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Marcos Obregón

Entrevista

29 Abr 2022

Marcos Obregón, activista y escritor

«La locura tiene muchos puntos en común con la sensación de extranjería»

Esther Peñas /

Marcos Obregón (Barcelona, 1973), compaginaba su profesión en el mundo editorial con su vocación de actor. Hasta que una aguda crisis ocasiona múltiples ingresos psiquiátricos. Recibe un diagnóstico: trastorno bipolar. Pero se revela contra algunas de las consecuencias que, a menudo, supone un diagnóstico: a que acapare su identidad, a ser mirado como un sospechoso, a recibir un trato condescendiente. El resultado de su experiencia y sus reflexiones es un libro honesto, incómodo, Contra el diagnóstico (Rosamerón).

¿Cuándo se hace necesario el diagnóstico (hay tantas personas en la incertidumbre de no saber qué les ocurre) y cuándo hay que revelarse ante él?

En realidad, no creo que sea necesario nunca. A pesar de que pueda significar un alivio cuando te llega o lo recibes por primera vez, es así porque, por fin, hay un nombre para algo invisible. Es un nombre que de alguna forma circunscribe el sufrimiento que quizá lleva mucho tiempo deambulando en uno. Por eso quizá tiene algo de «¿veis como no me lo inventaba?». En el caso de la fibromialgia también se recibe con esa significación. Parece que si no hay nombre tampoco sufrimiento, no hay dolor. Pero te decía que no creo que sea necesario. Podríamos reconocer ese sufrimiento sin necesidad de constreñirlo en una palabra que, además, se ha convertido en adjetivo denigratorio. Un esquizofrénico, un bipolar, son insultos. No dicen nada de la persona. Más bien lo contrario. La invisibilizan. La cuestión es si estamos dispuestos a poder legitimar el sufrimiento, en algunos casos extremo, legitimar también las dificultades que supone vivir con angustia, sin la necesidad de simplificarlo en una categoría descriptiva.

¿Qué hace falta para aceptar una enfermedad y evitar ese escotoma del que usted habla?

La cuestión es que la psiquiatría o el sistema de salud mental occidental cuando insiste, casi de forma obsesiva, para que el que sufre acepte la enfermedad, no está hablando de si eres capaz o no de identificar tu propio sufrimiento o unos síntomas. Cuando se dice «aceptación de enfermedad» se refiere a la «aceptación de esa categoría». Te hago una pregunta que escuché en una ocasión al antropólogo y amigo Martín Correa: ¿Quién aceptaría un título como el de esquizofrenia, conociendo las connotaciones? Así que aceptar la enfermedad es perder tu identidad, la que sea que hayas tenido hasta entonces. Para pasar a ser considerado una identidad enferma. Nadie de aquí quiere esa identidad. La resistencia a esa aceptación de la que hablas no va ligada a la falta del reconocimiento de todo lo que duele. Nosotros mejor que nadie sabemos de nuestro sufrimiento. La resistencia es a lo que llama mi compañera Mica una «identidad enferma».

¿Qué cosas habría que desmontar de la enfermedad mental?

Por desgracia, casi todo. Se ha construido la idea de enfermo mental como persona sospechosa y culpable. El lema en Cataluña hace dos años del Orgull boig (día en que festejamos y reivindicamos que el malestar venga libre de esa culpa censora y detractora, que las formas de percibir o canalizar la existencia no sean sancionadoras) fue: «Ni culpa, ni vergüenza: Orgullo». Vamos recorriendo un circuito médico aparte de la sociedad. Una vez entras en él, y entras en él cuando se instala el diagnóstico, parece que el camino posible es el dictado con el fin de curarte. Pero no hay cura posible, pues en muchos casos la angustia tiene que ver con la existencia o simplemente eso que llamamos enfermedad representa formas incómodas de canalizar lo que supone vivir en un mundo excesivamente cruel y exigente, pues uno queda suspendido el resto de la vida en una pretendida cura que no llega.

El trastorno bipolar es casi una moda (la moda negra, lo llamó el psicoanalista Darian Leader) que promueve la industria farmacéutica, según algunos expertos. ¿Está usted de acuerdo?

