Compartir en redes sociales

María Negroni (izquierda)

Libros

18 Feb 2019

La argentina presenta en Madrid ‘Archivo Dickinson’

Negroni y Dickinson o la lucha del goce y el dolor

Esther Peñas. Fotografía: Alberto Cubero / Madrid

Digámoslo pronto: Archivo Dickinson (Vaso roto) celebra la hondura del alma. Podríamos caer en el arrebato de pensar que este poemario de María Negroni es una recreación del universo de Emily, a quien tan bien conoce, pero sería no sólo injusto sino equívoco, porque Negroni no habla sobre Dickinson, que también, sino, y fundamentalmente, habla desde ella, sin abandonar en un solo verso su particular modo de cantar las cosas. Eráse una vez el otro en mí.

Estas 78 piezas, más que poemas son encuentros entre ambas poetas, que se suceden a partir de territorios convocados por la palabra que los inaugura, palabras que habitan ambas, encuentros liminares de la visión interior,  desde un ángulo hermanado pero propio.

Así, encontramos persistentes invocaciones de Emily Dickinson, sus blancos (humo blanco, yeguas blancas, armadura blanca), su muestrario de animales (pájaros –de camisa abierta-, moscas –teólogas-, alondras –amotinadas-, colibríes –en plena ebullición-, pero también estorninos, jilgueros, zorros, topos, hormigas…) De Emily, las exhortaciones personales (Vinnie, Austin, Thomas Higginson, Master), ese amor sagrado e imprescindible (“Dios tiene que empezar en algún lado”), lo ambivalente de las mayúsculas (sus Abejas), las expresiones exclamativas que interpelan a quien lee, la apelación a la muerte, una muerte que carece de dominio sobre ella… 

De Negroni las imágenes afiladas (“inhallable en lo real”), incorporadas (“el arte es una suma de errores ejemplares), tan llenas de fulgor (“toda violencia es una ternura olvidada”); de Negroni la querencia por los superlativos (“jardín gravísimo”, “durísima pena”) y por los adverbios cuantitativos (“muy en paz”, “dulce vino mucho”, “asombro muy muerto”, “alcanzado mucho su comienzo”). De Negroni sus símbolos (el cuerpo, la jaula), sus insistencias (el deseo, el exilio), y su manera de habitar las paradojas, siempre enunciando con ellas la disolución de los contrarios en una completud que se ha experimentado acaso un instante y que se persigue de nuevo, infatigable, como Sísifo esperando, cada vez, que la llegada a la cumbre sea la definitiva (“esta boca plena de lo que no tuvo”). 

Comparten sendas poetas ese combate constante con el lenguaje, una lucha de goce y de dolor (por cuanto conlleva de fracaso a su término), de asombro y sombra, de deslumbramiento y hambre. Comparten, del mismo modo, esa vasta geografía interior siempre en movimiento, nómadas de sí, que muda el lugar y que consigue conmover (se), des-colocar (se), des-quiciar (se), des-instalar (se). Porque sólo en el desplazamiento encontramos a Dios, en el caso de Dickinson, o lo que trasciende, en el caso de Negroni. Y porque lo sagrado no lo hallamos al término de la búsqueda sino en la búsqueda misma: “No estar sino ir”. 

Comparten, Negroni, Dickinson, esa abdicación sin concesiones del yo (sea lo que quiera que sea el yo), hasta el punto de abandonarse, de olvidarse, de entregarse sin rescate alguno, huérfanas de sí y por tanto colmadas. Comparten, asimismo, las significaciones polivalentes, nunca contradictorias, de la dimensión de la existencia. El saber que la canción del poeta siempre está adentro, el extraño vértigo de aquello que se encuentra y es inasible (“poseer es imposible. Ése es el premio”).

¿Dónde acaba el alcance poético de Negroni y comienza el de Dickinson? Es difícil saberlo. Pero el tono de quien escribe conoce de la fuerza de las imágenes, de la riqueza de los sentidos, es un tono cadencioso, esquivo de lo abrupto, mantiene un exceso contenido que no claudica ante la imposibilidad expresiva, tan propia de la mística. 

Un hermosísimo homenaje de María Negroni a quien tanto admira, Emily Dickinson. Pero, atentos, ella misma lo advierte: “Nadie escribe en mi casa su propio texto”.