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Cayuela

Entrevista

22 Dic 2023

Salvador Cayuela, ensayista

«La discapacidad es una resistencia, no sólo simbólica, a las formas estandarizadas y homogeneizadas del cuerpo y de la mente»

Esther Peñas / Madrid

La invención de la discapacidad: el gobierno de los cuerpos torcidos (Consejo Superior de Investigaciones) es un ensayo superlativo, por varias cuestiones. La primera, el recorrido histórico que sobre el concepto «discapacidad» realiza el autor; después por la perspectiva antropológica, filosófica, legislativa con la que aborda el término, llegando a conclusiones que atañen a la propia dignidad de las personas con discapacidad, apuntalándola. Y todo ello con un estilo exquisito e insólito por lo bello y cuidado del mismo. Hablamos con su autor, Salvador Cayuela.

Que la discapacidad sea una construcción, ¿qué alcance tiene?

Afirmar que la discapacidad es una construcción significa que tiene una historia que podemos trazar y comprender. Esto es fundamental, porque supone que cualquier tipo de daño físico permanente, o una deficiencia sensorial, intelectual o del tipo que sea, se puede interpretar de múltiples formas, dependiendo del contexto en el que nos encontremos. Así, por ejemplo, las personas portadoras de deficiencias físicas han sido entendidas, y en consecuencia tratadas, de formas muy distintas a lo largo de la historia, y en diferentes culturas. Mientras que en las ciudades de la Antigua Grecia o en ciertos periodos de la Roma Antigua los niños considerados débiles o imperfectos eran abandonados o dejados morir, durante la Edad Media los «tullidos», los «locos», los pobres y excluidos en general, eran oportunidades para la caridad, además de «imágenes vivas» de un Dios que caminó entre los pobres. Trazar esta historia es fundamental, en primer lugar, para comprender que muchas de las cosas que consideramos «necesarias», que «son como son», pueden ser de otra manera. Y, en segundo lugar, para evitar juicios «presentistas» sobre momentos pasados, porque cada contexto histórico se rige por sus propios conceptos, discursos y circunstancias, que por supuesto no son las nuestras. Son, obviamente, cuestiones fundamentales para comprender el fenómeno de la discapacidad, y es por ello que, de hecho, dedico el primer capítulo de mi libro a trazar una breve historia de la discapacidad en nuestra cultura, desde la antigüedad hasta nuestros días.        

En el devenir de la consideración de la discapacidad en nuestro país, ¿cuáles sería los principales hitos?

Cada contexto nacional tiene sus particularidades y dinámicas propias, conectadas siempre con procesos internacionales con los que mantiene múltiples relaciones de interdependencia. Así, en el caso español podemos destacar, en efecto, varios momentos que resultarán determinantes en las distintas formas de entender la discapacidad, y que corren además en paralelo con lo acaecido en otros lugares del contexto europeo. En este sentido, quizá un primer momento fundamental en esta historia sean las décadas iniciales del siglo XX, cuando comienza a extenderse una auténtica preocupación por la discapacidad que inspira leyes, reglamentos, instituciones, etc., y que inaugura una nueva fase en la atención a las personas con discapacidad. Por supuesto, estos discursos y actuaciones ahondan sus raíces ya a finales del siglo XIX, y se encuentran además conectados con lo que sucede en otras partes del mundo, especialmente tras la Primera Guerra mundial y la consolidación del conocido como modelo médico de la discapacidad. Esta dinámica se extiende hasta la Guerra Civil española, que en cierto modo supone un verdadero impasse en el tratamiento de la discapacidad en nuestro país, excepto por algunas acciones muy concretas tales como la constitución en 1938 del llamado Cuerpo de Caballeros Mutilados por la Patria, o la creación ese mismo año de una institución tan importante y determinante como la Organización Nacional de Ciegos (ONCE). Otro momento histórico de capital importancia en la transformación de las concepciones de la discapacidad en España es, sin lugar a dudas, el comprendido por las décadas de los sesenta, setenta y principios de los ochenta del siglo pasado. En este contexto, que se corresponde con el denominado tardofranquismo y la transición democrática, se suceden toda una serie de acontecimientos que van a resultar cruciales en la adquisición de derechos y oportunidades vitales para las personas con discapacidad: se crean las primeras asociaciones de afectados de ámbito nacional, junto con aquellas auspiciadas por el régimen o la Iglesia Católica; se amplían los derechos y las obligaciones del Estado para con las personas con discapacidad; comienzan a desarrollarse programas efectivos de inclusión social para el colectivo; las personas con discapacidad comienzan a tener espacios de acción política, especialmente ya tras la muerte del dictador en 1975, y participan activamente en el proceso de transición democrática; etc. Todo ello sentó las bases para actuaciones posteriores de capital importancia para el colectivo, como fue por ejemplo la aprobación en 1982 de la famosa LISMI (Ley de Integración Social de los Minusválidos), o ya en 2003 la conocida como LIONDAU (de Igualdad de Oportunidades, No Discriminación y Accesibilidad Universal de las personas con discapacidad). Es ahí, en efecto, cuando encontramos la emergencia de la discapacidad en sus formas actuales, cuando los «minusválidos» y «subnormales» dejan de serlo, para convertirse en personas «con» discapacidad. La discapacidad, así, deja de ser el factor determinante de su identidad, convirtiéndose tan sólo en una nota de una subjetividad mucho más amplia y capaz de aspirar a las máximas cotas de autonomía e independencia. 

