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Ramón del Castillo

Entrevista

5 Mar 2020

Ramón del Castillo, filósofo

“Una de las cosas que se nos está impidiendo es justamente ser rutinarios”

Esther Peñas / Madrid

Si en su anterior libro, El jardín de los delirios, Ramón del Castillo (Madrid, 1964) sospechaba (y embestía) de la sacralización de la naturaleza desde una óptica marxista y materialista, en su nuevo libro Filósofos de paseo (ambos de Turner) reflexiona sobre la relación entre paseo y pensamiento, acompasando a nombres como Adorno, Heidegger, Sartre… y hasta Walser, que murió paseando. Más allá de las ideas de cada uno, lo que hace del Castillo es profundizar en sus contextos, en los parajes que frecuentaban.

¿Qué relación existe entre la manera de moverse y la manera de escribir? ¿De qué modo incide el contexto –el paisaje- en el pensamiento del filósofo? 

Rebecca Solnit en Wanderlust y Merlin Coverley en The Art of Wandering relacionan ciertos estilos literarios con la costumbre, o pasión, o necesidad de caminar, desde la Ilustración y el Romanticismo hasta la psicogeografía del siglo XX, en Alemania, Francia, Reino Unido y Estados Unidos. En el libro me propuse no volver a contar historias que otros y otras cronistas ya han narrado muy bien sobre ciertos escritores y escritoras. Algunas de esas historias las contaría de otra forma (por ejemplo las relativas a Virginia Woolf), y añadiría personajes a ellas (como a Ingeborg Bachman) pero en el libro preferí concentrarme en las deambulaciones de algunos filósofos por parajes naturales. Me planteo una cuestión aparentemente sencilla: ¿Por dónde han preferido caminar? ¿Jardines coloridos o bosques misteriosos? ¿Cimas montañosas o pueblitos con encanto? ¿Qué pensamientos les inspiraron los espacios naturales? ¿Qué ideas tenían sobre la naturaleza?

En El jardín de los delirios se paseaba con gente de verdad, aunque parecieran personajes de ficción. En Filósofos de paseo se siguen los pasos de pensadores desparecidos, son paseos con fantasmas del pasado, fantasmas de la filosofía, si quieres decirlo así. La prensa dijo que el otro libro reunía expediciones mentales. Este es una colección de “excursiones históricas”. Es una forma de hacer historia de las ideas. La crónica está documentada y proporciona materiales para profundizar en las ideas de cada pensador, pero en vez de exponer sus doctrinas de forma abstracta se los acompaña por los escenarios que frecuentaron.

¿Por qué uno “se ahogaría en la pecera de la filosofía de no existir el tubo respiratorio de la literatura”?

Cuando digo que la literatura me ha servido como tubo respiratorio, no quiero decir que la literatura no haya circulado por los espacios de la filosofía. Lo ha hecho, pero creo que la filosofía siempre trata de dominar a otros discursos. Es como un anfitrión que aparenta ser cordial para dominar mejor a su invitado. Incluso cuando los filósofos proclaman que la palabra poética es superior, lo hacen para atribuirse a sí mismos el título de intérpretes supremos. La veneración filosófica por la literatura ha servido para marcar la distinción filosófica. Las solemnes exégesis filosóficas de la literatura son estrategias para preservar la superioridad de la filosofía. El culto de la filosofía a ciertas literaturas no ha fomentado su apertura, para nada. En mi caso, encontré fuera del campo filosófico dos cosas: no sólo otras literaturas de las que no se hablaba, sino también otras formas de leer y de hablar de todas las literaturas. Mi forma de estudiar literatura (y filosofía) se vio más influida por el estilo de comparativistas, de historiadores y de críticos culturales. 

