Compartir en redes sociales

Cubierta

Entrevista

23 Mayo 2019

Jesús García Rodríguez, poeta

“La inocencia es una de esas cualidades espirituales también en peligro de extinción”

Esther Peñas / Madrid

Poikilía (Ediciones de la Torre Magnética) es el último poemario de Jesús García, miembro del Grupo Surrealista de Madrid, un libro frondoso, denso, que coloca al borde de los ojos una visión de voluptuosa diversidad. De ahí su nombre, Poikilía, que en su original griego se refería a la variegación (distintas tonalidades de las hojas de las plantas). Una flor no cierra nunca el camino, sino que inaugura lo posible.

En el anterior poemario, Migración, las especies animales, sobre todo; en este, las vegetales. ¿Dónde queda el hombre?

La inmensa mayoría de las obras literarias hablan ya del ser humano; es su tema casi exclusivo. Yo he querido rendir un homenaje y prestar un debido respeto a otras especies sistemáticamente menospreciadas u obviadas por la inmensa mayoría de los seres humanos –incluidos escritores y poetas. Creo que se merecían ese homenaje; es posible, intuyo con tristeza, que algunas de esas especies que menciono no aparecerán más en obra literaria alguna. El ser humano asoma, aun así, en el poemario. Por un lado pueblos que han sabido integrarse perfectamente en sus ecosistemas, y que están siendo tan sistemáticamente exterminados como la especies animales y vegetales de su entorno; por otro, el ser humano como guerrero, como instigador de voluminosas maquinarias de destrucción; y finalmente el ser humano de nuestra omnímoda sociedad capitalista, como telón de sombra cerniéndose sobre todo,      

¿Queda en nosotros algo de salvaje?

Lo salvaje, desde el punto de vista cultural y antropológico, es un concepto muy complejo, muy polisémico, y muy cambiante. Se aplica a lo indómito, a lo no cultivado, a lo no civilizado, pero a veces también, sencilla y simplemente, a lo otro. Yo vincularía este término de salvaje a otro del que hablo brevemente en el prólogo, el de exterioridad, que es un término esencialmente político, en tanto que alude a todo aquello que queda fuera de nuestra civilización capitalista. En ese sentido, y yuxtaponiendo los dos términos, sí creo que queda algo de salvaje en nuestro interior, muy al fondo, desde luego, latente y a veces en secreto, pero que aflora en ocasiones. Y hay, desde luego, en nosotros una permanente nostalgia de lo salvaje.     

¿Cómo se distingue la frondosidad, esta diversidad que reivindicas, del ruido de esta sociedad, que parece llena de matices y está falta de ellos?

Fundamentalmente en que es una frondosidad de seres naturales, de seres dados por el mundo, no creados por mano y mente humanas. Eso les hace tener una esencia muy distinta, una complejidad ontológica mucho mayor, sobre todo porque esos seres interactúan entre sí dentro de los parámetros de un equilibrio dado, algo que está ausente en ese otro ruido de nuestra sociedad. Son diversidades distintas; la humana se mueve siempre en el campo de lo simbólico; la diversidad del ser, de lo dado, es inabarcable y está constantemente, invariablemente,  invadiendo nuevos espacios de lo posible.     

Si “en el principio fue el sueño”, ¿qué será al fin?

No estoy muy seguro de que el sueño se termine tan fácilmente. El sueño es aquí metáfora del misterio. Lo que como misterio comienza entiendo que debe acabar como misterio.  

¿Cuándo “la desnudez es elegancia”?

Cuando el código social de una comunidad así lo determina, como es el caso de algunas culturas así (mal) llamadas «primitivas». El exceso de calor, la escasez material o textil o simplemente una determinada tradición así lo codifican. Eso es lo que ha extrañado siempre al ojo del occidental en la desnudez de muchos pueblos: cómo algo tan socialmente elaborado como la elegancia puede coincidir con un estado aparentemente tan natural o «bruto» como la desnudez. Lo desnudo no deja de sernos lo otro.    

“Sólo soy la conciencia de que algo pasa, el universo contemplándose a sí mismo”. ¿Es más difícil entendernos sin un tú que sin otro –animal o vegetal-?