¿Cuál ha sido el mayor cambio en la construcción de la subjetividad de la persona con discapacidad?

Seguramente lo que acabo de comentar, el hecho de que los subnormales, minusválidos, tullidos o ciegos, han dejado de serlo para convertirse en personas con discapacidad. No se trata únicamente de una cuestión terminológica o de lenguaje, y por supuesto tampoco de mera corrección política. Significa que se trata de personas con plenos derechos, de individuos cuya identidad, cuya subjetividad va mucho más allá de su daño físico o sensorial, que pueden ser todo aquello «que pueden llegar a ser», aspirando a la máxima autonomía y autogobierno. Por supuesto, esto no significa ignorar el daño físico, el deterioro biológico o la propia vivencia personal, y tampoco que la vida y el cuerpo de estas personas no son indiferentes a los valores y la cultura en la que se inscriben. Por decirlo de otro modo, y volviendo a la cuestión inicial, decir que la discapacidad es un constructo histórico no significa que no exista, o que se pueda reducir a una pura cuestión cultural o identitaria. Pero ahí está el gran cambio, la conquista de un espacio social en el que estas personas pueden ser, y construirse, más allá de su discapacidad.

De la caridad a la concepción de sujetos de derechos. ¿Podemos decir que las personas con discapacidad tienen los mismos derechos que el resto?

Esta es una cuestión mucho más complicada de lo que puede parecer. ¿Tienen los hijos de familias trabajadoras los mismos derechos y oportunidades que aquellos otros cuyos padres cuentan con mayores recursos económicos? Obviamente, no. Las personas con discapacidad pueden tener sobre el papel los mismos derechos que el resto, pero en cada momento se enfrentan a dificultades añadidas que pueden ir desde las puramente físicas –pensemos en las barreras arquitectónicas– hasta las simbólicas o ideológicas –prejuicios, miedos, etc.–, además de las económicas, familiares, etc. Por supuesto, en las últimas décadas se ha avanzado mucho en este sentido, y los testimonios que he recogido en mi libro son buena muestra de ello. Pero, tanto la sociedad en su conjunto como los poderes e instituciones públicas debemos seguir avanzando en la igualdad de oportunidades para todos, y en particular para las personas con discapacidad.        

De entre las discapacidades, hay algunas que tienen mejor consideración que otras, aún estigmatizadas, como la enfermedad mental. ¿Cómo podría corregirse esto?

Lo imprescindible es conocer la historia y el origen de estos prejuicios y percepciones, para a partir de ahí desarrollar una decidida y sólida labor de educación en el conjunto de la sociedad. Intuyo que esto puede parecer una pura reivindicación gremial por mi parte, como filósofo y científico social, pero realmente creo que no podemos comprender la forma de pensarnos a nosotros mismos, a los demás y el mundo en el que habitamos, sin trazar antes una genealogía que nos permita comprender de dónde venimos. Se refería usted, por ejemplo, al hecho de que las enfermedades mentales se enfrentan aparentemente a un mayor nivel de estigmatización. Para comprender por qué, si en efecto es así, quizá debamos preguntarnos por el lugar que la locura –extendiendo el concepto más allá del siglo XIX, donde surge la enfermedad mental– ha ocupado en nuestra cultura, y particularmente en relación con la razón. Así, por ejemplo, Platón hablaba de una especie de «loco lúcido», que tiene un particular acceso a la realidad, dimensión que aún encontramos por ejemplo en El Quijote, o en concepciones actuales del «genio loco». No obstante, esta concepción ha entrado en contradicción con la imagen del hombre como un «ser racional», ese sujeto pensante al que se refería Descartes. Y si un hombre no es capaz de razón, ¿entonces es un hombre? ¿No estaría acaso más cercano a la animalidad? A ello podríamos unir incluso la concepción religiosa de la locura como un «castigo divino», muy presente hasta finales del siglo XX en nuestro país, o la condición «vergonzante» que suponía –o quizá suponga todavía para muchos– el hecho de tener un hijo o una hija con discapacidad intelectual. Como ve, son muchos los factores que deben ser analizados para comprender esa condición estigmatizante de la discapacidad, pero corregir esa dimensión exige, sin duda, una labor histórica y educativa me temo todavía ingente.