En lo que respecta al libro, me ocupo principalmente de filósofos, pero sale a escena Heine, y sobre todo Walser y un escritor del Reino Unido que me impresionó mucho hace años. He tratado de mantenerme dentro del campo filosófico, pero acabo desviándome hacia la literatura, y hacia un par de escritores que no suelen salir en la historia del caminar, que se está poniendo de moda. Si hubiera añadido más paseantes no habría sido a filósofos como Walter Benjamin (sobre el que pesa una saturación de opiniones), sino a un escritor como Franz Hessel, cuya obra, creo, se ha simplificado, y sobre todo a un compañero de vida y de excursiones de Adorno, el gran Krakauer, cuyas crónicas se han ha ignorado (los escritos que se han editado con el título Calles de Berlín y otras ciudades me encantan).

Quizás la escritura inspirada por el caminar no puede ser como la que gusta a la filosofía. Puede que un pensamiento basado en el caminar sea incompatible con una filosofía obsesionada con llegar al fondo de todo. Caminar inspira un tipo de pensamiento transitorio y contingente, y no un sistema de ideas que pretende revelar el destino del hombre en el cosmos o la dirección en la que sopla el viento de la historia. 
Esta duda explica que haya también alusiones a escritores, o que un mensaje implícito del libro sea que la literatura se toma mucho más tiempo que la filosofía en prestar atención el mundo por el que deambulamos. La profundidad que obsesiona a la filosofía a veces hacer perder sensibilidad para muchos asuntos. Con esto no quiero decir que haya que ser más emocional. Lo que hay que ser es mucho más observador.

¿De qué depende que el caminar quede del lado del sosiego o del lado de la angustia, de la agitación?

Depende de cada paseante, claro. Algunos siempre caminan serenos, otros un tanto alterados. A veces un mismo paseante puede tener las dos experiencias. Lo que me interesa en este libro es huir de esta moda, tan políticamente correcta, según la cual caminar es intrínsecamente gozoso y edificante. Lo puede ser –claro-, y hay que celebrarlo, pero también es algo bastante más complicado y fascinante, y nuestra sociedad tiende a ocultarlo. En El jardín de los delirios ya hablé de formas de pasear que son muy humanas, pero que quizás no son aceptables para un moralismo que confunde la felicidad con las emociones positivas, o la actividad con el movimiento incesante, o la serenidad con la plenitud. En Filósofos de paseo hay pensadores que desfilan solemnemente en busca de la autenticidad, pero también aparecen viandantes insignificantes y locos que no pueden estar quietos. El libro acaba con una especie de vindicación de los paseantes invisibles, discretos, y de un escritor suizo inclasificable que se asocia con la literatura del absurdo. Sí, Robert Walser es el ejemplo de una especie de superficialidad literaria que, sin embargo, a veces resulta más elocuente que las sesudas meditaciones de los grandes pensadores. En ocasiones la literatura se toma mucho más tiempo que la filosofía en observar el mundo por el que deambulamos. La profundidad que persigue la filosofía puede hacer perder sensibilidad para muchos detalles. Con todo, hay pensadores que, a su manera, intentaron salvar con su prosa cosas mínimas, secundarias, absurdas (Adorno, por ejemplo). Un caso muy peculiar en el libro es Sartre: aludo a un jardín que aparece en El ser y la nada, pero sobre todo al jardín de La náusea. Le doy más importancia a la novela que al tratado. En esto no he cambiado: cuando era estudiante devoré al Sartre escritor (la trilogía de Los caminos de la libertad, los cuentos de El muro, o su autobiografía, Las palabras) pero a veces me cansaba el Sartre filósofo, al que estudié sesudamente entre muy buenos especialistas de fenomenología. Por otro lado, en el libro hay un pequeño sendero muy importante para mí, un camino hacia las memorias de Simon Beauvoir, que me parecen increíbles, y a sus paseos por la costa. 

