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Fernández Miranda

Lecturas

4 Nov 2019

Pablo Fernández Miranda, escritor

“La mayoría de los 'niños de Rusia' se sienten como una familia”

Esther Peñas / Madrid

Con la expresión ‘Niños de Rusia’ o ‘Niños de la Guerra’ denominamos a los miles de menores de edad enviados al exilio durante la Guerra Civil española desde la zona republicana a la Unión Soviética, entre 1937 y 1938.

Si en un primer momento recibieron un cálido recibimiento así como un acogedor trato por parte de las autoridades soviéticas, con la entrada de la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial y la invasión nazi de las zonas en que se encontraban las casas donde estaban alojados, tuvieron que sobrellevar la dureza de la guerra.

Cada uno de esos niños tiene su propia historia. Pablo Fernández Miranda cuenta la de su propio padre que, en cierto modo, también es un poco la del resto de niños que fueron evacuados, como él. El resultado, un libro emocionante, contenido, ineludible. Pisaré las calles nuevamente (Fundación Sindical de Estudios).

Rusia momentos antes de la Guerra Civil?

La enorme capacidad de las personas, especialmente de los niños y jóvenes, para salir adelante en circunstancias tan difíciles como el exilio, separados de sus familias, con un idioma desconocido y atravesando dos guerras y la terrible posguerra en la Unión Soviética. La gran mayoría lo logró y además con una sólida formación humana y profesional. 

Durante la investigación, ¿qué hallazgo fue el que más le conmocionó?

Íntimamente, me impactó encontrarme en “la red” con el nombre de mi abuela Catalina; escribió decenas de cartas indagando por su hijo, la referencia de una que había llegado hasta él en la URSS y se conserva en un archivo en Rusia, saltó en la pantalla del ordenador. Eso corroboraba lo que me habían contado de pequeño y tenía grabado en mi memoria. 

Desde otro punto de vista, una vez publicado el libro, ha sido como un imán que atrae eslabones que van encadenándose. Son historias de compañeros suyos que, ellos mismos o sus familiares, me han ido desvelando. Cada una podría ser una novela; siguen fluyendo y me siguen conmocionando cada día.

¿Es posible pisar las mismas calles nuevamente o, como decía Heráclito, uno no puede bañarse dos veces en el mismo río?

Heráclito llevaba razón. Por mucho que la determinación e ilusión de ellos era “pisar” nuevamente las calles de su infancia, recuerdos de sus juegos y paseos de la mano de sus madres, las calles habían cambiado. En el caso de Tino, por más que lo procuró (y eso que él contó con el apoyo total de su familia) tuvo que acabar marchándose de Oviedo por la persecución a la que fue sometido en aquella negra España. 

De entre los tantísimos nombres personales, usted se fija en la historia de Tino, su padre. ¿Se hace más difícil contar la historia propia que la ajena?

Desde luego, en mi caso, sí. He tenido el empeño de intentar que el relato esté acorde a su personalidad. Eso ha supuesto un ejercicio de contención y sobriedad. Si hubiese sido una persona ajena hubiese sido más prolijo en detalles de su participación en esa tremenda guerra en el frente de Leningrado y en los sufrimientos en los campos de concentración. Cosas que sé por sus compañeros y por documentos porque él no quería hablar de eso. No quiso exaltar esas cosas y he tenido que cortarme algunas alas narrativas. 

¿Qué fue lo más difícil para Tino, cuando se marchó y cuando regresó?

Cuando se marchó, sin duda la separación de la familia. En su caso había salido dos días antes de la sublevación del 18 de julio a un campamento de verano para quince días y la guerra los separó durante más de un lustro. Con doce años se le ocurrió grabar en un pupitre su nombre, la fecha y la palabra “Rusia”. Esa fue la primera pista que tuvo su familia en sus indagaciones.

Cuando regresó le ofrecieron publicar declaraciones en los periódicos hablando mal de cómo les habían tratado en la URSS. No aceptó y a partir de ahí se le impidió trabajar, no le reconocieron los estudios que había completado, tenía que presentarse a comisaría cada dos por tres; así durante cerca de dos años, cada vez peor hasta que supo, por un soplo, que una noche iban a ir darle el “paseo” y tuvo que salir de Oviedo con lo puesto. 

¿Qué tienen en común los niños que desembarcaron en Rusia?

La inmensa mayoría de los que he conocido son personas con un sentido común como la copa de un pino, sensatos, muy trabajadores y disciplinados. La mayoría se sienten como un colectivo, como si fuesen familia. No son personas con rencor. Siempre que tienen ocasión reivindican la paz y el progreso. Hablo en presente de ellos porque así les imagino. Obviamente van quedando muy pocos, pero ni en su ancianidad pierden esos valores.  

Rusia, ¿fue más madrastra que madre para estos niños?

Prácticamente la totalidad la ven como una madre cuidadosa en su infancia. Para todos es su segunda patria. La primera, incluso para los que se quedaron allí siempre, es España. Es importante entender que ellos, como niños, vivieron en una burbuja sin saber, hasta mucho después, lo que ocurría durante el estalinismo. Claro que de mayores son conscientes de eso, pero eso no quita para que el vínculo afectivo y cultural con el país sea muy potente. Ya en los años cincuenta, en todo caso, fue un padrastro frío y burócrata, aunque siempre cumplidor con sus deberes de proveer y educar.

Hay un libro que escribió colectivamente un grupo de ellos “Nosotros lo hemos vivido” en el que acaban refiriendo por qué están agradecidos: van desgranando que los alimentaron cuando llegaron con hambre, los asearon al llegar sucios, los educaron, mezclaron sus sangres durante la guerra y acaban diciendo: “Por si no fuera suficiente, muchos hemos dejado allí, en las mejores manos, lo que más queremos: nuestros hijos y nietos”.

¿Cree que se ha hecho justicia con estos niños?

En absoluto. Mientras que la embajada rusa, cada año hasta su fallecimiento, a mi padre y otros muchos les invitaba a los homenajes como defensores de Leningrado o combatientes y les escribía el presidente de Karelia, en casa jamás se ha recibido siquiera una carta de ningún organismo español. Mucho menos ha habido reconocimiento colectivo como defensores de la libertad, y por la enorme aportación de la cultura rusa y española recíprocamente. Me decía un investigador amigo que se podría escribir la historia del siglo veinte a través del periplo de ellos. ¡Nada! Como si no hubieran existido.  

¿Por qué la decisión de entreverar la narración con poemas?

Una imagen vale más que mil palabras. Pues una estrofa vale más que mil párrafos. Encontré en ellas la plasticidad de los sentimientos de los protagonistas y la complicidad de sus creadores (o las fundaciones que los representan en el caso de los ya fallecidos) que me los brindaron en cuanto se lo pedí. Dos ejemplos: Me imaginaba a Catalina escribiendo cartas y cartas como si fueran botellas con mensajes al mar y me encontré con Gloria Fuertes: “Miradme aquí/clavada en una silla/escribiendo una carta a las palomas/…” Y acaba con un lamento: “¡Si no sé nada!”
Y, para acabar, ¿Qué mejor expresión de la desesperación de una guerra que la de Ángel González?: “Murió quien pudo/quien no pudo morir/siguió andando”.