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Cremades

Entrevista

12 Mar 2024

Luis Cremades, poeta

«La poesía navega entre lo cursi y lo extremadamente doloroso»

Esther Peñas / Madrid

De una delicadeza exquisita, sustentada por la gama cromática del afecto (desde su plenitud, o algo que se le parece mucho, hasta la ausencia lacerante del mismo), los versos de Luis Cremades (Alicante, 1962) despliegan la música en el aletear de la lectura y va dejando marcas, y jirones, y tajos (con factura de luz). La editorial Dilema acaba de publicar Música del ser, su poesía reunida, con prólogo de Jesús Ferrero. «Estaré callado, si quieres, como un héroe, toda la vida./ Correré a refugiarme/ en la colina del silencio, en las grietas sombrías/ del tronco quebrado del árbol de la luz./ Pero regresa si quieres y ponme un nombre./ El sol amarillo no es tu madre:/es Dios, el tendero, el guardabosques, el fuego/ del tiempo que nos junta. Y también/ toda la vida, como héroes, olvidando/ que hemos querido besarnos».

Reunir en un volumen la poesía completa, ¿tiene algo de despedida, de fin de un trayecto, de nostalgia de alegría? 

Tiene algo de todo eso, de final de ciclo, donde un círculo se cierra y otro nuevo se abre. Tiene también de trabajo en retrospectiva y de reflexión, de valoración del camino recorrido. Es un punto de inflexión hacia no se sabe dónde.

«Estoy herido», «doble es la herida», «por donde respira la herida»…. ¿Uno escribe desde la herida, para tratar de sanar esa herida? 

Esa metáfora aparece con frecuencia en el primer libro, en los primeros poemas. Imagino que bien pueda tratarse de la herida de la infancia y que, como bien dices, desde ahí escribimos y esas raíces tratamos de sanar.

¿Qué vigila «el ojo del monstruo»? 

Diría que vigila la frontera entre los mundos: el mundo familiar y el social, y entre ambos y los mundos interiores.

¿Conviene que los versos deslumbren? ¿Qué alumbran, exactamente?

No conviene que los versos deslumbren, pero en la juventud parece inevitable cierta voluntad de juego, de exhibición de habilidades verbales que no añaden mucho al poema, aunque pasajeramente sirvan para dar confianza al poeta. No parece fácil añadir exactitud a aquello que pueda alumbrar un poema: está en el mundo poético y verbal del lector. Cada uno, en cada momento, encontrará algo diferente. Si hubiera que ser más exacto diría que alumbra nuevas dimensiones y nuevas fronteras, entre el lenguaje y la percepción, con cada lectura.

¿En qué se diferencia la vida civil de la vida poética? 

La vida poética supone un casi monacato, no tanto por el tiempo dedicado a la escritura, como por el tiempo y el esfuerzo dedicado a cultivar la sensibilidad que permita esa escritura. La vida civil renuncia a ese cultivo y prefiere recoger frutos silvestres.

«El que escribe es solo el intérprete». ¿De qué? 

De toda esa información que afecta a nuestra sensación casi antes de atravesar el filtro de nuestra percepción. Como si esa sensación pudiera percibir también ultrasonidos o rayos infrarrojos y verse afectada por esos estímulos, aunque no puedan llegar a nuestra percepción sin ayuda de tecnología.

Le devuelvo la pregunta de uno de sus versos: «¿Hay música al otro lado de las palabras?»

Diría que sí… Si hay un impulso en una madre para arrullar y mecer a su hijo… Si hay una voluntad de transformar y mejorar nuestro entorno con el uso de la imaginación y la razón… Esas visiones, esos instintos forman parte de la música al otro lado de las palabras.

¿Qué perdona un beso? 

La incomprensión de los ritmos de la vida, del valor de la ausencia cuando se vuelve a estar en presencia, la falta de aceptación del dolor cuando falta el placer…

Cuando «se ama por no vivir», ¿se ama más o se ama peor?

Se olvida uno de sí mismo al amar. Se pierde el amor como lugar de encuentro. Y, al perderse en el otro y olvidarse de sí, empobrece la relación, le niega al otro el contraste, la sorpresa, el movimiento necesario para encontrar un equilibrio.

Entre lo bello y lo sublime, ¿con qué se queda el poeta? 

Yo diría que son las dos orillas del cauce en el que navega la poesía: entre lo cursi y lo extremadamente doloroso. No hay discurso quedándose en una sola de las orillas.

¿Es más interesante «el ingenio que la sorpresa»? ¿Qué aprendemos de las «historias de los viejos»?

El ingenio y la sorpresa parecen dos formas de lo mismo. El primero más interior, más cercano al mundo de la imaginación, y el segundo en un extraño contacto, una cierta sincronía con el mundo exterior. De las «historias de viejos» se aprende el arte del relato. Y también la naturaleza de la propia vida como relato.

¿Cuánto de azar tiene el poema? 

El mismo azar que afecta a unos sedimentos, un fósil, un estrato geológico… El poema se apoya en esa memoria compactada en busca de un salto perceptivo, tratando de ampliar o transformar o completar el mundo del poeta y el de sus lectores.

¿Cómo reconocer que uno «ha alcanzado las dimensiones justas»? 
Entiendo que es un trabajo de ensayo y error hasta llegar a una cierta aceptación acerca de los propios límites. Uno acepta su propio relato y lo abraza.