Me parece que hay cierto ensañamiento hacia Heidegger, filiaciones nazis aparte…

No creo que “ensañamiento” esa sea la palabra adecuada. Ensañarse es ser cruel sin necesidad pero yo soy crítico por necesidad. Coloco en contexto ideas de Heidegger sobre el caminar y el habitar que han inspirado formas de ecología reaccionaria y discursos de arquitectura presuntuosos y conservadores. Eso no es ensañarse, sino hablar de cosas de las que no se quiere hablar pero de las que merece la pena hacerlo. Estudié con detalle a Heidegger en la universidad y asistí a los debates de finales de los ochenta sobre Heidegger y el nazismo. A mí este tema me cansaba: no se podía hablar de la banalidad de Heidegger (que yo no entiendo, por cierto, como ahora la entiende Nancy, sino de una forma mucho más política). Declarar a Heidegger como un gran culpable, proclamar que su error fue inmenso, toda aquella inmolación de la filosofía era, irónicamente, otra forma de darse una gran importancia, una forma de salvar su grandeza, una impostura a fin de cuentas (esto lo ha sugerido alguien, por cierto, con quien no suelo estar de acuerdo, excepto en este punto: Badiou en Manifiesto por la filosofía).

Leí muchos libros sobre Heidegger durante aquellos años, aunque curiosamente el que más me gustó fue uno (L’Ontologie politique de Martin Heidegger, de Pierre Bourdieu, 1988) que fue ninguneado por la filosofía española (también el de George Steiner, por cierto). En 1994, después de tomar cursos sobre la primera época del pensamiento de Heidegger traduje para una revista de la UCM un artículo de Jeffrey Barash (“Martin Heidegger in the Perspective of the XXth Century. Reflections on the Heidegger Gesamtausgabe”, publicado en 1992 en el Journal of Modern History) y me interesé mucho por la aversión de Heidegger hacia los historiadores y las ciencias sociales. Barash había publicado ya un libro en 1988 sobre Heidegger y el significado de la historia, pero en 1995 publicó otro todavía más interesante, Heidegger et son siècle: Temps de l'Etre, temps de l'histoire, que en los años noventa Bourdieu mencionaba cuando analizaba la relación entre Heidegger y la construcción del aristocratismo filosófico (por ejemplo en Meditaciones pascalianas). A mi este asunto del desprecio a las ciencias sociales me parecía tan relevante como el otro (el del nazismo), porque esa actitud de Heidegger seguía viva y generalizada en muchos sectores de la filosofía. Como dijo Bourdieu “más allá de las divergencias filosóficas y las oposiciones políticas, Heidegger ha podido convertirse para muchos filósofos en una especie de garante del pundonor de la profesión filosófica al asociar la reivindicación del distanciamiento del filósofo respecto al mundo corriente con su altivo distanciamiento respecto a las ciencias sociales, ciencias parias cuyo objeto es indigno y vulgar” (Bourdieu, Meditaciones pascalianas, pp. 41-42). Incluso hoy, las conversaciones entre Badiou y Nancy sobre la influencia de la filosofía alemana en Francia eluden este problema: que Heidegger siguió inspirando ciertas formas de soberbia filosófica en Francia, detectable en Derrida y en otros autores.

En el libro explico por qué la obsesión de Heidegger por el arraigamiento es otra forma de altanería que atrajo a los arquitectos. Me parece, por ejemplo, que la forma en la que Peter Zumthor hace resonar la jerga de Heidegger sobre en sus escritos es un truco: vindica la simplicidad y la autenticidad, pero de un modo presuntuoso. Por otro lado, el libro de Adam Sharr sobre la cabaña de Heidegger no fue leído por filósofos en España, como si fuera un tema menor, propio de arquitectos, pero es un estudio sumamente relevante para entender su filosofía (Sharr también escribió otro libro, Heidegger for Arquitects que deberían leer los estudiantes de filosofía, no solo los de arquitectura). 

