento, tanto si ello ocurre por su propia incapacidad como por la hostilidad o indiferencia que ha sufrido en su entorno social. Originalmente, la amargura es un sabor, y podríamos decir que ese sabor viene a teñir la vida entera del que padece la amargura. Sería, sobre todo, el regusto que le acompaña después de un episodio desagradable, o directamente traumático, que haya sufrido y que no se ha reparado del todo. Se deposita en un sujeto y forma parte de su existencia y de su relación con los demás. Lo que hemos querido discutir en el libro es cómo esa amargura tiene un origen político, esto es, en las quebraduras y heridas de la convivencia mutua; y por eso la amargura proporciona las razones con las que un sujeto interviene o se retrae de la discusión pública. Por eso, también, discutimos cómo, hasta cierto punto, la amargura puede resolverse o modularse políticamente, y cómo forma parte también de los sujetos incluso después de algún tipo de solución política –se trata de la amargura de la víctima de una violencia o una injusticia, la de los derrotados, pero también la de los que quedaron heridos o perjudicados en el lado de los vencedores. La amargura señala, en definitiva, a la imposibilidad de que se identifiquen las vivencias y sensaciones de una persona individual con las de lo colectivo y lo público.

Carlos Thiebaut (CT): Aflicción o disgusto, dice el DRAE. Pero tiene también un rasgo del re-gusto, del sabor de algo que queda y permanece como recuerdo de un daño, de una herida. Nosotros en el libro hemos hablado del resentimiento, y lo que en él hay de amargo, como esa conciencia emocional que permanece después de una quebradura en la vida. 

¿Es el sentimiento más autodestructivo de los posibles?

(AGR): Yo no diría que la amargura, o el sentimiento que la origina, es autodestructivo. Sin duda, limita las posibilidades de la vida de quien la sufre, y le impide tener una vida plena. Puede también dar lugar a una agresividad y violencia destructiva por parte del individuo, o puede justificarla. Como tal, antes que autodestructiva, la amargura, o el resentimiento tienen algo de estrategia defensiva, si es que no de supervivencia. En el poso de su amargura es donde un individuo puede refugiarse y sostenerse ante un mundo que le ha sido hostil y le ha hecho un daño enorme. En la amargura hay mucha conciencia de sí mismo, aunque sea una conciencia dolida. Jean Amery, cuyo autoanálisis de su resentimiento como víctima del nazismo ha sido una de las referencias centrales del libro, decía que él no era distinto de su resentimiento. De ningún modo podía ya separarse de él.

CT: No creo. Creo que el odio es más dañador. La amargura, como el resentimiento, son huella y testimonio de un daño sufrido. El recuerdo mismo, la persistencia, de ese daño no tiene que por qué ser destructor; es inevitable si es verdadero. La cuestión es cómo integrar en la propia vida esa realidad, esa cicatriz. 

¿Tiene reparación, la amargura?
AGR: El libro trata, sobre todo, de cómo la política, el encuentro con los otros, adquiere sentido a partir de la atención a la amargura de los sujetos, porque éstos entran en escena pública tanto por sus heridas y agravios como por sus proyectos y visiones plurales del mundo. Hasta cierto punto, la política está para restañar heridas previas, y en ese sentido puede plantearse reparar la amargura. Pero también la causa, y la amargura más profunda y más firme es la que nace ya después de las reparaciones de la política, que siempre son insuficientes. Puede que la amargura sea individualmente reparable –depende de los sujetos, de las situaciones, de los contextos- pero la amargura se corresponde con el conocimiento de que lo perdido en el trauma de la injusticia, de la violencia, es en última instancia irreparable.

CT: Quizá pueda diluirse su aguijón. Pero no siempre, como decía, ni es posible ni necesario. 

La amargura, ¿responde más al hecho de buscar un verdugo o a un exceso de autocrítica?

AGR: Cada situación individual será obviamente distinta. Hay enfermos de resentimiento que pueden estar ligados patológicamente a su verdugo, real o imaginario. Y los hay que se automortifican innecesariamente: la conciencia de sí que hay en la amargura se puede dar como autocrítica. Pero también hay  otras formas posibles de amargura –o hay otras figuras posibles de resentimiento– que ni buscan un verdugo ni se autocritican, sino que dan muestra de heridas más profundas y reales. Estas son más importantes para el análisis que hacemos en el libro.

CT: El resentimiento, que es lo que nosotros analizamos, sabe cuál es su causa, quién infligió la herida. Y no es, entonces, búsqueda un culpable –se conoce. Pero la amargura tiene más sabores: a veces, en el victimismo, se buscan culpables, otras el victimismo surge de una errada, por narcisista, exagerada autocrítica. Pero de ahí no se sigue que toda autocrítica tenga que concluir en amargura; hay formas de autocrítica que son, por el contrario, liberadoras: saber en qué erramos puede ser una lección aprendida. 

¿De qué modo, si es que lo estuviera, está vinculada la amargura a lo simbólico?

AGR: Como todo sentimiento profundo, y muy subjetivo, la amargura tiene bastante de inexpresable, o de inefable. No es fácil darle salida comunicativamente; y el problema político, como analizamos, es que los caminos y luchas políticas aprovechen y exploten esa amargura, o bloqueen y ahoguen sus posibilidades de manifestarse. Lo simbólico juega un papel importante, tanto a favor como en contra, a pesar de que su relación con la amargura real es distante. Banderas, conmemoraciones, discursos, ritos –todo eso apela a la amargura y la manipula, la hiere o, quizá, la deja ser. Lo simbólico puede ser fundamental, sobre todo en el espacio público, pero es una peligrosa ilusión esperar que vaya a ocupar el espacio de la amargura.