No solo el trastorno bipolar. En el momento que clasificamos como categoría médica cualquier tipo de comportamiento anómalo (y digo anómalo con la intención de criticar la excesiva anchura con la que estamos empezando a considerar lo que en realidad es parte de lo humano), pasa a ser medicable. En el último catálogo de diagnósticos de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, que es el modelo que usamos en España, han nombrado la sana y normal oposición del adolescente al adulto cuando este está construyendo su identidad e intentando diferenciarse del otro para que un día puede tener una vida con cierta autonomía y autoestima como «Trastorno Negativista Desafiante». Cualquier joven podría entrar en esta categoría. Si por mala suerte cae en manos de un médico sin talento, puede condenarlo. Como decía antes, una vez entras en el circuito del «loco», la persona puede empezar a considerar que es un error, que no está bien, que necesita esa medicación. Me acuerdo siempre del psiquiatra Allen Frances, uno de los padres de las categorías médicas, de las que renegó, pues empiezan a estrangular cualquier síntoma de una normalidad ficciosa. Dice que lo que hacemos de esta forma es frivolizar sobre el verdadero sufrimiento. Si todo es diagnosticable, se desatiende a las personas que más ayuda necesitan. Y además, nos olvidamos de ese dolor ligado a las circunstancias de la misma existencia que mencionaba antes. Cada vez se medica más cualquier síntoma de angustia. Llegará un momento que no sabremos frustrarnos. Nos olvidaremos de que lo que da plenitud y dignidad es poder hacer frente a todo ese tipo de malestares ligados a nuestra condición de ser humanos. Al final creo que es un intento de ocultar, o mejor, ocultarnos que somos frágiles y que algún día moriremos. Por ello, higienizamos nuestra finitud. La convertimos en algo casi aséptico. De ella no se habla, aunque esté rondando en nuestro inconsciente día y noche.

Cubierta de 'Contra el diagnóstico'¿Qué es lo primero que cambia en el trato de los otros hacia uno, recién recibido el diagnóstico, y de qué modo se recupera la normalidad?

La normalidad dudo que se recupere. La única forma de recuperarla es que el que tienes delante no sepa que estás diagnosticado. ¿Qué imagen tenemos de un loco? A pesar de que todo el mundo haya convivido o conozca alguna persona que se la considera depresiva o cualquier otro tipo de categoría, si tiene el diagnóstico y lo conoces, esa persona pasa a quedar relegada a un estatus nuevo. La palabra que más me gusta es la de «sospecha». Se crea una desconfianza, una reticencia sobre quién es. Y pasa a ser qué es. Un depresivo. He conocido a personas que se denominan por el diagnóstico. Soy trastorno límite.
La única oportunidad, una vez ya has sido nombrado, es que no te creas el nombre. Y eso es verdaderamente difícil porque de alguna forma, y no digo que sea de forma intencionada sino que tiene que ver con esa construcción artificiosa de la que hablaba, todo el mundo te recuerda que estás categorizado.

¿De qué modo sostiene apoyarse en otras personas con la misma enfermedad?

Sabes que esa persona no te juzgará. O al menos no lo hará de la misma forma. Hay una comprensión. No tienes que dar explicaciones. Por ejemplo, a la hora de ligar. Todo el mundo miente. Nadie va a decir que cobra una pensión por un diagnóstico. Porque quedas descartado. Si la otra persona ha pasado por lo mismo, te evitas toda una serie de justificaciones. La vergüenza queda en otro plano. El problema es que, al final, uno no quiera relacionarse con alguien no diagnosticado. Para mí la locura tiene muchos puntos en común con la sensación de extranjería, de no pertenencia, de estar privado del pasaporte que te permita entrar en el lugar con privilegios. Un campo de refugiados podría ser un ejemplo de esa idea. No acaba de ser un lugar, pero quizá la habitabilidad es menos despiadada que en el país al que quieres acceder. Pero sin pasaporte, tu identidad es la de refugiado. Lo que hayas sido antes ya no valdrá.

Hay quien, como Fernando Colina, respetado psiquiatra, reivindica una y otra vez la dignidad del paciente con problemas de salud mental. ¿Cree que la sanidad debería aplicar algunas propuestas de la antipsiquiatría?