Por su parte, sectores de la ética ambiental han convertido algunos opúsculos de Heidegger sobre el habitar y la técnica en un mensaje oracular y un catecismo ecologista. Nadie parece interesado en relacionar a Heidegger con el ecofascismo que estaba a su alrededor (y que resurge hoy día, por cierto), ni en analizar la vacuidad de su gran cuento sobre la decadencia de Occidente. Es curioso ver cómo se sigue usando a Heidegger en discursos solemnes sobre el desarraigo, sin tener en cuenta las implicaciones políticas y sociales (Harvey lo ha explicado bien y lo menciono en el libro). También digo que el ceremonial con que Heidegger describe el caminar también expresa desdén por el mundo común (habrás observado que salen flores dos veces: cuando ignoró las que le compraron sus estudiantes y las Celan vio cuando subió a verle a la cabaña). Construyo historias así, con detalles que me parecen más que llamativos. Para mí la época de Heidegger no fue un tiempo de magos (como sostiene Wolfram Eilenberger en su libro), sino un tiempo de cegueras, que no es lo mismo. Por otro lado, debo decir que no he sido el primero que ha criticado la topofilia y  la falta de horizontes de Heidegger. Sloterdijk lo ha hecho y lo cuento en el libro, solo que él lo hace de una forma panorámica y solemne, mientras que yo lo hago a ras de suelo y más rapsódicamente. 

Entre lo frondoso de un bosque, una pradera, una dolina, y los jardines ¿hay distinción a la hora de que brote la genialidad del filósofo?

Para algunos filósofos los jardines (ni siquiera los privados) no parecen estar a la altura de su pensamiento. De esto ya hablé en El jardín de los delirios. Son espacios demasiado comunes, llenos de distracciones y de mucha gente. A otros sí le gustan, ¿pero de qué tipo? A Hegel no le gustaban los jardines ingleses y a Nietzsche le encantaban los italianos (en el libro se explica por qué). A Sartre le pasaron cosas desagradables de niño en un parque urbano y no le gustaban nada. En realidad, le desagradaba todo lo vegetal, e incluso todo lo orgánico. No es una casualidad que la escena famosa de La náusea tenga lugar en un parque urbano. A otros pensadores, en cambio, les fascinaba emboscarse como si el bosque fuera una garantía de profundidad. Una de las cosas más desagradables de Heidegger no es que ignore la vida vegetal y animal del bosque, sino que describa a sus moradores de una forma tan esquemática. Para mí no los dignifica, sino que los simplifica. Reducir todo a lo esencial a lo elemental no me parece precisamente un signo de genialidad. Mi historia no es una historia edificante sobre la armonía entre el arte de pensar y el arte de caminar. Al revés, pongo en duda que los filósofos realmente sean capaces de pasear de ciertas formas.

¿Cómo impedir –si es que procede- que el paseo se convierta en rutinario?

¿Y si está bien que sea rutinario? La obligación del cambio es otro dogma actual: se supone que debemos disfrutar constantemente de cosas nuevas, que debemos perseguir la variación continúa, pero ¿por qué? Hay paseos rutinarios maravillosos. Aunque suene raro lo que voy a decir, una de las cosas que se nos está impidiendo es ser justamente rutinarios. Nuestra vida no solo trascurre rápidamente, sino que es dispersa; se nos obliga a ser móviles para que en el fondo no cambie nada y demos vueltas sin cesar, repitiendo lo mismo sin darnos cuenta. Lo rutinario, en cambio, no tiene por qué ser repetitivo. Pasa lo mismo con el aburrimiento: se impide que los niños se aburran, se prohíbe que los adultos vaguen, vagabundeen, justamente porque el aburrimiento puede llevar a no se sabe dónde. Es imprevisible. La obsesión de hoy día con que los paseos tienen que proporcionarnos experiencias plenas, que tienen que satisfacernos, también es parte de la industria de la felicidad. La hiperactividad no es lo mismo que el movimiento. Francesco Carei lo dijo muy bien: uno de los elementos esenciales del arte de caminar es parar, detenerse. 

Quien camina, ¿sale al encuentro de o huye de?