La educación inclusiva frente a la segregada, ¿ha de darse en todos los casos?

Me temo que no soy quién para responder a esta pregunta con un mínimo de conocimiento fundado, pues no es mi ámbito de especialización. No obstante, y atendiendo a algunos testimonios recogidos en mi libro, no parece que la educación inclusiva en los años setenta y ochenta del siglo pasado fuera demasiado positiva en todos los casos, sobre todo en niños con discapacidades intelectuales. El asistir a clase con niños sin discapacidad les frustraba en muchas ocasiones, al tiempo que ralentizaban el aprendizaje del grupo, por lo que la preferencia por este tipo de educación debía depender realmente de cada caso. En relación con las discapacidades físicas, realmente mi objeto de estudio, parece que los colegios de educación especial creados en aquellos años setenta pudieron ser realmente beneficiosos para los niños y niñas allí educados, aunque sin duda agudizaron los procesos de etiquetamiento y estigmatización, sobre todo al abandonar el colegio. Al fin y al cabo, no dejaban de ser establecimientos destinados a la reinserción de «sujetos desviados», donde secundariamente se imponía una subjetividad formalizada, la del niño con discapacidad. Por lo demás, y como le comentaba, no estoy muy seguro de poder responder a esta pregunta, al margen de que la propia discapacidad alberga un extenso abanico de casos, y para cada uno de ellos las opciones quizá deban ser diversas.    

¿Qué aporta la discapacidad como valor a lo social, a lo humano?

Buena parte de los discursos sociales, jurídicos o médicos nacidos en el siglo XIX, y especialmente hasta la segunda mitad del siglo XX, se preocuparon sobre todo por definir y afirmar la norma, aquello que homogeneizaba a la sociedad y que, en última instancia, debía guiar el desarrollo social. Este pensamiento, inspirado en parte por una idea de progreso desbocada, servía entonces para apuntalar el status quo, negando y reprimiendo las diferencias, tachándolas en muchas ocasiones de patologías que amenazaban con corromper a la sociedad y, particularmente, el cuerpo de la nación. Tras la Segunda Guerra mundial, y especialmente desde los años sesenta del siglo pasado, los llamados nuevos movimientos sociales –el feminismo, el ecologismo, el movimiento de liberación sexual, contra el segregacionismo en EEUU, etc.–, reivindicaban precisamente la posibilidad de vivir de forma diferente, la necesidad de aceptar las distintas sensibilidades, en definitiva, la exigencia por admitir la diversidad social. El llamado movimiento de vida independiente, de hecho, nace también en aquellos años en Estados Unidos, para extenderse poco después al resto de países occidentales. La discapacidad, o mejor, las discapacidades, suponen precisamente una de las mejores evidencias de esa diversidad social, de formas de vida, de imágenes y formas corporales, que son intrínsecas a todo grupo humano. Y en ese sentido también son una resistencia, no sólo simbólica, a las formas estandarizadas y homogeneizadas del cuerpo y de la mente. Sin que ello suponga, por supuesto, negar las especificidades que exigen de una mayor atención y apoyo social, en cada caso.   

¿De qué modo se beneficia el capitalismo de estos «cuerpos torcidos»?