CT: No sé si entiendo qué quieres decir por “simbólico”, pero no hay ninguna experiencia ni ninguna emoción que pueda ligarse de significados y entramados culturales, los propios; consiguientemente, siempre están llenas de imágenes, valores, símbolos. Es interesante, y necesario, saber percibir la simbólica particular de cada experiencia de negatividad.

¿Se necesita del otro para salir de ella?

AGR: Sí, claro. Y también para estar en ella. Sin otros, sin el desencuentro con los otros, no habría daño ni amargura. Pero, en última instancia, la amargura es siempre de uno mismo, nada más.

CT: Siempre están los otros: como aquellos a quienes nos dirigimos para entendernos y de aquellos a quienes nos acudimos para clausurar heridas. Nunca estamos solos, excepto cuando nos aíslan o nos aislamos –y entonces los otros, el o la otra, están presentes como anhelo. 

¿Qué tipos de hechos son los que causan una mayor amargura?

AGR: Desde luego, los que vienen del daño hecho por otros. Por otros a uno mismo, o por otros a otros. Hay la amargura por la injusticia sufrida y la amargura por la injusticia del mundo. Pero lo que analizamos sobre todo en el libro como problema político es, no tanto a amargura que resulta del daño, como la que resulta de un reconocimiento insuficiente del daño. La que resulta de que las política, las instituciones, el sistema social, no sea capaz de reconocer, de verse concernido, por el daño existente en su seno. Casi todos los problemas de memoria histórica, de injusticia y desigualdad económica, de discriminación racial y también de género, en sus múltiples formas, tienen que ver con esa falta de reconocimiento y son fuente de amargura.

CT: Los que destruyen la vida, los que la “desolan”, la devastan. Pero en esa categoría entran muchas cosas. Para Améry fue su tortura –la tortura siempre es emblemática de esa destrucción. 

¿Se puede convivir con alguien resentido/amargado?

AGR: Por supuesto, es difícil, hasta lo imposible a veces. Siempre depende de en qué se funde la relación de convivencia. Pero aquí haríamos la distinción entre, por un lado, la convivencia privada, íntima, entre dos sujetos individuales –una pareja, unos amigos, una familia– que forma parte de lo privado y de sus propios motivos y estrategias para afrontarla, que van desde el amor al interés, y la convivencia pública. Sobre la primera, no decimos realmente nada en el libro, pues sería un problema de otro orden. Sobre la convivencia pública, o sobre la cuestión política, es ciertamente muy difícil, casi imposible. Pero, en gran parte, lo político consiste justamente en eso: los sujetos siempre entran en la discusión política con su resentimiento; además, a diferencia de la vida privada, aquí no cabe darse la vuelta y empezar en otra parte. La democracia de verdad consiste seguramente en no cerrar los ojos a eso, y abrir espacios para que, en la medida de lo posible, las razones del resentido entren en la discusión.

CT: Margarite Duras no pudo hacerlo con Antelme. Siempre es duro o difícil convivir con quien sufre lo que ahora se llama síndrome de estrés post-traumático. Que sea difícil no significa que sea imposible: tenemos muchas historias de cuidado y cercanía a/con quien fue herido.

¿De qué depende que uno opte por la amargura como respuesta, como manera de estar en el mundo?

AGR: Se supone que son circunstancias y capacidades personales; pero es difícil apelar aquí a decisiones individuales a las que culpar o responsabilizar.  Sin duda, hay individuos más propensos a sumirse en un pozo de amargura que otros; pero a  lo que atendemos en el libro es a cómo lo político da o no salidas a la amargura y crea formas de justicia que traten de restaurar el daño ocurrido. A veces, lo político fracasa en eso y la amargura de un individuo es resultado de ese fracaso: digamos que la amargura de las víctimas no atendidas de dictaduras, por ejemplo, sería así. Lo verdaderamente justo, en cambio, se daría cuando el individuo no tiene más amargura que la que él mismo se ponga, no la que le impongan desde fuera. Incluso después de haber recibido justicia, uno puede sentir amargura, porque el daño era irreparable: pero esa amargura ya es cuestión de uno mismo.

CT: En Améry hay una decisión casi política: que mi daño recuerde la mentira que ahora (en la Alemania postbélica) se vive. Puede, entonces, ser un testimonio crítico que denuncia. Eso podría explicar la opción por la que preguntas.

¿Ellos son más tendentes a la amargura que ellos?

AGR: Supongo que la pregunta quiere decir si ellos o ellas son más propensos a la amargura, o si hay aquí una diferencia de género. Es posible que sí, tanto en la amargura como en el modo de afrontarla, con más silencio o con más agresividad. Pero me faltan todos los conocimientos y datos para decir cómo estaría aquí marcada la diferencia de género.

CT: No percibo muchas diferencias de género en el resentimiento/amargura como elaboración y persistencia del daño en la memoria. Por ejemplo, Ajmátova eleva un monumento y un universo simbólico de máxima potencia en Requiem. La víctima –que no el victimismo—tiende a tener figura, forma, voz, de mujer. La percepción, la escucha del dolor y de la pena femeninas (por no decir, directamente, de la violencia que sufre) siempre estuvieron presentes en la cultura, pero ciertamente los últimos decenios los han subrayado.
Pero quisiera rehuir de estos estereotipos de género, que creo que no ayudan, aquí, a percibir el daño mismo. Lo importante es cómo esa persona –mujer, hombre, como se defina genéricamente a sí misma—elabora y expresa su experiencia de daño.