De esto ya hablé en El jardín de los delirios. Insistí en distintas formas de evasión y dije que algunas hay que evitarlas, pero otras no. Hay quienes caminan decididos en busca de algo que definen como su meta y quienes huyen de algo pero sin ponerse un destino; hay quien camina para recordar y quien camina para olvidar, quien camina para volver a algún sitio y quien lo hace para dejarlo atrás. También critiqué la figura del flâneur exquisito y distante y hablé de otros tipos de paseantes más desasosegados (los que Sinclair describe como stalkers). Después de publicar el libro, di dos cursos sobre psicogeografía y entendí mejor otras variedades de paseantes. Ya había leído algunos libros de las paseantes que menciona Rebecca Solnit o Merlin Coverley, y también a Karin Sagner en Mujeres que pisan fuerte y a Anna María Iglesias en La revolución de las flaneuses, pero en el grupo descubrimos y compartimos muchas otras formas de deambulación (literariamente hablado, pero no sólo). Visto todo lo que descubrí, creo que se pasea por muchas más razones que encontrar o huir. Por otro lado, si la historia del caminar se separa de la sociología urbana y de otras disciplinas, pierde sentido. Hay que leer relatos de caminantes a la vez que se consultan datos sobre la construcción social del espacio que aportan el urbanismo, la geografía política, la psicología y la historia social. El culto al paseo como fuente de experiencias personales es otro producto de la industria del ocio. Pero la propia idea de un paseante solitario tiene su historia, su génesis y sus condiciones. Una cosa es defender el paso a solas y otra cosa confundirlo con una experiencia al margen de la sociedad. La idea de que el paseo te libera de las ataduras sociales ha tenido lugar en una sociedad muy concreta. Curioso, ¿no? 

¿Nuestra experiencia con la naturaleza, como apunta Adorno, es “siempre y desde el principio una experiencia mediada histórica y socialmente”?

Sí, pero Adorno no dice eso de un modo habitual. Cuenta una larga historia que arranca con Kant y las reflexiones sobre lo “bello natural”. Y también dice que hay que ver todo lo histórico como naturaleza. Me interesa mucho esa doble forma de mirar, dialéctica, pero la aclaro desde el punto de vista del propio Adorno como un observador itinerante. En su libro sobre Adorno en Nápoles, Martin Mittelmeier organiza todos los datos para apoyar una tesis que tiene clara de antemano. Yo no hago eso. Más bien voy de acá para allá con Adorno, viendo cómo describe lo natural como histórico y lo histórico como natural, y luego dejo el asunto en suspenso. Si se quiere entender mejor esa curiosa idea, entonces digo a dónde acudir, por ejemplo, a un estupendo estudio de la profesora canadiense Deborah Cook, Adorno on Nature, que menciono. En mi crónica, en cambio, ofrezco al lector una forma de meterse en ese lío sin necesidad de tener grandes conocimientos sobre el concepto de Naturaleza en Hegel, Feuerbach, Engels, Marx, y en el propio Adorno. Si tuviera que aclarar mi posición sobre estos temas, tendría que hablar del libro de Alfred Schmidt sobre el concepto de Naturaleza en Marx, y de las críticas que le hicieron Neil Smith y Phil O’Keefe en Geography, Marx and the Concept of Nature. Escribí Filósofos de paseo con estas cosas en la cabeza, pero no las puse en primer plano.

De los pensadores que convoca en estas páginas, ¿con cuál saldría a dar un largo paseo? Y si pudiera escoger, ¿por dónde triscarías?

Creo que muchos de ellos me pondrían la cabeza loca. No creo que fueran capaces de pasear callados. Quizás Heidegger lo haría (me recuerda un amigo mientras te contesto), pero no sé si soportaría la importancia que daría a su propio silencio. La verdad es que no sé por dónde preferiría pasear. Quizás sería divertido deambular con Adorno por Disneylandia y disfrutar de las frases rebuscadas que se le ocurrían, o meterse en una selva tropical con Sartre a ver qué cara se le ponía. En fin, quizás preferiría no hacerlo. Lo mismo, como sugiero en el libro, es mejor pasear con escritores. Desde luego, me alegraría un montón estar sentado en un banco de jardín y ver pasar a Walser, aunque no estoy seguro de si me atrevería a entablar conversación con él y caminar juntos.