Sin otro u otros es imposible conocernos. La conciencia necesita un tú o un vosotros para desplegarse. Es cierto que rara vez se considera a plantas, animales o paisajes como un interlocutor válido para la conciencia humana, excepto en la poesía, donde eso sucede y ha sucedido desde su origen. Es de esperar que esa apelación mutua entre especies se vaya incrementando con el tiempo.   

Lo sagrado, el misterio, ¿ha sido desterrado de nuestra vida? ¿Buscamos errados ese ‘tesoro’ del que en vano da cuenta la leyenda que sirve de frontispicio a tu poemario?

Sí, ese exilio de los dioses, de lo sagrado y de lo maravilloso en nuestras vidas es evidente. Hölderlin ya lo había visto con lucidez y con nostalgia en su época; desde entonces, la cosa no ha hecho más que empeorar y agravarse. Es como si determinadas áreas del espíritu humano estuvieran en camino de ser amputadas, o de quedar totalmente atrofiadas. Y sí, buscar una substitución de esas carencias espirituales en los juguetitos que nos ofrece el capital es desde luego un error manifiesto y contraproducente.     

Si la vida en su inocencia son “los curvos arados de madera de arce que van abriendo la entraña de los arcillosos novales”; ¿queda, a día de hoy, algo de inocencia?

La pérdida de la inocencia es siempre uno de los episodios traumáticos en la existencia de cualquier ser humano; se da en todas las biografías, en cada una a su modo. Pero si hay un episodio de pérdida de la inocencia - que cada persona situará en algún momento determinado de su vida, y que por suerte cada vez tiene que ver menos con un episodio de naturaleza sexual -, es porque existe una inocencia previa. La inocencia es uno de esos elementos, entre otros, que forman parte de esa exterioridad que antes he mencionado. Es patrimonio esencialmente de la infancia y de la pubertad, pero siempre quedan vestigios de ella en el adulto, que es, en todo ser humano, el hijo del niño previo, del niño que se ha sido. La inocencia es una de esas cualidades espirituales también en peligro de extinción, dentro del, por así llamarlo, ecosistema del espíritu humano. Todas las fuerzas del capital y del estado gravitan en torno a ella para transformarla, desterrarla o eliminarla totalmente, incluso en los niños. Pero la inocencia es una de las características del ser.          

¿Qué perdimos al exterminar a las culturas a las que dedicas el poemario?

Formas y variedades ya irrecuperables de estar en el mundo, de percibirlo, de modelarlo mentalmente, de relacionarse con él; formas, variedades y maneras de ser humano que arrojan luz siempre lo que nuestra propia naturaleza sea, y la enriquecen. Con la pérdida de esas culturas, el ser humano es más pobre, ontológicamente.    

“Que las cosas pasen” sea “el verdadero milagro y la verdadera revelación profana” significa que ¿lo raro es vivir?

Son milagros que se suceden uno al otro; un misterio está contenido dentro del otro. Poco, casi nada podemos decir de ellos, y si algo puede decirse con palabras habrá de ser con el lenguaje de la poesía, de la analogía, de la paradoja y de la metáfora. Mi frase me recuerda, ahora que la extraes de su contexto, a una célebre frase del estudiante Törless de Musil: «No sé ya nada de enigmas: las cosas pasan, esa es la única sabiduría». En cierto modo digo yo lo contrario: hay enigma precisamente porque las cosas pasan. En el fondo de mi frase merodea probablemente esa vieja sentencia de la ontología clásica de que lo misterioso e inaudito no es que exista la nada, sino que exista algo.     

¿Qué se salva –de salvarse algo – de nuestra civilización?

Nuestra civilización tiene sin duda cosas buenas, como todas las civilizaciones; la principal, que ofrece seguridades y comodidades materiales muy grandes, que redundan en beneficio de muchos, aunque tengan también su parte de sombra. Pero el gran problema de nuestra civilización es su negación absoluta y sangrienta de todo lo que no sea ella misma, su virulento potencial para exterminar por completo eso otro y su inconsciencia a la hora de tratar absolutamente todos los entornos naturales del planeta, características nefastas que le son privativas, y que, junto con su carácter por primera vez absolutamente global, la convierten en una amenaza y en una máquina de deterioro. En este sentido, y dado su irresponsable juego con el vacío y la destrucción, cualquier cosa que se quiera salvar de ella estará contaminada por esa irresponsabilidad consubstancial a ella.