Se ha tendido a pensar que las personas portadoras de deficiencias físicas permanecieron fuera del sistema económico con la extensión del capitalismo desde inicios del siglo XIX. Bien al contrario, las personas con discapacidad física, excepto en casos muy extremos, encontraron a menudo nichos laborales en los que poder ser «útiles» a sus familias y a la sociedad, en trabajos mejor o peor pagados, pero que ofrecían ciertas posibilidades de existencia y aceptación social. En este sentido, el capitalismo siempre se ha beneficiado de esos «cuerpos torcidos», de un modo o de otro. Lo particular en las últimas décadas ha sido la extensión de una especie de «dispositivo», donde la discapacidad y la rehabilitación se han convertido en sí mismos en mercancía, en un sector económico o, si se quiere, en objeto de iniciativa comercial. También se han multiplicado los cursos, las jornadas, los estudios de grado o posgrado, y por supuesto los profesionales de asistencia y tratamiento, o los centros de atención a las personas con discapacidad, tanto públicos como privados. Aunque esto no es necesariamente negativo, lo cierto es que casi podemos hablar de una auténtica «actividad económica específica», orientada a la inclusión de las personas con discapacidad, que sin embargo no parece querer trastocar las bases culturales, políticas y económicas de una sociedad que, en última instancia, no deja de excluir a algunos de sus miembros. Quizá me pongo un poco reflexivo y técnico aquí, pero no parece que la forma en la que el capitalismo se beneficia de esos «cuerpos torcidos», como usted indicaba, sea la más acertada para conmover los fundamentos de una sociedad todavía demasiado excluyente. Y ello, aunque por supuesto se haya avanzado mucho también en estas cuestiones, y las nuevas oportunidades laborales para estas personas sean sin duda la mejor forma de alcanzar una vida independiente y autónoma, siempre positiva.   

En una sociedad como la nuestra, con una legislación en materia de discapacidad a la vanguardia, ¿cuáles son los grandes desafíos del movimiento asociativo? 

Siempre se puede avanzar en la creación de espacios de libertad y autogobierno, y desde luego una legislación avanzada en ninguna materia asegura los mejores resultados. Hay que desarrollar programas acordes con esa legislación, adjudicar presupuestos, informar sobre las posibilidades al colectivo, etc. Y al margen de todo esto, en relación con el propio movimiento asociativo, tengo que señalar que la mayoría de las personas con las que tuve la oportunidad de conversar para mi investigación, algunas de ellas muy implicadas en aquellas asociaciones de personas con discapacidad, se lamentan hoy de la escasa implicación de las nuevas generaciones en las asociaciones en las que participan. Esto, por supuesto, puede ser fruto de impresiones subjetivas, y habría que analizar los datos extraídos con otro tipo de estudios. Pero tengo la sensación de que, como en la sociedad en su conjunto, no vivimos momentos de especial motivación política, o más particularmente de implicación en los movimientos sociales, incluido por supuesto el movimiento de personas con discapacidad. Con todo, y sin ánimo de ser derrotista, siempre hay necesidad de avanzar y no retroceder en los derechos adquiridos, y en este sentido el camino hacia una vida independiente y plena es sin duda el mayor objetivo a perseguir.    

¿Cómo es «ese nuevo sujeto naciente» a su juicio?

Tengo que admitir que siento una profunda admiración por todas esas personas, hombres y mujeres, con las que tuve la oportunidad de conversar mientras desarrollaba la investigación para el libro La invención de la discapacidad. Nacidos entre 1938 y 1967, como personas con discapacidad, sufrieron en muchas ocasiones la estigmatización y la exclusión social, y vieron a menudo frustradas sus aspiraciones vitales. Resulta muy difícil hoy entender que a una persona se le negase alcanzar su vocación de maestro simplemente porque tenía una discapacidad física, o que a una niña se le dijese que debía renunciar a sus posibles anhelos de maternidad porque era coja. En otro caso, una niña con secuelas de la poliomielitis tuvo que escuchar cómo una vecina le decía a su madre que «ojalá hubiese muerto, la pobrecita», refiriéndose a ella. O que un muchacho tuviera que permanecer escondido en la casa de sus padres tras sufrir un accidente de moto que le ocasionó una paraplejía, y de la que sólo pudo salir cuando fue casi «secuestrado» por algunos miembros de una asociación, quienes le mostraron que otra vida era posible. Ese es el nuevo sujeto que nació en España en aquellas últimas décadas del siglo XX, protagonistas todos y todas de una auténtica liberación que les permitió, a ellos y a quienes vinieron después, imaginar nuevas formas de pensarse a sí mismos, el lugar que ocupaban en la sociedad, y el mundo en el que podían vivir. Se constituyeron como sujetos éticos de sus acciones, implicados en el movimiento de personas con discapacidad, pero también en partidos políticos o en cargos de responsabilidad pública, empresarios o simples trabajadores. Lo que todo ello suponía, en efecto, era que la deficiencia, física en este caso, no era ya el elemento definitorio de sus existencias, la condición que les separaba del resto, que les desposeía de su condición de humanos. Las personas con discapacidad habían adquirido por fin un espacio en el que pensarse a sí mismas en un mundo que también les pertenecía, en el que podían relacionarse como iguales con los demás, en el que podían imaginar nuevas formas de subjetividad e identidades singulares. Ese era, precisamente, aquel nuevo sujeto.