Fíjate qué nivel de perversidad. Llamamos antipsiquiatría a cualquier mirada que no sea la hegemónica. Y la mirada actual, la biologicista, no quiere saber nada de los porqués. Sin esos porqués, una persona es indigna. Pasa a ser indigna. Toda esa sintomatología, desprovista de las causas, se transforman en algo denigrante. ¿Qué más da si lo que sea que ocurre viene del entorno familiar, laboral, escolar? Si ciertos comportamientos se derivan de un acoso. Qué más da tu historia. Pero tu historia podría explicar. Cuando falta, te convierte simplemente en un saco de síntomas a extirpar. Ahí dejas de existir. Al menos una existencia con sentido. Pues te están desproveyendo de él. Y, en cambio, cualquier atisbo que cuestione los diagnósticos es mirado como anti. Me indigna que eso sea así. Que estemos en un mundo sin que haya la posibilidad de cuestionar. No me extraña entonces que busquemos soluciones mágicas. Pastillas. Libros. O políticas. Todas enfocadas a la resolución. Quizá no tenemos que solucionar todo, sino poder sostenernos. Un abrazo a tiempo antes que una pastilla quizá evite un ingreso. E incluso te diría que un suicidio. Quieres evitar un suicidio atando a una persona, condenándola a una vida poco digna. Sedado. No tiene sentido. Y aquí pondría el acento en que de ninguna forma me muestro como una persona en contra de la medicación. Es muy útil, sobre todo cuando los niveles de malestar son insoportables. La idea que me sale es no ser anti. Anti-nada. Antimedicación, tampoco. Pero, como decía antes, lo medicamos todo. Y dejamos de aprender a sortear las dificultades, la ansiedad. La medicación la reservaría sobre a los picos agudos. A los momentos más insoportables. Colina y otros muchos profesionales han reconocido este problema de completo desprecio por el que sufre. Y es ese nombre del trastorno el que va marcando esa sensación de indignidad de la que muchas veces no sabemos desembarazarnos.

¿Qué relación hay, a su juicio, entre salud mental y sistema (capitalista)?

Por un lado, creo que ya respondí cuando hablaba de esa forma en la que medicamos cualquier malestar. Y cómo la propia naturaleza pasa a tener nombre de trastorno, la adolescencia, por ejemplo. O el trastorno disfórico premenstrual, referido a todos aquellos cambios que algunas mujeres sienten antes de tener la regla.

Pero más allá de eso, es que, además, medicamos para poder producir. ¿O qué es, si no, un antidepresivo? Se recetan a mares para que la persona deje de estar conectada con su problema y viva una falsa sensación de bienestar. Eso lo permitirá seguir siendo productivo. El malestar encontrará otra salida, porque siempre es así. Pero en muchos momentos, va a darnos una sensación de que podemos con todo. Y vuelvo a pensar que entonces volvemos a frivolizar sobre los malestares más agudos.
Pero es que, por otro lado, y esto ya es el colmo de lo pérfido, cuando alguien cae, cuando creemos que ya no va a ser útil, nos aseguramos de cronificar ese gasto. Los antipsicóticos van eliminando los pocos conatos de subjetividad que uno pueda tener después del viaje por ese circuito médico. Vas quedando desactivado y apartado. Sedado, pues de esta forma el sistema se asegura (añadiendo la vergüenza y la culpa) de que no reivindiquemos demasiado. Yes redondo porque te dicen que ese diagnóstico trae consigo la cronicidad de la medicación. Te lo dicen desde el principio. ¿Quién acepta la enfermedad? No se trata de aceptar la enfermedad. Como ves, es mucho más complejo. Mientras uno se resiste a esa aceptación la subjetividad, aunque débil, todavía palpita. Podríamos decir, en términos de teatro del oprimido, que hay conciencia de oprimido y no de víctima. La víctima ya está derrotada.

Usted forma parte de Radio Nikosia que, como Radio Colifata, promueve la inclusión de personas «por personas con y sin itinerarios medicalizados de sufrimiento». ¿De qué modo este tipo de actividades contribuyen a la estabilidad mental?

No hablaría de actividades. Hablaría de que son lugares que permiten pensarte en otro contexto del que hemos estado hablando. La posibilidad de ser otro más allá de esa identidad enferma. Nikosia se fijó en mi potencial, en mis posibilidades, en mi lucidez o en su carencia. Al fin y al cabo, se fijó en mí. Lo que el diagnóstico me había arrebatado. ¿Quién soy yo más allá de bipolar u obsesivo? Eso quizá nombra una discapacidad. Y ese nombre oculta todas las capacidades que tengo. Las muchas que tenemos todos. Estas asociaciones, si están bien construidas, ofrecen la posibilidad de abrir la vida hacia otro lugar que el terapéutico. Desde que se me considera oficialmente bipolar, he dejado de hacer las cosas por placer. Resulta que todo es terapéutico. Todo es parte de la recuperación. El deporte, que ha sido tan importante en mi vida, pasó a la categoría de terapia. Resulta que pasé de correr por placer, por deseo, a correr como modo de recuperación. Si lo miramos bien, todo podría ser terapéutico. Pero en este caso esa concepción esta ligada a la patologización que hemos venido sufriendo. Además, las asociaciones permiten volver a vincularnos con los otros. Algo completamente imprescindible, pues los trastornos tienen todos un claro trasfondo de soledad, de silencio. De haber llevado la angustia sin ser verbalizada. Es muy importante poder relacionarse con el otro. Ver que al final somos frágiles y estamos muy cerca los uno de los otros.